miércoles, 15 de abril de 2015

NOVELA POR ENTREGAS - LA PENSIÓN DE LA MEDIA ESTRELLA CAPÍTULO VI




La pensión fue tomada por una caterva de obreros, uno de los cuales no pasó desapercibido a ojos de doña Silvana. Era un hombre mas bien de baja estatura, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo, con el pelo blanco y una prominente verruga en la punta de la nariz que en opinión de Silvana le daba un toque muy varonil. Trabajaba en silencio y con mucho empeño, y tenía escasa relación con sus compañeros. Ella pensaba que guardaba un secreto dentro de sí y aquello le hacía admirarlo profundamente.
Un día en el que se encontraba sola en la pensión, cuando los trabajadores recogían sus cosas y se disponían a marchar hasta el día siguiente, Silvana invitó al hombre a una cerveza.
-Hace calor – le dijo con voz sensual y sugerente, aunque estaban en febrero y el calor que hacía era más que soportable - ¿le apetece una cerveza?
El hombre la miró asombrado ante semejantes confianzas y a continuación la obsequió con una sonrisa que le daba a su cara un aspecto simiesco, dejando a la vista una dentadura amarillenta y estropeada por la piorrea que, no obstante, a nuestra protagonista le pareció celestial. El caballero aceptó el ofrecimiento de buena gana, pues hacía muchísimo tiempo que nadie lo invitaba a nada, ni siquiera a una mísera cerveza, y se sentó a la mesa de la cocina en la que, además de la bebida, Silvana había puesto unas olivas.
-Y dígame – se atrevió a decirle -¿por qué no me cuenta ese secreto que tiene tan bien guardado?
Ante tan extraña pregunta, el hombre estuvo a punto de salir corriendo. Estaba claro que aquella mujer no estaba bien de la cabeza, el no tenía ningún secreto y aunque lo tuviera, desde luego que no tenía intención de contárselo a una desconocida. No obstante aguantó el tipo y como se sentía tan solo, decidió darle un poco de conversación a aquella horrenda mujer que, vestida con una blusa roja de gran escote, le enseñaba con clara provocación el canalillo de sus tetas.
-Yo no tengo ningún secreto – le respondió por fin – sólo tengo una vida solitaria e insulsa, fruto de mi mala cabeza y de mis peores acciones.
-Ah bueno, pues cuente, cuente, soy todo oídos.
El hombre se seguía preguntando por qué diablos aquel esperpento quería saber su vida, ¿sería tal vez porque su lozanía había despertado los sentidos dormidos de aquel engendro? Fuera por lo que fuera, de repente vio una excelente oportunidad para recuperar la comunicación perdida con el género humano y sin más preámbulos comenzó su relato vital.
-Pues verá usted,- empezó el hombre- comenzaré presentándome. Soy José López Pérez, ya ve que nombre más simple, como simple fue mi vida hasta que se me ocurrió hacer lo que hice. Yo era un hombre modesto y trabajador. Vivía con mis padres en la calle del Medio en una corrala, ya sabe, esas edificaciones de vecinos donde compartíamos muchas cosas, desde el baño hasta a veces la propia intimidad. No me importaba, yo era feliz. Trabajaba de peón caminero, no ganaba mucho, pero tampoco tenía demasiadas necesidades. Un día conocí a Margarita y me enamoré de ella como un idiota. Margarita era enfermera y trabajaba en el hospital psiquiátrico. Una muchacha bella y culta. Tenía un pequeño defecto y es que cojeaba debido a una polio que había padecido de pequeña. También tenía la boca un poco torcida y un perro le había arrancado una oreja, pero a mi me daba igual, para mí era la más bella del mundo. La veía todos los días en el autobús, cuando regresaba a casa del trabajo. Un día me bajé con ella y la seguí. No supe ser muy discreto y enseguida se dio cuenta. Volvió la cabeza y yo me paré; a ella le entró miedo y empezó a correr, aunque debido a su pertinaz cojera no consiguió llegar muy lejos. Cuando la alcancé le declaré mi amor de carrerilla. Ella, pensando que me burlaba, me mandó a tomar por el culo y siguió su camino. Ante semejante negativa decidí escribirle una carta declarándome de nuevo y afirmándole que mis intenciones eran buenas. Aquella misiva fue un revulsivo, pues al día siguiente de recibirla se acercó a mí en cuanto subió al bus y me empezó a contar sus planes de matrimonio conmigo. Esa carta, fíjese lo que le digo, fue el primer error que cometí. Estaba llena de mentiras. Entre otras cosas le contaba que tenía mucho dinero y que a mi lado podría disfrutar de los mayores lujos que pudiera imaginarse. Es evidente, pues, que si se acercaba a mí era por mi supuesta fortuna, una fortuna que no poseía, como tampoco tenía posibilidad de ganarla. Pero estaba tan enamorado que me cegué, me dejé llevar por mi propia mentira y ahí empezó mi declive. Acepté casarme con ella, con lo cual lo primero que tuve que hacer fue vestir de aparente verdad mis embustes. Tuve que pedir un préstamo que me permitiera cambiarme de casa y pagar una boda y un viaje de novios que no estaban al alcance de cualquiera. Compré un piso de lujo en la mejor zona de la ciudad, nos casamos por todo lo alto, aunque el menú tuvo que ser bastante simple, pues de lo contrario no me quedarían fondos para pagar la luna de miel a las Malvinas, como ella deseaba, y en la boda tuvimos que comer callos y patatas fritas con huevos, que a mí me encantan, pero que no es menú para un bodorrio y dio mucho que hablar.
A la vuelta de nuestro viaje fue cuando Margarita cambió. Dejó de ser la esposa cándida y amorosa para convertirse en una mujer fría y sin escrúpulos. Empezó a decir que mi sueldo no llegaba a nada y que tenía que pedir un aumento. Yo le había ocultado mi verdadera profesión, ella creía que trabajaba de jefe de mecánicos en una conocida casa de venta de vehículos y claro, esperaba más dinero del que en realidad ganaba. Yo hacía mis números, para lo que me tuve que comprar una calculadora porque las matemáticas nunca fueron mi fuerte, pero las cuentas jamás me salían, ni con calculadora ni sin ella. Tan desesperado estaba que se me ocurrió un plan tan absurdo como descabellado y que estaba desde el principio abocado al fracaso. Recorrí las casas de ventas de coches y utilizando las más burdas triquiñuelas conocí a los jefes de mecánicos con la intención de suplantar a alguno de ellos matándole y haciéndome pasar por él. Finalmente me decidí por un hombre más o menos de mi edad, callado y reservado y, al igual que Margarita, con una leve cojera. Me informé de todo lo relacionado con su vida. Pude saber que era soltero y que vivía solo en un apartamento junto a la playa, lo cual era perfecto pues nadie se interesaría por él, o al menos eso creía yo. Lo vigilé durante unos días y una tarde en que se encontraba solo en el taller finalmente puse mi plan en marcha. Entré y le pedí una lata de aceite para el coche y cuando se dio la vuelta para buscarla, cogí un extintor y le di un golpe en la cabeza. Cayó al suelo sangrando como un cerdo. Lo envolví en una manta, lo metí en el maletero del coche y después de limpiar como pude los restos de sangre lo llevé a un descampado y allí abandoné el cuerpo. Luego, desde una cabina llamé al taller y haciéndome pasar por él, les dije que me ausentaría durante unos días, pues me habían llamado de un hospital americano para corregirme la cojera y de paso hacerme la cirugía estética.
Pasé quince días muy nervioso. Por un lado, estaba muy pendiente de la prensa, por si acaso publicaban la noticia de que un hombre había aparecido muerto en un descampado, cosa que nunca ocurrió. Por otro lado me daba miedo el momento de incorporarme a un trabajo sobre el que no tenía ni la menor idea, pero claro, tuve que hacerlo. Pasados los quince días aparecí por el taller haciéndome pasar por mi víctima, que se llamaba Casimiro. Los demás empleados se quedaron mirándome como idiotas, no hace falta decir la causa. Tuve que explicarles que me habían operado la pierna para corregir mi cojera y que de paso me habían hecho la cirugía estética, puesto que habían observado que era muy feo y que eso, en el futuro, podría acarrearme graves problemas psicológicos. No contaba yo con que uno de mis subordinados, un muchacho muy observador y avispado de nombre Juan Onofre, no se tragara mi mentira y me preguntó, mirándome con expresión detectivesca, que por qué me habían dejado esta horrible verruga que adorna mi nariz.
-Vaya cirujanos de mierda – dijo con socarronería – antes eras feo, pero ahora te han dejado precioso.
Como no encontré argumentos para justificar aquel lamentable fallo médico dije que era muy tarde y que había que ponerse a trabajar , con lo cual cada uno se fue a su puesto. Yo me dediqué a vigilarlos. Como era el jefe, ninguno se atrevía a mandarme trabajar , aunque yo me daba cuenta de que Juan Onofre no cesaba de observarme por el rabillo del ojo, seguramente para pillarme a la menor oportunidad que yo le diera. Así estuve más o menos durante dos meses. Mis sueldo aumentó considerablemente y Margarita estaba contenta por ello, aunque por otro lado, tenía una expresión de preocupación en su rostro a la que yo no encontraba explicación.
Una tarde, estando en el taller solos Juan Onofre y yo, se presentaron dos trabajos urgentes que había que llevar a cabo en el acto.
-Jefe – me dijo con ironía – un coche lo arreglo yo y el otro usted.
Yo, que nunca había tocado un motor, cogí el toro por los cuernos y me puse manos a la obra. Desmonté, limpié, saqué, metí, hice y deshice y cuando finalmente volví a montar el motor de nuevo, vi que me sobraban dos o tres piezas. Las escondí para que el joven Onofre no las viera y me metí en el coche para ver si funcionaba. No se puede usted imaginar el alivio que sentí cuando al darle al contacto escuché el ruido del motor. El coche funcionaba y aquellas piececillas de nada seguramente serían inservibles.
A la mañana siguiente me extrañó ver un gentío arremolinado a la puerta del taller. En cuanto yo me aproximé se hizo el silencio. Todos los jefazos estaban allí, más dos coches de la policía. Las piernas comenzaron a temblarme. Juan Onofre me señaló cual Judas señalando a Jesús.
-Ese es – dijo.
Un policía se acercó a mí con intención de ponerme una esposas, mas el director del concesionario lo detuvo.
-¿Es usted Casimiro Antares? - me preguntó.
-Si señor, yo soy – respondí.
Entonces hizo un gesto y apareció ante mí lo que jamás hubiera esperado ver. Mi mujer empujando una silla de ruedas en la cual iba sentado el verdadero Casimiro Antares al que yo no había conseguido matar, simplemente había quedado tonto. Yo no entendía nada, pero me lo explicaron enseguida. El coche que yo había creído arreglar el día anterior no era más que una trampa. Hacía tiempo que sospechaban que ni yo era Casimiro, ni era mecánico. La prueba de que no era mecánico la habían conseguido el día anterior, con aquel maldito coche que yo no había conseguido reparar, aunque yo creyera que si. La prueba de que no era Casimiro fue mucho más compleja y fruto de la casualidad. Porque dígame usted si no es casualidad que yo fuera a elegir para suplantar al amante de mi mujer. Casimiro y Margarita eran amantes, se habían conocido en la asociación de cojos a la que ambos pertenecían. Margarita empezó a sospechar que algo raro ocurría el día en que Casimiro no acudió a su cita. Entonces llamó al taller y le contaron la absurda historia que yo me había inventado para justificar la ausencia del pobre hombre. Ella no se la tragó, y después de pasados unos días en los que esperó a ver si Casimiro daba señales del vida, se dedicó a investigar. Lo primero que hizo fue hurgar en los hospitales. No tuvo que hacerlo durante mucho tiempo. Encontró a su amor en el hospital de Caridad, a donde un mendigo lo había llevado, después de encontrárselo en el descampado medio muerto. Fue entonces cuando mi esposa llamó de nuevo al taller para darles la noticia. Le contestaron que era imposible, que Casimiro estaba allí trabajando, sin cojera y con una nueva cara, como había dicho él mismo. Mi mujer fue un día por allí y comprobó que el que se hacía pasar por su amante era yo. Huelga decir que, descubierto el cotarro, a mí me detuvieron y mi mujer me dejó. Me cayeron quince años de cárcel, de los que cumplí doce. Salí hace unos meses y aquí me tiene, sólo, sin familia, sin amigos.... pero bueno, con el consuelo de que una dama tan gentil como usted se digne a invitarme a una cerveza.

Silvana se quedó asombrada ante el magnífico relato que acababa de escuchar y definitivamente se sintió enamorada de aquel criminal arrepentido, como hacía años lo había estado de aquel gitano que la abandonó. Estaba claro que la atraían los hombres con problemas, no obstante esta vez era distinto. Todos nos merecemos una segunda oportunidad y José también. Ella estaba dispuesta a dársela y a hacer que Margarita quedara relegada al mundo de los recuerdos. Después de haberle contado ella también su vida, la que todos conocemos, el hombre se levantó cansinamente de su silla y se dispuso a marchar.
-¿Y ahora dónde vive? - le preguntó Silvana - ¿sigue conservando el piso?
-Que va , el piso lo vendí para poder pagarle la indemnización a Casimiro, duermo en un banco del parque.
- De ninguna manera va usted a dormir a la intemperie -dijo Silvana con compasión -Ahora mismo no tengo habitación libre debido a las obras, pero puede usted dormir en el sofá de la sala.
José se lo agradeció en el alma, le dijo que tenía que salir a arreglar unos asuntos y que en una o dos horas regresaría. Silvana lo miró marchar, ilusionada. Estaba segura de que iba a iniciar un romance, pero no lo haría público hasta que la cosa estuviera consolidada. Después de la acostumbrada tertulia, cuando los demás marcharon a sus respectivas habitaciones, ella abrió el sofá-cama de la salita y lo preparó para que José pudiera pasar la noche en él.
Entretanto, José paseaba por la calle pensando en lo ocurrido aquella tarde. Había vaciado su corazón y su alma con una desconocida que estaba loca por él, se le veía a las leguas, por eso tenía que ser muy cauto. No quería que aquella mujer con cara de caballo interpretara mal sus gestos o sus palabras. Él no quería saber nada de mujeres. Las odiaba hasta el punto de no acudir a ellas ni para satisfacer sus necesidades sexuales. Se limitaba a comprar revistas guarras cuya visión era suficiente para hacer que se entregara con fruidez a los placeres solitarios. Lo mejor sería no hacerle demasiado caso a Doña Silvana, así se iría desengañando.
José se fumó un último cigarrillo antes de entrar en la pensión. La perspectiva de dormir al calor le animaba bastante. Fue directo a la salita, donde se introdujo entre las confortables mantas y se quedó dormido en menos que canta un gallo.
*
Paco se despertó a las cinco de la mañana con unas tremendas ganas de orinar, debido, probablemente a las cinco o seis cervezas que se había tomado la tarde anterior. Tan pronto como abrió la puerta de su cuarto para ir al baño, escuchó los ronquidos. Sus sentidos se agudizaron cual animal vigilante. Fuera lo que fuera el ser que emitía aquellos horrendos sonidos, se había colado en la casa sin formar parte de ella y merecía su castigo. No podía permitir que terminara destrozando a los demás habitantes. Dio dos o tres volteretas sencillas en dirección a la salita y, en la penumbra, pudo distinguir un bulto echado en el sofá. A tenor de los bramidos que brotaban de aquel ser, no cabía duda de que se trataba de una fiera, tal vez de una especie desconocida, pues jamás había escuchado bufidos semejantes. No se lo pensó mucho. Cogió una estaca y con ella comenzó a atizar al bulto sospechoso semejantes golpes que al pobre José casi le da un infarto del susto y del dolor.
-Toma fiera, toma fiera- escuchaba el hombre sin poder articular palabra, mientras caía sobre él tan ingente cantidad de palos que por un momento pensó que aquello era el fin.
Finalmente sacó fuerzas de flaqueza y comenzó a gritar pidiendo ayuda. A sus voces Paquiyo cesó en los golpes y los demás acudieron en su ayuda, aunque no les quedó mucho más que hacer que llamar a una ambulancia, dado el deplorable estado en que se encontraba el hombre.
Una conmoción cerebral, dos costillas rotas y una luxación en un hombro fue el resultado de la brutal paliza. José quedó ingresado en el hospital con pronóstico reservado. Los médicos preguntaron a Silvana qué le había ocurrido a aquel muchacho para presentar tan lamentable aspecto, a lo que ella respondió que se había caído por la escalera. Tan exigua explicación no convenció a los doctores, que sospechaban que la cara de caballo aquella había vapuleado al hombre en medio de un encuentro sexual clandestino, no obstante como la versión de la mujer fue corroborada por el lesionado, dejaron de hacer preguntas.


-Que conste -dijo José a Silvana – que no culpo a su hijo por lo bien que usted se está portando conmigo, si no ya lo hubiera denunciado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario