sábado, 15 de abril de 2017

LA ESPOSA - NOVELA CORTA (Capítulo VIII)





   Celia lloró la muerte de su amiga como jamás había llorado a nadie. Elena había sido su confidente, su protectora, la persona que más se preocupó por ella, la que más cariño le había dado desde su llegada a Madrid. Ahora se quedaba completamente sola, sin un apoyo, sin un hombro sobre el que llorar, sin nadie, con la única compañía de su bebé, que aún era demasiado pequeño para poder consolarla. La echó terriblemente de menos desde el primer minuto de su ausencia.

Los primeros días se asomaba a la ventana, miraba el ultramarinos cerrado y no podía evitar sollozar fugazmente. ¡Qué pena tan grande se había instalado en su alma! ¡Qué vida más triste, sin poder compartir sus horas con nadie! Sabía, no obstante, que sus días tenían que seguir, y más ahora, que Dios había puesto en su camino un hijo al que cuidar, por quien luchar para salir adelante.

Se acostumbró a salir todas las tardes con el bebé. Paseaba con él por el parque, empujando el carrito con aire distraído, y recuperó su antigua costumbre de sentarse y observar. Una de aquellas tardes, sentada en un banco del parque de El Retiro, mientras jugueteaba con las hojas con las que el otoño se empeñaba en alfombrar el suelo, creyó distinguir, a lo lejos, la silueta de Alberto, el médico, y dando un salto, como si un resorte la lanzara en su busca, se levantó y corrió a su encuentro..

   -Don Alberto – llamó.

   Él se giró y fue hacia ella dibujando su rostro con una sonrisa de satisfacción..

   -¡Celia! ¡Dios mío, qué alegría verte! ¿Cómo estás? ¿Y cómo está tu niño?

   -Mi niño bien y yo.....bueno, pues tirando. Ya sabe usted.

    -No me trates de usted, por favor. Anda, vamos a pasear un rato, no tengo prisa. Y te invito a un barquillo ¿te apetece?

   La muchacha dudó un momento. La posibilidad de que su marido se enterara de un acto tan inocente como dar un paseo al lado de su médico le daba miedo, pero finalmente aceptó.

   -Bueno, vale – dijo tímidamente.

   Comenzaron a caminar en silencio. Ninguno parecía atreverse a romper la quietud del paseo. La ausencia de Elena flotaba entre ambos como un fantasma. Al pasar al lado de un vendedor de barquillos, el médico compró un paquete y ofreció uno a la chiquilla.

    -Nunca he comido ninguno – dijo ella a la vez que le daba un pequeño mordisco.

    -¿Que nunca te has comido un barquillo? No me lo puedo creer – le dijo Alberto intentando romper la tensión que incomprensiblemente parecía envolveros –. ¿Te gustan?

    -Sí, está bueno.

  Continuaron su paseo durante un rato, mordisqueando sus barquillos, mirándose de reojo de vez en cuando, hasta que finalmente el médico paró su caminata y la miró. Ella hizo lo propio.

-¿Pasa algo? – preguntó Celia.

   -No lo sé, tal vez ahora no pase, pero es posible que más adelante....

De pronto la chica se desprendió de su timidez y abordó la conversación.

-No entiendo lo que quieres decir. Te rogaría que fueras más claro. No me gusta demasiado que la gente ande con rodeos.

-Celia, puede que no sea de mi incumbencia, a lo mejor incluso no viene demasiado a cuento, pero unos días antes de morir, Elena me comentó que querías huir del lado de tu marido.

Celia mordisqueó un poco más el barquillo antes de responder. Lo que estando en el hospital le había dicho a Elena se le había venido a la mente en aquel preciso momento y jamás pensó que su amiga se lo contara a nadie. Sin embargo, después, la idea fue tomando forma en su mente y a aquellas alturas tenía claro que un día escaparía de las garras de su marido. Sabía que podía confiar en Alberto, así que no dudó un instante en confesarse con él.

   -Claro que quiero – dijo por fin – no voy a estar toda mi vida al lado de ese animal.

   -¿Y cómo piensas hacerlo?

   -No lo sé, no tengo ni idea. Esperaré a que el niño sea un poco más grande y pueda desenvolverse un poco más por sí mismo. Ahora es muy pequeño todavía y no puedo arriesgarme a vagar por el mundo con él a cuestas. Cuando crezca un poco me iré y por supuesto me lo llevaré conmigo.

    -Es peligroso para una mujer y un niño pequeño andar solos por este país, hoy en día.

   -Tengo la esperanza de encontrar alguien que me ayude, alguien tiene que hacerlo. Mucho tiempo más no voy a poder resistir. Mientras mi marido se mantenga calmado e indiferente conmigo, voy tirando, pero, ¿y cuándo vuelva a ponerse furioso? No quiero aguantar sus palizas. No quiero continuar viviendo al lado del verdugo que mató a mi mejor amiga.

Se sentaron en un banco. Empezaba a refrescar.

-¿Quién te ha dicho eso? Elena murió atropellada por...

-Alberto, por favor, puede que sea joven, pero no soy estúpida. Es posible que cuando llegué a Madrid fuera una niña inocente que no sabía nada de la vida, pero esa etapa ya quedó atrás. Sé quién es mi marido y sé quién era Elena. Y también conocía la enemistad que existía entre ambos. La noche que la detuvieron oí cada uno de sus lamentos suplicando clemencia mientras se la llevaban, y escuché también las risas calladas de mi marido en el salón, seguramente observando la escena por la ventana. Lo que más me dolió fue no poder hacer nada.

El hombre no dijo nada. Se quedó mirando al suelo con aire ausente.

-Está anocheciendo. Será mejor marchar. Pronto cerrarán el parque – dijo.

Se levantaron y emprendieron el camino hacia la salida. Durante unos minutos anduvieron en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos.

    -Celia – dijo de pronto el médico – yo conozco a gente que puede ayudarte a salir del país. No será fácil, ni tampoco a corto plazo. Es más, ni siquiera estoy seguro de estar haciendo lo correcto. Correrás mucho riesgo y no sé si sería capaz de soportar....que te ocurriera algo. Pero por otro lado... comprendo que no quieras permanecer a su lado.

    Los ojos de la chica se iluminaron.

   -¿Harías eso por mí? ¿Me ayudarías a alejarme de él para siempre? Te estaría eternamente agradecida.

   -Lo haré, pero cuando llegue el momento debemos andar con cuidado y ser muy discretos. Por lo pronto no le comentes a nadie que te quieres marchar y mucho menos que yo estoy dispuesto a echarte una mano, y ten paciencia, porque seguramente tendrán que pasar muchos meses antes de que puedas salir de aquí.

   -No me importa. Sabiendo que hay una mínima posibilidad de huir, aguantaré lo que sea.

    En esa espera fue pasando el tiempo. El otoño terminó y dio paso al invierno y éste a la primavera, y al verano, y de nuevo otro otoño, como siempre.

Hacía ya tres años que Celia había llegado a Madrid, que había dejado atrás el pueblo y un pasado que cada vez se pintaba más lejano y parecía más irreal. El hijo del señor maestro, que durante mucho tiempo había sido único ocupante de su desolado corazón, se fue desdibujando en su memoria, a pesar de negarse a abandonar del todo su alma rota. Era un estupidez hacerse ilusiones con él. Soñar con su amor ya no tenía sentido alguno, tenía que centrarse sólo en escapar de las garras de su esposo y mientras llegaba el ansiado momento, esperar, únicamente esperar.

Se acostumbró a pasar las tardes paseando con su pequeño por El Retiro. A veces se les unía Alberto, que se convirtió en su mayor apoyo ahora que Elena ya no estaba. Con él podía conversar de las cosas que le preocupaban, confesarle sus miedos, hacerle depositario de sus recuerdos o de sus sueños de futuro. Es cierto que en ocasiones la asaltaba el miedo, miedo a que alguien pudiera verles y le contara a su marido cosas que nada tenían que ver con la realidad. Alberto y ella no eran más que amigos y jamás llegarían a ser otra cosa, aunque alguien pudiera pensar lo contrario.

Pero lo que Celia no sabía era que la primera persona que pensaba lo contrario era el propio Alberto. Un día dejó de verla como una niña desvalida y comenzó a mirarla como la mujer en la que se había convertido. No supo en qué momento sus sentimientos hacia ella cambiaron y pasaron de la amistad y el afán de protección al amor, sólo sabía que existían y que a pesar de lo que su corazón sentía, su conciencia le decía que aquello no podía ser. Estaba casada. Puede que las circunstancias de su matrimonio no fueran las de una pareja normal, pero él no podía ni debía meterse en medio.



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