martes, 18 de abril de 2017

LA ESPOSA - NOVELA CORTA (Capítulo IX)





  Una mañana el pequeño Germán, el hijo de Celia, amaneció enfermo. Tenía mucha fiebre y una tos persistente que en ocasiones parecía provocar su asfixia. Celia llevó a su pequeño a la consulta de Alberto, el cual, después de examinarlo, fue rotundo.

    -Celia tu hijo tiene tosferina. Está muy grave. La única posibilidad que tiene de curarse es un antibiótico que no encontrarás en ninguna farmacia. Tal vez tu marido lo pueda conseguir, él tiene muchos contactos y conoce a mucha gente. Te voy a anotar en un papel el nombre de la medicina. Dile que es muy importante. Tienes que dársela a tu hijo lo más pronto posible, no hay tiempo que perder.

     La chica estaba confusa ante las palabras del médico. Nada deseaba más en el mundo que salvar la vida de su pequeño pero ¿cómo decirle a su marido que necesitaba una medicina especial? ¿Qué le respondería cuando le preguntara la identidad del médico que se la había recetado?

-No sé cómo voy a hacerlo. ¿Tú no la podrías conseguir?

     -Lo intentaré, pero debes de decírselo a tu marido. Si yo no doy con ella él tal vez pueda hacerlo. No tenemos mucho tiempo, si a lo sumo en dos o tres días el niño no recibe la medicina, las consecuencias pueden ser fatales

    -¿Me estás diciendo que mi niño puede morir?

   -Eso te estoy diciendo. Tenemos que actuar con rapidez. De lo contrario.... puede pasar lo peor.

     Aquella noche Celia esperó con paciencia la llegada de su esposo. Eran más de las doce cuando hizo acto de presencia completamente ebrio. Ella se armó de valor y no se anduvo con rodeos.

-El niño está enfermo – dijo con voz firme.

    -¿Qué le pasa? – preguntó el , malhumorado.

   -Tiene mucha fiebre y tose sin parar.

    -Será un catarro sin importancia.

    -No es un catarro sin importancia. Te he dicho que tiene mucha fiebre, así que o llamas al médico, o lo hago yo, pero ya.

    Justo la miró sorprendido de la firmeza que mostraba su voz. A pesar de que como mujer no le interesaba en absoluto, tenía que reconocer que a su hijo lo cuidaba como era debido. Si se mostraba tan preocupada tal vez la enfermedad del niño no fuera un cuento.

Descolgó el teléfono y llamó a Fausto, amigo suyo de toda la vida, compañero de fatigas, de correrías y de maldades, que se presentó en su casa borracho como una cuba. Apenas examinó al pequeño, limitándose a recetarle un analgésico para bajarle la fiebre, aduciendo que tenía un simple resfriado y que en dos o tres días estaría mejor.

     Celia no podía salir de su asombro. Cuando el médico se fue, increpó a su marido.

    -Así que este es tu maravilloso amigo médico. Un hombre que se presenta en casa completamente borracho y se atreve a diagnosticar un resfriado sin importancia a nuestro hijo.

    -Ya lo has oído, mi amigo Fausto es el mejor médico de todo Madrid. Si él ha dicho que tiene catarro es que....

     -Déjate de monsergas – le grito Celia armándose de valor.

Había intentado que su marido llamara a un médico cabal que diagnosticara al niño lo mismo que Alberto y así evitar tener que dar explicaciones, pero la jugada le había salido mal. Sacó la nota con el nombre de la medicina del bolsillo y se lo enseño a su marido

-El niño tiene tos ferina y necesita este medicamento. Es un antibiótico y aquí no lo hay. Haz que te lo traigan enseguida.

    -¿O sea que has llevado al niño a otro médico sin mi permiso? Ya empezamos de nuevo a hacer lo que nos da la gana ¿verdad?

    -Pues sí, tratándose de mi hijo haré lo que me de la real gana. Y si tú no consigues la medicina, lo haré yo, aunque la tenga que buscar debajo de las piedras.

    El hombre rió despectivamente.

    -¿Tú? ¿No me digas? ¿Y a quien acudirás? ¿A tu amiguito, el medicucho ese? Pues ya puedes empezar, porque yo no pienso molestar a nadie por una medicina totalmente innecesaria. Si Fausto diagnosticó un catarro, es que no tiene más que un catarro.

    -Eres un ser despreciable. No te importa ni siquiera la vida de tu hijo. No sé a quién voy a acudir, pero encontraré la penicilina, de eso puedes estar seguro. Estoy empezando a estar harta de que me tomes por imbécil, estoy hasta las narices de doblegarme ante ti, de tener que hacer tu santa voluntad. He aguantado mucho pero ya no, no en este momento. Si no quieres salvar al niño lo haré yo.

     Don Justo se sorprendió ante el valiente discurso de la muchacha. Sus palabras firmes y resueltas hicieron renacer de nuevo su ira. No podía consentir que aquella mosquita muerta sacara los pies del tiesto y la mejor manera  de evitarlo era una buena paliza. Levantó el brazo con la intención de descargar toda su fuerza sobre el menudo cuerpo de la muchacha mas ésta, joven, ágil y con renovadas fuerzas salidas de la lucha que mantenía por  su pequeño, se zafó del brazo castigador y desafió con valentía a su marido.

     -Así lo arreglas todo ¿verdad? A golpes. Pues escucha lo que voy a decirte. Soy mucho más débil que tú y seguramente tus palizas podrán terminar con mi vida, pero nunca, nunca conseguirás que mi voluntad se doblegue ante tus malvadas intenciones. Me das asco. Me voy a buscar la medicina.

    Dicho esto la muchacha salió de la casa dando un portazo, dejando a su marido absolutamente asombrado y totalmente iracundo.

   -¡Celia! ¿Dónde vas? Vuelve a casa ahora mismo – gritó.

    Pero ella ya no podía oírlo y aunque así fuera, no le hubiera hecho el menor caso. La vida de su hijo era lo más importante.

*

  Entró en todas las boticas que encontró en su camino, pero en ninguna tenían el medicamento ni se lo podían conseguir a corto plazo. Exhausta después de recorrer media ciudad, llamó a la puerta de Alberto y le explicó su desgracia.

    -Cuando te marchaste me puse en contacto con un conocido que vive en París. El prometió enviármelo Celia, así que no te preocupes pequeña. Vete a tu casa tranquila, ya verás como todo se va a arreglar – le dijo Alberto intentando consolarla.

  Así Celia regresó a su hogar, pero solamente para ser testigo de cómo su hijito se iba por momentos. La fiebre no cedía y apenas podía respirar. Pasó la noche entera y el día siguiente al pié de la cama del pequeño, poniéndole paños fríos en la frente, suministrándole los fármacos que le había dado Alberto....pero nada parecía hacer efecto. El niño cada vez estaba peor y la muerte, sin la menor piedad, llamaba a la puerta de su casa con insistencia para llevarse al pequeño.
*
 
Al día siguiente de que Celia pasara por su casa pidiendo ayuda para su pequeño, Alberto recibió en su consulta una inesperada y sorprendente visita. Ya había terminado de examinar a sus pacientes y se disponía a recoger sus útiles y dar por finalizada su jornada de trabajo cuando su enfermera le anunció que un caballero deseaba hablar con él. Alberto se sentía cansado, pero aún así, sabiendo que era su deber como doctor, recibió a su último paciente.

Un joven al que no había visto en su vida entró en el cuarto. Aparentemente su aspecto era saludable; quizá, a simple vista, pareciera un poco delgado. Caminaba con lentitud y arrastraba una leve cojera, fuera de ello, no presentaba ninguna otra singularidad.

-Siéntese por favor – dijo el médico – y explíqueme lo que le ocurre.

El muchacho se sentó frente a él y se quitó el sombrero, al que comenzó a dar vueltas entre sus manos en un gesto que denotaba cierto nerviosismo. Como no se decidía a hablar, Alberto lo apremió.

-Pues....usted dirá.

El chico levantó la vista hacia él. Tenía unos profundos ojos negros.

-Verá.....ante todo quiero pedirle que disculpe usted mi atrevimiento.

-¿Por qué? No considero que sea atrevimiento alguno acudir a la consulta de un médico cuando uno se siente enfermo. Y si no puede pagarme, no se preocupe, mi deber ante todo es curar a los enfermos.

-Esa es la cuestión, que yo no estoy enfermo. Yo sólo estoy aquí porque busco a alguien y tal vez usted pueda ayudarme.

Alberto se puso alerta al escuchar las palabras del chico. Desde luego no tenía aspecto de malvado, ni de policía, ni de nadie que sirviera al régimen, pero ante un desconocido, toda precaución era poca.

-No sé en qué puedo ayudarle, la verdad. Me parece que es la primera vez que nos vemos y como usted sabrá, mi deber profesional me impide contarle cualquier cosa relativa a mis pacientes.

-Lo sé, y tal vez lo que estoy haciendo sea una tontería pero....ya me iba a volver al pueblo y es usted mi última esperanza.

-Hable pues, pero le advierto que no creo que tenga nada que decirle – le dijo el médico con un deje de desconfianza en la voz que no dejó de ser captada por el chico.

-Ante todo quiero decirle que puede confiar en mí. Ya sé que estas palabras pueden sonar vacías en tiempos como los que corren, pero es necesario que tenga la certeza de que yo no soy ningún espía, ni chivato, ni nada que se le parezca. Únicamente estoy en Madrid buscando una mujer que tal vez usted conozca, un antiguo amor de juventud al que, fíjese que tontería, quiero ver por última vez para despedirme de ella. Me voy a América.

-¿Y por qué piensa usted que yo la conozco?

-Porque ayer la vi salir de su casa. Llevo una semana en Madrid intentando dar con ella, pero nadie supo darme razón y es lógico. Nunca pensé que esta ciudad fuera tan grande. La única vez que salí de mi pueblo fue para luchar en el frente y nunca había visto cosa semejante, así que al segundo día de mi llegada ya me di cuenta de que mi tarea iba a resultar poco menos que imposible. A pesar de ello insistí. Pregunté aquí y allá, pero nadie sabía nada. En realidad con los escasos datos que pude darles era imposible esperar otra cosa. Se casó hace unos tres años con un hombre que servía mercancía en el colmado de sus padres, allá en el pueblo. Se vino a la capital y nunca más regresó. Ayer, de pura casualidad me pareció ver que salía de una casa. Quise alcanzarla pero mi cojera me impide correr, así que no fui capaz. Me fijé en la casa de la que la había visto salir y a ella regresé. Quise llamar pero no me atreví. Pregunté, sin embargo, quién era el propietario, y una mujer muy amable, aunque un poco sorda, me indicó que esa no era la consulta del médico, que era la casa en la que vivía, y me dio la dirección de este dispensario sin que yo se lo preguntara. Llevo toda la mañana fuera, esperando, deambulando por la calle sin atreverme a entrar, hasta ahora. La chica se llama Celia, y anoche me pareció verla salir de su casa. ¿La conoce usted?

Alberto se quedó mirando al hombre por unos segundos. Tenía que ser el hijo del señor maestro, no podía ser otro, aquél que provocaba que los ojos de Celia se iluminaran cuando hablaba de él.

-Pues lo siento, pero ninguna de mis pacientes se llama Celia; y ayer, la única visita que tuve y que efectivamente salió de mi casa caída la noche fue la de mi hermana María. Tal vez se parezca a su Celia.

La esperanza dio paso al desencanto en el rostro del joven Adolfo.

-Vaya, pues entonces siento haberle molestado – dijo levantándose del la silla y haciendo ademán de marcharse –. Y sí, su hermana, al menos de lejos, es muy parecida a la persona que busco, tanto que por unas horas, ya ve, pensé que podía ser ella. En fin, muchas gracias por su atención y buenas tardes.

-Adiós, y que tenga suerte en su búsqueda.

-No creo, ya no habrá más búsqueda. Mañana, definitivamente me vuelvo al pueblo. Tengo que preparar todo para mi partida. Muchas gracias de todos modos, ha sido usted muy amable al escucharme.

Alberto siguió con la mirada la silueta del muchacho a través del cristal y se quedó sentado detrás de su mesa durante un rato. Se sentía confundido y enfadado consigo mismo. Había mentido al chico sin motivo alguno....no, para qué engañarse, claro que había un motivo. Amaba a Celia y no deseaba que nadie se la arrebatara. Había actuado como un ser humano normal y corriente, al menos eso era lo que intentaba explicarse a sí mismo. Pero lo cierto era que Celia jamás había dejado entrever que sintiera por él algo que fuera más allá de una buena y sincera amistad, y sin embargo, sí había amado a aquel muchacho. Era probable, incluso, que todavía guardara dentro de su corazón algo de aquel amor pasado. No tenía derecho a hacer lo que había hecho y lo sabía.

Se levantó pesadamente, tomó su chaqueta del perchero y salió a la calle. Necesitaba pensar.

Al atardecer acudió a la estación. En el tren que llegaba de París alguien traía un paquete para él: la penicilina necesaria para curar al hijo de Celia. En cuanto tuvo la medicina en sus manos se dirigió con premura a la casa de la chica. Le daba igual la posibilidad de encontrarse allí con su esposo. La salud del niño era lo principal y dado el estado en el que se encontraba el pequeño el día anterior, no era cuestión de perder el tiempo.

Fue la misma Celia la que abrió la puerta y le franqueó la entrada cuando hizo sonar el timbre. Tenía los ojos enrojecidos y el rostro demacrado.

-Traigo la medicina- le dijo él.

-Esta muy mal – repuso ella con un hilo de voz – no le ha bajado la fiebre en todo el día y respira con mucha dificultad

Condujo a Alberto a la habitación de Germán. Éste dormitaba en su cama, inquieto, el rostro ardiente por la fiebre, la piel reseca, haciendo verdaderos esfuerzos por tomar aire. La situación era extremadamente grave.

El médico no perdió el tiempo y le inyectó la preciada medicina. Celia tomó a su hijo en brazos y lo meció contra su pecho. Esperaba que la penicilina hiciera efecto y en poco tiempo Germán volviera a corretear por la casa. Pero no pudo ser. Una vez más el destino le jugaba una mala pasada y su niño no volvió a despertar. Murió en sus brazos apenas unos minutos después de que el medicamento entrara en su cuerpo. Había llegado demasiado tarde.

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