sábado, 22 de abril de 2017

LA ESPOSA - NOVELA CORTA (Capítulo X)


 

  Don Justo culpó a Celia de la muerte de su hijo y de nuevo descargó toda su maldad sobre ella. Apenas le dirigía otras palabras que no fueran insultos sin fundamento alguno. La culpaba de ser una mala madre, de no haber atendido a su hijo con diligencia, de ocuparse más de pasear con el medicucho aquel que de cuidar al niño. Ella bajaba la vista y callaba. No merecía la pena rebatir aquellas crueles frases que no guardaban dentro de sí un ápice de verdad, palabras que no eran sino el reflejo de la propia actitud de quien las pronunciaba. Pero los silencios de Celia enfurecían más al hombre y en más de una ocasión, sin motivo alguno, el frágil cuerpo de la muchacha tuvo que soportar de nuevo los golpes con los que el verdugo descargaba toda su rabia.

Una noche, con el cuerpo magullado por los puñetazos y el alma encogida por los improperios, Celia decidió que no iba a aguantar más. Nada le ataba a aquel hombre, el amor jamás había existido entre ellos y ahora ni siquiera tenía a aquel hijo por el que hubiera merecido la pena soportar cualquier cosa. Metió cuatro pertenencias en una vieja maleta y se fue con la firme convicción de que nunca más regresaría a aquella casa, antes prefería morir, prefería aguantar todas aquellas torturas de las que tanto había oído hablar, antes que regresar con su marido.

Deambuló por las calles de Madrid sin saber a dónde ir, a qué puerta llamar, no conocía a casi nadie sólo.....a Alberto. Sabía que acudir a él significaba comprometerle. Sabía también, que él no le negaría su ayuda por mucho peligro que pudiera correr, pero ella no quería ser responsable de ninguna desgracia y menos para aquel muchacho al que tanto apreciaba. Mas cuando la noche fue tragando la ciudad y los miedos se apoderaron de ella, supo que no tenía alternativa. Le pediría cobijo sólo por aquella noche. Después ya se buscaría la vida.

     Llamó a su puerta con cautela, casi con miedo, pero cuando él abrió y la vio allí, no dijo nada, no hizo preguntas, no era necesario. La abrazó, estrechándola contra su pecho, y la hizo pasar.

  La cuidó durante días, sin dejar de pensar, ni por un segundo, en el chico del pueblo que había preguntado por ella. Tuvieron ocasión de charlar, de contarse sus vidas al dedillo y fue durante una de aquellas interminables conversaciones, cuando Alberto quiso sonsacarla.

-Nunca me has contado si existía alguien en tu vida cuando tus padres decidieron casarte con Justo Arribas – le dijo, a pesar de que alguna vez ya habían hablado de la existencia del Adolfo.

Ella posó en la pequeña mesita auxiliar la taza de café que estaba tomando, cruzó las manos sobre su regazo y mirando al pasado pronunció su nombre.

-Adolfo – dijo dibujando su rostro con una media sonrisa – creo que alguna vez te hablé de él.

-No lo recuerdo – mintió.

-Pues Adolfo, el hijo del señor maestro, como era conocido en el pueblo. Creo que me gustó desde que era muy pequeña, cuando empecé a acudir a la escuela unitaria. Las niñas por un lado, con Doña Carmen; los niños por otro, con don Marcelo. Y entre los niños, el más guapo de todos, el hijo del profesor, Adolfo. Era unos años más mayor que yo y desde que lo conocí me llamaron la atención sus ojos tan negros. Además era muy tierno, muy bueno, y jugaba mucho conmigo a pesar de que yo era muy pequeña y el tendría...no sé diez u once años. ¿Sabes? Nunca nos dijimos nada, me refiero a nada de lo que sentíamos el uno por el otro, pero yo creo que ambos lo sabíamos. Luego él marchó a la guerra. Fueron unos años horribles. Yo tenía mucho miedo a que no regresara, hubo tantos hombres que no volvieron.....Un buen día llegó la noticia de que lo había alcanzado un proyectil y le había dañado una pierna. Cuando volvió al pueblo todos lo recibieron como un héroe. Después....su hazaña fue cayendo en el olvido y volvió a ser el mismo de siempre, pero cojo. No tenía trabajo, nadie confiaba en que con su cojera pudiera valer para realizar ningún trabajo de provecho, así que ayudaba a su padre en las tareas de la escuela. A mí me daba igual que estuviera o no cojo, me seguía pareciendo el mismo chico tierno y sensible de siempre y me gustaba más que nunca.

Unos años después de terminar la guerra en el pueblo volvieron a organizar la verbena por san Juan. Me sacó a bailar. Nunca habíamos bailado juntos; en la verbena anterior, antes de la guerra, yo todavía era muy pequeña y mis padres no me dejaban salir de fiesta. Me gustó sentirme entre sus brazos, y su cara, tan pegada a la mía.....Aquella misma noche me enteré de que mis padres planeaban mi boda con don Justo. Y ese día, el de mi boda, fue la última vez que le vi; allí en el atrio de la iglesia, entre la gente, dando vueltas a su gorra entre las manos, nervioso. Ni siquiera pudimos despedirnos y por supuesto, no le he vuelto a ver.

-Y ahora ¿qué sientes por él ahora?

-¿Ahora? Qué voy a sentir....no lo sé. Supongo que no puedo sentir nada. Al principio, cuando llegué a Madrid, no podía quitármelo de la cabeza. Luego, con el tiempo, me fui dando cuenta de que era una estupidez pensar en él. Un día reparé en que su cara se había borrado de mi memoria. Es horrible intentar pensar en alguien y darte cuenta de que no recuerdas su rostro. Pero tal vez haya sido lo mejor. Sé que no lo volveré a ver jamás, pero siempre, siempre quedará algo de él dentro de mí, aunque ya no pueda dibujar su rostro ni siquiera con la imaginación.

*

Alberto se puso en contacto con los camaradas que podían ayudar a Celia a salir del país. Tenían de urdir un plan seguro en muy poco tiempo. Era necesario que huyera pronto, pues la amenaza de Don Justo se cernía sobre ellos cada vez con más fuerza. Celia permanecía encerrada en casa del médico desde el mismo instante en que se había atrevido a solicitar su ayuda, pero a pesar de ello sólo era cuestión de tiempo que su marido diera con su paradero; de hecho, el médico había tenido ocasión de verle, más de una vez, deambulando por los alrededores de su consulta.

En menos de un mes los camaradas de Alberto, amigos con los que había luchado codo con codo durante la guerra y que en aquellos momentos trabajaban en el exilio, trazaron un plan para sacar a la muchacha de España por Portugal. Una vez allí, embarcaría en Lisboa rumbo a Argentina. Se le consiguió pasaporte falso y los necesarios salvoconductos. Pero cuando ya todo estaba a punto para la huida, un nuevo tropiezo casi da al traste con sus planes.

 *

     Mientras llegaba el día de la marcha de Celia, Alberto intentaba llevar una vida completamente normal. La misma existencia apacible de siempre que jamás levantaría sospechas de ningún tipo. Marchaba a su consulta todas las mañana dejando a Celia sola en casa. Mientras él atendía a sus pacientes, ella se entretenía como podía, generalmente leyendo algún libro o escribiendo en un cuaderno historias que se le ocurrían, momentos con los que soñaba, imágenes de su vida al otro lado del océano que se empeñaba en recrear sobre el papel, como si ya formaran parte de unos recuerdos que todavía no existían.

Aquella mañana todo había transcurrido con normalidad. Apenas unos minutos después de que Alberto saliera hacia el dispensario, alguien golpeó con fuerza la puerta de la casa. El corazón de Celia comenzó a latir tan fuerte que parecía querer escapar de su pecho. Se acercó a la ventana y miró con cautela a través de la cortina. Con desesperación pudo comprobar que eran dos hombres uniformados los que daban semejantes golpes. Asustada se apoyó en la pared e intentó que su corazón se calmara para aparentar normalidad. No dejaban de aporrear la puerta así que no le quedaba otra opción que abrir y así lo hizo. Los hombres, dos guardias civiles, entraron en la casa y la esposaron sin darle ninguna explicación. Detrás de ellos, como no, su marido.

     -Vaya, vaya, vaya, por fin te he encontrado.

     Celia no dijo nada, sólo lloraba con desesperación, maldiciendo su suerte. Su huida estaba programada para dos días más tarde, no podía ser que un nuevo fracaso marcara su vida.

     -Desde el principio sospeché que estabas aquí – prosiguió su marido – pero me ha sido difícil asegurarme. Habéis sido prudentes tú y el medicucho ese. Si, ciertamente reconozco que  habéis tenido mucho cuidado, pero aún así, ya ves, yo siempre acabo haciendo de las mías – soltó una estúpida risa y se acercó a su mujer.

     -Te he denunciado por adúltera ¿sabes? – dijo echándole el alcoholizado aliento en la cara – y te van a llevar a la cárcel. Nunca pensé, con lo estúpida que eres, que llegaras a liarte con ningún tipo, aunque seguramente él será igual de idiota que tú. Ahora vais a pasarlo muy bien los dos, pero por separado, es una lástima que no podáis estar juntos, seguro que te encantaría estar a su lado para ser testigo directo de las palizas que van a propinarle, seguro que te encantaría deshacerte en cuidados con él en esos momentos ¿verdad Celia? Llevárosla, y luego vamos a por él.

     -¡No! – grito la chica – ¡A él no le hagas nada, por favor! Yo le metí en esto, él no tiene culpa de nada. Además, entre Alberto y yo no hay nada de eso que tú piensas.

     -Cállate estúpida. Él tiene tanta culpa como tú en todo esto y recibirá su merecido igual que tú.

     Se la llevaron al cuartel sin hacer el menor caso de sus súplicas, mientras otro grupo de guardias, con Don Justo a la cabeza, se dirigía a la consulta de Alberto para detenerle. Ambos correrían la misma suerte

      Quiso Dios, el. azar, la providencia, o lo que fuera, que aquella mañana, antes de llegar a su consulta, Alberto se percatara del olvido en casa de ciertos útiles de su profesión que guardaba siempre  en su maletín. Como le eran absolutamente necesarios no le quedó más remedio que dar media vuelta y regresar al hogar en su busca.

Jamás sabría encontrar explicación a la extraña inquietud que sentía al desandar el camino previamente andado. Presentía que algo terrible iba a ocurrir. Por eso no se sorprendió cuando al doblar la esquina que conducía a su casa divisó a dos guardias civiles aporreando la puerta y a Don Justo detrás de ellos. Su primera reacción fue acudir en ayuda de Celia, pero de inmediato se dio cuenta de que esa no era la mejor solución. Haciendo acto de presencia en la casa sólo conseguiría que se lo llevaran a él también y necesitaba estar libre para poder auxiliarla. No obstante, estaba claro que tenía que actuar con premura. Aquella gente no se andaría con contemplaciones y Celia se encontraba en serio peligro.

Desde el portal en el que se había escondido vio pasar a la muchacha escoltada por los gerifaltes que la habían detenido. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no salir de su improvisada guarida. Finalmente lo hizo cuando hubo pasado un tiempo prudencial ,y se puso manos a la obra para rescatar de Celia del infierno en el que estaba a punto de caer.

*

     La metieron en un húmedo y mugriento calabozo donde dormitaban otras dos muchachas. Olía a sudor rancio y a orín y la semioscuridad apenas le permitió distinguir el único catre en el que estaban echadas las dos chicas. Celia se sentó en el suelo, apoyando su espalda contra la pared, y comenzó a sollozar.

    -¿Por qué lloras? – le preguntó una de las jóvenes – No llores tanto, que cuando estás aquí es que algo habrás hecho.

    No obtuvo contestación, sólo consiguió que el llanto de Celia se hiciera más intenso.

    -Pues mucho te queda por llorar – insistió la mujer – si crees que aquí te van a tratar como a una princesa estás equivocada. No somos más que mierda y como mierda nos tratan.

    -No seas perra – la reprendió la otra – sabes muy bien que en este país no hace falta hacer mucho para verte aquí. No llores muchachita y no le hagas caso a ésa, está amargada y le gusta fastidiar a todo el mundo. Anda ven, siéntate aquí.

    -No quiero, no quiero nada, sólo me quiero morir,¡solo morirme!

Las otras la dejaron en paz y ella continuó llorando en silencio, hasta que sus ojos se secaron y se quedó dormida sobre el suelo.

    *

Los días pasaban despacio y Celia continuaba en el calabozo con las otras dos chicas. Apenas hablaba ni probaba bocado de la escasa alimentación que le proporcionaban. Se pasaba todo el tiempo echada en el catre, oyendo sin escuchar las conversaciones de sus compañeras, observando las ratas deambulando por la celda. La vida había dejado de tener sentido para ella, ya nada importaba. Sin su hijo, sin amigos, abandonada en aquel tugurio maloliente y bajo las garras de su marido ¿qué le quedaba por esperar? La respuesta era fácil, nada, la nada más absoluta. Una vez más pensó que lo mejor sería que Dios se la llevara. Si tuviera el valor y los medios necesarios se hubiera matado ella misma, pero le faltaban ambas cosas. La reconfortaba pensar que presumiblemente pronto acabarían sus días, pero a su vez, la horrorizaba imaginar los sufrimientos por los que tendría que pasar antes de morir.

La voz de la carcelera la sacó de su ensoñación.

    -¡Celia Montes!

     Se levantó pesadamente y se acercó a los barrotes.

    -Soy yo – dijo con voz débil.

   -Pues venga, te reclaman, tienes que salir.

    La mujer abrió la verja y la sacó de allí.

   -¿Qué pasa? ¿Qué me van a hacer? ¿Por qué me sacan de aquí?

   -Deja de hacer tantas preguntas y camina. Yo no sé nada, a mí sólo me han dicho que te saque de aquí.

    La metió en un cuarto vacío parecido al cuchitril en el que habían transcurrido sus últimos días y allí permaneció esperando un buen rato. Una sensación parecida al miedo la invadió. Seguramente el final estaba cerca y a pesar de haber deseado la muerte tantas veces, en el fondo no quería morir. Sentía que era joven, que si la vida no le había sonreído hasta el momento, tal vez el futuro fuera diferente y pensaba que tenía derecho a vivirlo. Apenas podía creer que se le negara la oportunidad de beber la vida hasta el final.

Escuchó entonces unos pasos que se acercaba apresuradamente, el ruido del cerrojo al correrse y el chirrido sordo de la puerta al abrirse. Un guardia la sacó de nuevo de allí y se la llevó con él sin pronunciar palabra. Caminaban hacia la salida. Por momentos el miedo de la muchacha se convertía en pánico, no entendía qué estaba ocurriendo.

De pronto se vio fuera . La luz del día la cegó, pero se sintió mejor respirando el aire libre en lugar del enrarecido de la celda. El sol lucía en todo su esplendor y pensó que era una mañana demasiado hermosa para morir. Apenas unos segundos duró su libertad, pues al instante la metieron en la parte de atrás de un camioneta que partió con rumbo desconocido. Dos guardias la custodiaban, dos hombres que apenas la miraban y a los que no se atrevió a preguntar qué tenían pensado hacer con ella. Su miedo y su desconfianza se fueron calmando poco a poco.

El vehículo continuaba su ruta. Le pareció extraño que el viaje durara tanto. Si tenían pensado ejecutarla seguramente habrían tenido que llegar ya al lugar indicado. Tal vez sólo se tratara de un cambio de ubicación. Quizá la trasladaran a otro penal más alejado de la ciudad. En todo caso se sintió bien, pues aquellos caballeros que la acompañaban se portaban como eso, como caballeros y en ningún momento hicieron ademán alguno de insultarla o maltratarla. El traqueteo de la camioneta hizo que poco a poco la fuera venciendo el sueño.

    Cuando por fin despertó, el vehículo se había detenido. Estaba sola en el recinto en el que había viajado. Fuera había caído ya la noche y se escuchaban voces. Celia aguzó el oído pero no fue capaz de entender ni una sola palabra. De repente la lona que cubría la parte posterior de la camioneta se levantó y alguien la instó a bajar del coche. Al hacerlo, y a pesar de que la oscuridad lo envolvía todo, le pareció distinguir que se encontraban en medio de un bosque. Alguien el dio un pequeño empujón.

-¡Camina! - le dijo una voz masculina – no tenemos toda la noche.

Hizo lo que le ordenaban y se adentró en el bosque. El miedo volvió a hacer acto de presencia. Estaba casi segura de que la iban a ejecutar. Pensó en su hijo, en que pronto podría reunirse con él, pero ni siquiera esa perspectiva logró calmar un poco su ánimo. Pronto llegaron a un claro de la espesura en medio del cual se levantaba un refugio de pastores. El hombre que iba delante de ella empujó el viejo portón de madera y la hizo entrar. La estancia estaba iluminada por la débil luz de un candil. Al fondo, alguien estaba esperando.

    -Aquí te la traemos – dijo el que la había guiado hasta allí – A partir de ahora tened mucho cuidado.

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