domingo, 12 de abril de 2015

NOVELA POR ENTREGAS - LA PENSIÓN DE LA MEDIA ESTRELLA V

       Regresa el hijo de Silvana, Paquillo y nos cuenta su singular vida.


Aquella noche el sueño de Antoñito fue inquieto y desasosegado, por eso cuando Silvana acudió puntual a avisarle para que se levantara, fingió continuar con su imaginario malestar estomacal y le pidió por favor que avisara a Don Ángel de que no pasaría por la agencia debido a lo que probablemente era una gripe galopante de esas que afectan al aparato digestivo. Silvana dio el recado a Don Ángel al instante, percatándose el hombre de su metedura de pata. Lo había asustado, pero no lo había podido evitar. Saber que el hombre que amaba estaba enamorado de otra mujer le partió el corazón. Estaba visto que el amor no era lo suyo. Por segunda vez se le negaba el derecho a ser feliz. Sintió tanta pena de si mismo que se echó a llorar cual adolescente despechado. Sólo los quehaceres de la mañana fueron capaces de mitigar un poco su desdicha.

Antoñito no acudió a trabajar en varios días, durante los cuales no dejó de meditar y de darle vueltas al asunto que le atormentaba, hasta que finalmente llegó a una conclusión que consideró sumamente acertada. Él no conocía los placeres propios de la fornicación y aunque nunca había entrado en sus planes tener amoríos con otro hombre, tal vez fuera el momento de probar, simplemente por eso, por probar, por saber lo qué se siente cuando uno se entrega a otro. Sería sincero con su amigo, le diría que aceptaría tener sexo con él para aprender. Por eso una noche acudió de nuevo a su alcoba. El otro lo recibió tímida y humildemente, dispuesto de pedirle disculpas por su comportamiento, pero no le dio tiempo. Antoñito soltó de carrerilla lo que llevaba preparado, ante la estupefacción de Ángel al que, al escuchar semejante proposición, se le nubló el entendimiento. Ni que decir tiene que accedió gustoso. Era su oportunidad. Tenía que hacerlo tan bien que Antoñito se olvidara de Dolores para siempre. Así que no perdió el tiempo y allí mismo lo besó con pasión, mientras le reventaba los botones de la camisa para acariciar su peludo pecho. Antoñito se dejó llevar, se dejó arrastrar por la pasión y su amigo le hizo sentir placeres jamás disfrutados, ni siquiera imaginados.
*
Las dos mujeres no dejaron de mostrar su extrañeza ante la falta de asistencia de los muchachos, una vez más y ahora que Antoñito ya estaba mejor, a la acostumbrada tertulia nocturna. Estuvieron esperando hasta cerca de las dos de la mañana, hora a la cual se retiraron a sus respectivas alcobas. Pero su sorpresa fue todavía más grande cuando a la noche siguiente tampoco hicieron acto de presencia, ni a la siguiente, ni a la otra tampoco. Ante el asombro de las dos mujeres, Angel y Antoñito salían de la pensión bien temprano y cuando regresaban, al anochecer, se metían en sus respectivas habitaciones y no se volvía a saber nada de ellos.
Fue al sábado siguiente cuando, sin buscarla, encontraron la respuesta. Los muchachos habían comido en la pensión, sin mirarse, en silencio, mas ni una ni otra se atrevió a preguntarles qué les ocurría. Después ambos se sentaron en la salita a disfrutar un rato de las supinas estupideces que echaban en la televisión. No parecían estar enfrentados, mas no se dirigían la palabra. Dolores invitó a Silvana a dar una vuelta por la ciudad, aprovechando la magnífica primavera de la que estaban disfrutando. Salieron pues a dar el paseo deseado, charlando sobre sus cosas. Dolores contaba que se había comprado un conjunto de lencería de lo más mono, de encaje, color rojo pasión, mientras la otra sonreía como una boba, pensando para qué rayos aquella mujer que no había conocido todavía el calor masculino se compraba semejante ropa interior. Luego fue ella quien relató a su amiga como había conseguido una crema para el cutis, carísima, pero de lo mejorcito, de esas que te dejan el rostro terso y suave. Esta vez era Dolores la que sonreía, mientras se decía a sí misma que por mucha crema que se diera la pobre Silvana, aquella cara entre caballo y sapo no había quien se la cambiara. Entre charla y charla, tomaron un helado y cuando el sol empezaba a ponerse emprendieron el camino de regreso. Cuando llegaron, la puerta de la pensión estaba abierta, como siempre, más al poner el pie en la primera escalera que conducía al interior escucharon una respiración jadeante y pararon en seco. Se miraron entre alarmadas y divertidas.
-Entremos despacio - dijo Silvana con aire detectivesco – aquí hay gato encerrado.
Así lo hicieron. Los jadeos procedían de la salita. De vez en cuando se dejaba oír algún gemido pasional que se hacía más fuerte según se iban acercando. Finalmente entraron en el cuarto y pudieron contemplar la dantesca escena que las dejó estupefactas. Don Ángel, sentado cómodamente en el sofá, sostenía en sus rodillas a Antoñito mientras se besaban. Antoñito estaba desnudo y con sus enormes atributos empinados cual mástil de bandera al viento. El otro se los acariciaba, a veces suavemente, a veces con una bravura que hacía que el muchacho se derritiese de gusto. No se percataron de la presencia de las mujeres y durante un rato continuaron a lo suyo. Don Ángel se metió la mano en la bragueta del pantalón y liberó su miembro, que era más pequeñito y morcillón que el de Antoñito. A éste la faltó tiempo para corresponder a las sensuales caricias de su amigo con otras semejantes. Las mujeres, que llevaban muchísimo tiempo sin catar varón, Dolores, concretamente, no lo había catado jamás, dudaban si retirarse silenciosamente, si pedir a aquellos dos que las dejaran unirse al festín, pues tanto una como otra, empezaban a sentir humedades en salva sea la parte. Pero un gemido reprimido de Silvana los sacó bruscamente de la vorágine sexual en la que estaban sumergidos. Los dos se separaron y se apresuraron a tapar sus vergüenzas. Durante un rato ninguno de los cuatro supo qué decir. Luego Silvana los animó a seguir.
-Por nosotras no se corten, continúen, continúen ¿verdad, Dolores?
Ésta, que no podía apartar su mirada de la pasional pareja, asintió tenuemente con la cabeza, mientras un hilillo de baba resbalaba por su barbilla. Los otros, tan excitados estaban que les hicieron caso y continuaron con su juego erótico, animados todavía más al saberse observados, hasta llegar al clímax final, momento en el cual, las mujeres rompieron a aplaudir, cual si hubieran sido espectadoras del más maravilloso espectáculo.
*
Despejadas pues las dudas sobre los amoríos de Antoñito, tranquila Dolores ante la evidencia de su equivocación y felices por la nueva pareja, la vida volvió a su rutina diaria, hasta que una lluviosa y gris tarde de invierno, un nuevo personaje apareció en escena. Silvana había salido a hacer unos recados dejando la pensión a cargo de una vecina. Fue precisamente en ese intre cuando apareció el muchacho. Debía de rondar los treinta años, baja estatura, cuerpo atlético y cara de búfalo salvaje, el hombre entró en la pensión como perico por su casa, e ignorando a la pobre mujer que lo miraba asombrada desde la recepción, se dirigió a la cocina como si esperase encontrar allí aquello que venía buscando. Desconcertado salió de la estancia y finalmente reparó en la mujercilla que no le quitaba ojo desde detrás del viejo mostrador.
-¿No está Silvana? - preguntó.
-Ha salido a hacer unos recados, vuelve enseguida, pero si lo desea le puedo atender yo.
-No es necesario muchas gracias, la esperaré.
No pasarían ni diez minutos cuando la dueña de nuestra pensión regresó al hogar. En cuanto entró y vio al hombre, las bolsas se le cayeron al suelo y las lágrimas asomaron a sus ojos.
-¡Paquiyo! Hijo mío ¿eres tú?
El muchacho se levantó de su asiento y abrazó a la mujer con fuerza. Un nudo en la garganta le impedía pronunciar palabra. Después de recorrer prácticamente el mundo entero, de conocer las mieles del éxito, pero también la amargura del fracaso, por fin se encontraba de nuevo en su casa. Por fin podía abrazar de nuevo a aquel ser que ahora estrechaba con ternura y que tanto había recordado en su trotar por el mundo: su madre.
Aquella noche la tertulia tuvo un nuevo miembro. Silvana presentó con orgullo su hijo a sus amigos, que se mostraron encantados de conocerlo, sobre todo Dolores, a la que no pasó desapercibida la buena planta de muchacho, a pesar de que apenas medía unos centímetros más del metro y medio. Su madre le pidió que, ante tan exquisita audiencia, tuviera por bien relatar las andanzas que lo habían retenido lejos de la ciudad tantos años. Paquiyo, acostumbrado como estaba a ser el centro de atención de aglomeraciones mucho mayores que aquel exiguo público, no tuvo inconveniente en deleitarles con sus aventuras y después de un leve carraspeo, comenzó su relato.
-Como sabréis, pues seguro os lo habrá contado mi madre, siempre sentí una especial atracción por el mundo del circo en general y del contorsionismo en particular. Me gustaba tanto que hice de ello el “leiv motiv” de mi vida – en este punto su madre sonrió y miró de soslayo a los demás, buscando un gesto que delatara la admiración de sentían por la formidable oratoria del muchacho, como en su día habían hecho con Antoñito, sin embargo no lo encontró y siendo así, continuó escuchando – Y cuando aquella pandilla de titiriteros acudió a la ciudad y se interesaron por mis habilidades, no dudé ni un momento en emprender mi aventura a su lado, pensando haber encontrado la gran oportunidad de mi vida. Craso error, se lo puedo asegurar. Me hicieron creer que el mundo entero sería espectador de nuestro espectáculo, pero nada más lejos de la realidad. Aquella postal que le envié, madre, no le llegó desde Pekín, sino desde Almendralejo, aquí al lado, pero la engañé porque me dada vergüenza reconocer mi fracaso. Esos malditos titiriteros casi no me dejaban actuar, me trataban como un esclavo y sólo en los entreactos de su nimio espectáculo me permitían deleitar al público con mis saltos, acrobacias y difíciles posturas. Por lo demás yo era el que hacía las tareas más pesadas, buscar agua, alimentar y limpiar a los animales, cortar leña para calentarnos.....ni siquiera me pagaban por mis servicios, argumentaban que con la comida y el vestido iba más que pagado. Me sentí engañado y caí en una profunda tristeza. Fue tal mi desgana por todo que ya ni me interesaba actuar en los intermedios de sus funciones, me limitaba a hacer lo que me mandaban, callado y cabizbajo, sin rechistar.
Tampoco recorrimos el mundo, ni siquiera España. Su estancia aquí fue casual, pues ellos se limitaban a transitar por aldeas escondidas de la mano de Dios. Después de Almendralejo ya iniciamos la ruta por esos puebluchos donde no había ni servicio de correos, por eso no le pude enviar más postales, madre. Así pasé casi tres años, durante los cuales, a pesar de todo, nunca dejé de entrenarme y fue esa perseverancia la que me ayudó a salir del agujero donde había caído.
Un día, de camino no recuerdo a qué lugar, hicimos parada para aprovisionarnos de agua a la vera de un río. Como siempre, me armé con unos cubos para acarrear el agua y me alejé un poco del campamento, pues nada deseaba más que perderlos de vista. Caminé río abajo, dando volteretas mientras hacía equilibrios con los calderos y cuando paré, me topé con un hombre que me miraba fijamente sentado sobre un lecho de erizos. Era un fakir, que al ver mi buen hacer se levantó y vino hacia mí como hipnotizado. Me dijo que jamás había visto alguien que se moviera como yo, que fuera capaz de dar semejantes saltos y hacer tan grandes piruetas con tanta elegancia y me ofreció trabajar en su circo como primera figura. Yo no podía creer que mi suerte fuera a cambiar de un momento a otro, pero así fue. Ni siquiera me despedí de los malditos titiriteros, allí dejé los cubos vacíos y me fui con el fakir río abajo, más abajo todavía, donde estaba el circo acampado. Cuando llegamos me pareció estar viviendo un sueño. Todo lo que había deseado en mi vida estaba allí. Payasos, trapecistas, saltimbanquis, malabaristas, la mujer barbuda, domadores, ilusionistas....y yo iba a formar parte de ellos. Me acogieron como si fueran mis hermanos, incluso aquella noche celebraron una gran fiesta en mi honor, y a partir de entonces comenzó mi época de bonanza. Recorrí el mundo entero, cosechando éxitos por doquier, embriagándome con los aplausos del público que caía rendido a mis pies. Sólo una vez tuve un percance. Haciendo un quíntuple salto mortal calculé mal las distancias y fui a caer encima de la mujer barbuda. Fue mi salvación, pues además de barbuda pesaba algo mas de ciento ochenta kilos y amortiguó mi caída. A ella no le pasó nada y yo tan agradecido quedé de su casual hazaña que, sabiendo desde hacía tiempo que bebía los vientos por mí, la hice mi esposa. Estuvimos casados durante dos años al cabo de los cuales, por un descuido de ella misma, el león la devoró y después él mismo falleció a causa del empacho. Después de su muerte, que a pesar de todo me dejó muy apenado, me centré en mi trabajo y en mis éxitos, sin que haya más meritorio que contar. Ahora que han pasado los años, tengo una buena fortuna y una artrosis galopante en la rodilla izquierda ya no me permite hacer mis piruetas como antes, he decidido retirarme y aquí me tienen.
Al acabar su discurso de levantó a saludar con galantería y a continuación en lugar de sentarse normalmente pasó su pierna derecha por detrás de su cabeza y la dejó apoyada sobre su cuello.
Silvana rompió a aplaudir con vehemencia y sus amigos la siguieron. Dolores no podía dejar de mostrar su entusiasmo y su admiración por aquel hombre que había conocido hacía unas horas y que a partir de entonces ocupó todos sus sueños y se convirtió en el objeto de sus más oscuros deseos, sobre todo después de observar el bultillo que se le formaba en el pantalón al ponerse en aquella postura imposible.

Lo que no sabía Dolores era que al hijo de Silvana le había pasado lo mismo que a ella. Desde que la había visto por primera vez sintió una sensación que identificó como amor y, a partir de entonces, puso todo su empeño en la conquista de su enamorada. Cada mañana le dedicaba las frases más galantes y los gestos más elocuentes, algo que a ella le producía una excitación tan grande que se tenía que cambiar la ropa interior dos veces al día. Una tarde el muchacho la esperó a la salida del trabajo con un ramo de rosas. Entonces ya no pudo aguantar más y lo besó en los labios, beso que fue gratamente correspondido, preludio de lo que ocurrió al llegar a la pensión. Presos ambos de un furor inexplicable, se dirigieron a la habitación de Dolores y allí consumaron su amor. Paco fue delicado y se sorprendió gratamente al darse cuenta de que había tenido el honor de estrenar a su novia, aunque no entendía bien el porqué, dada su belleza y su simpatía sin par. Se hicieron novios y esa misma noche lo comunicaron a los demás con grandilocuencia. De nuevo Silvana rescató el champán para brindar por la felicidad, tanto de su hijo como de su amiga. Realmente que Paco y Dolores se hicieran novios no podía hacerla más dichosa, pues consideraba que era la mejor mujer que su hijo podía tener y estaba segura de que serían muy felices. Poco tiempo después contrajeron matrimonio en un ceremonia íntima, a la que únicamente acudieron los habitantes de la pensión y los antiguos compañeros del circo.
Con aquel matrimonio la pensión perdió un huésped, pues Dolores pasó a ser parte de la familia, mas eso no fue ningún obstáculo para la buena marcha de aquella. Es más, Paco, que había hecho de verdad una pequeña fortuna y era un muchacho emprendedor como el que más, tuvo la feliz idea de ampliar el edificio, dándole un piso más e incorporando cuarto de baño a cada una de las habitaciones. La idea, que a primera vista puede parecer descabellada, dada la poca afluencia de público a la posada, no lo era, puesto que también le propuso a Ángel que en su agencia diera publicidad al establecimiento. Huelga decir que la agencia de viajes iba viento en popa, tanto que incluso organizaba ya viajes en avión y al extranjero. A Ángel le pareció una idea estupenda y no hubo más que decir, desde aquel momento los dos negocios casi se fundieron en uno.


Silvana tenía que estar contenta con la marcha de las cosas. Y no es que no lo estuviera, pero a veces notaba que le faltaba algo. Algunas mañanas se levantaba con la sensación de que su vida era una mierda, como ocurrió el día en que comencé a narrarles esta historia. En realidad lo único que le ocurría era que se sentía sola. Antoñito y Ángel se querían y Dolores había visto a Dios cuando se casó con su hijo, y no es que Silvana no se alegrara por ello, que va, al contrario, pero tenía que reconocer que una casi cincuentona, con los ojos tan retorcidos que no se sabía si miraba a Pinto o a Valdemoro, y nada agraciada, había tenido mucha suerte de ser cortejada por un muchacho apuesto y fornido como Paquiyo, que encima era casi veinte años más joven. Siendo así que su amiga lo había conseguido, ¿por qué ella no? Pero en fin, la vida era así de injusta, y no le quedaba más remedio que asumirlo. Ese día empezaban las obras de remodelación de la pensión y el follón iba a ser muy gordo.

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