domingo, 21 de julio de 2019

Quince años y un secreto - Capítulo 7





Aquel veinte de marzo, el veinte de marzo en que cumplí los dieciséis años, fue el más horrible de mi vida. Como Miguel también estaba de cumpleaños y además era el primero que celebraba con novia, mamá se empeñó en organizar una cena especial para conmemorar el evento.
-Tú puedes invitar a tu amiga Violeta – me dijo – o a quién desees. ¿No tendrás tú también algún noviete por ahí?
-No, mamá, sabes de sobra que no tengo ningún noviete y que no quiero invitar a nadie, es más, no me interesa tu estúpida fiesta, no pienso quedarme a cenar, ya me buscaré algo que hacer.
-Eh, eh, para el carro, jovencita. ¿Se puede saber qué mosca te ha picado? Es tu cumpleaños y el de tu hermano, estarás en la cena te guste o no. Por nada del mundo vas a darle un desplante a Cristina.
-No sé cuándo te va a entrar en la cabeza que Miguel no es mi hermano. Y su novia me cae como una patada en el culo.
-¡Irene! No hables así de esa muchacha. Es una buena chica, perfecta para Miguel. Deberías de estar contenta por él.
No quise seguir discutiendo y me batí en retirada, pero con la firme intención de no estar presente en la maravillosa celebración que se avecinaba. Sin embargo no fue posible escabullirme y la noche en cuestión allí estaba yo, con mis mejores galas, aguantando el tipo como podía, soportando las miradas de Miguel, cargadas de un no sé qué, no sabía si era amor, si era pena o si me suplicaban algo, en todo caso sus ojos, aquellos ojos que tanto me gustaban, se posaban en mí una y otra vez enviándome mensajes que yo era incapaz de interpretar.
Me mantuve lo más callada posible, incluso intentaba abstraerme de las conversaciones sin demasiado éxito. A los postres a mamá se le ocurrió preguntar que cuándo se casaban y casi se me atraganta la tarta de fresa.
-Todavía es muy pronto para pensar en esas cosas, Sara -contestó Miguel – apenas llevamos saliendo unos meses.
-Ya, pero tú cumples hoy treinta y un años y no te puedes dormir en los laureles, que tu padre y yo ya rondamos los sesenta, la jubilación está a la vuelta de la esquina y nos gustaría disfrutar de los nietos.
-Bueno... ya hemos hablado de ello y a los dos nos gustaría tener hijos, pero tiene razón Miguel, es demasiado pronto para hacer ese tipo de planes – repuso Cristina.
-En todo caso, Cristina, no hagas mucho caso de las bobadas de mi madre – dije yo, acuciada por la rabia – porque está claro que si quiere disfrutar de algún nieto la que tiene que tener un hijo soy yo, no Miguel. A no ser que.... el hijo sea de los dos y eso no va a ser posible me parece, porque sería.... ¿qué sería? ¿cómo se llama tener hijos entre hermanos? ¿Tú lo sabes, Cristina? Uy, pero qué tonterías digo, si Miguel y yo no somos hermanos. A lo mejor podríamos tener un hijo juntos, ¿qué te parece Miguel? Puesto que mi madre está empeñada en que tus hijos sean sus nietos.... no nos va a quedar más remedio. ¿No crees?
Se hizo el silencio ante mi salida de tono. Y es que yo procuraba llevar todo aquel lío con paciencia, pero había momentos, como aquel, en que mi templanza desaparecía como por ensalmo y la ira me acuciaba de manera irremediable.
-No tengo más ganas de cenar, así que no me voy a quedar a soplar velitas ni esas tonterías. Me voy a dar una vuelta.
-¡Irene! ¿A dónde te crees que vas? - gritó mi madre, presa de los nervios.
Pero yo no le hice caso y salí de casa dando un portazo. Fuera hacía buena noche. La primavera mediterránea estaba haciendo ya acto de presencia y la temperatura era agradable. Comencé a caminar sin saber muy bien hacia dónde dirigirme y de pronto me vi por el camino de la ermita, paralelo a la costa, un sendero poco transitado y por la noche un poco amenazante, pero en aquellos momentos me daba lo mismo. Sentía que tenía que liberar toda la tensión que se acumulaba en mi interior y caminar era una de las maneras.
Cuando llegué a la ermita pude comprobar que la verja estaba cerrada, pero no me importó lo más mínimo. Trepé por el muro de piedra que rodeaba la pequeña edificación y enseguida estuve en el interior del pequeño patio de césped. Me senté en un banco de piedra, en la esquina más apartada, el lugar al que siempre acudíamos Miguel y yo cuando deseábamos disfrutar de momentos de intimidad. Y sólo entonces di rienda suelta a mis lágrimas. Me sentía mal, incomprendida, derrotada y cada vez con menos fuerzas para aguantar aquella situación, para esperar que Miguel se diera cuenta de una vez que aquel teatro esperpéntico que había montado con Cristina no serviría para nada. Comencé a pensar que tal vez debiera quitarme de en medio, que mi resistencia absurda iba a hacerme más daño que otra cosa. Bien pudiera ser que Miguel no se fuera a dar cuenta nunca de su error, incluso era posible que la equivocada fuera yo. Mi cabeza estaba hecha un lío y mi corazón era una maraña de sentimientos encontrados, que iban desde el odio más profundo al amor más limpio y sincero.
No sé cuánto tiempo había pasado cuando hasta mis oídos llegó el sonido de unos pasos. Alguien que como yo había saltado el muro y se había introducido en el patio de la ermita. Tuve miedo y me mantuve muy quieta, pues la oscuridad era casi absoluta y si no me movía podía pasar desapercibida. Hasta que escuché pronunciar mi nombre.
-¡Irene! ¡Irene! ¿Estás ahí?
Era la voz de Miguel. No contesté. No entendía cómo había conseguido adivinar que yo estaba allí ni el motivo de su presencia.
-¡Irene! - llamó de nuevo.
-¿A qué has venido? - dije por fin - ¿a torturarme un poco más? ¿o a intentar convencerme de algo? Déjame en paz.
Guiado por mi voz llegó hasta donde yo estaba y se sentó a mi lado.
-Sabía que estarías aquí. En cuanto te vi salir de casa tan excitada...
-¿No me has escuchado? Si he venido para aquí es porque quiero estar sola, Miguel. Me gustaría que te fueras. Ya no soporto más esta situación.
-Lo siento, princesa . Sé que te estoy haciendo daño, pero...
-No, no lo sabes. Si supieras realmente todo lo que estoy sufriendo....Estoy harta, harta Miguel y creo que no me merezco todo esto, pero tampoco sé cómo ponerle fin.
-Para mí tampoco es fácil. No quiero a Cristina, Irene, no la quiero. Yo sigo enamorado de ti y... no sé qué hacer.
-Entonces... entonces, Miguel.... no entiendo.
-Conozco a Cristina desde hace años, cuando estudiábamos en la universidad, y salimos unas cuantas veces. Es una buena chica pero no tenemos nada en común. Siempre supe que sentía algo especial por mí y ahora, cuando se montó todo este lío, pensé que tal vez, saliendo con ella, tu madre y mi padre se quedarían tranquilos. Pero Sara es muy insistente, quiere que la lleve a casa a todas horas y ya ves, hasta hace proyectos de familia. Y lo que dijo Cristina, de que habíamos hablado de que nos gustaría tener hijos, no es verdad, ella y yo jamás hablamos de esas cosas.
-¿Te has acostado con ella? - pregunté, temerosa de escuchar la respuesta.
-Por supuesto que no, y te mentiría si te dijera que no hemos tenido ocasión. Es más, estoy seguro de que las ocasiones que tenemos las provoca ella, y es lógico. Hace unos meses que salimos juntos y... cuando estábamos en la universidad sí nos acostamos alguna vez. Supongo que le parecerá extraño que ahora no lo hagamos. Pero no puedo, no quiero. Yo no puedo dejar de pensar en ti, princesa. Creo que todo esto no está haciendo que muera mi amor por ti, al revés, el no tenerte hace que te quiera más que nunca.
Alargó su brazo y acarició mi mejilla, como le gustaba hacer. Yo lloraba en silencio. Sus palabras me habían conmovido, pero no solucionaban nada. Le miré, me acerqué a él y dejé que mi cabeza reposara en su hombro y que me rodeara con su brazo.
-Entonces¿qué vas a hacer? ¿vas a dejarla ya de una vez?
-No lo sé. Si la dejo mi padre y tu madre empezarán a sospechar de nuevo.
-Y si no la dejas me estas haciendo daño a mí y a ella. No puedes seguir así Miguel, no es ético. Y... no sé... a lo mejor ahora que ya tengo dieciséis....
-¿Qué?
-Pues que la gente dejará de murmurar.
-No seas ilusa. En este pueblo cuando se levantan murmuraciones no cesan de un día para otro. Pero las murmuraciones no me preocupan, me preocupan nuestros padres. Mi padre no me tiene más que a mí y tu madre a ti, no podemos disgustarles.
-No podemos disgustarles a costa de qué. ¿De sacrificar nuestra vida? Ellos tienen la suya, Miguel. Mi madre en su día hizo lo que le dio la real gana, se acostó con un tío y me tuvo a mí. Y ahora resulta que nosotros no podemos.
-Tu madre era mayor de edad y podía hacer lo que le viniera en gana.
-Claro, la edad, la maldita edad.
Me zafé de su abrazo de forma brusca y comencé a caminar. Él vino detrás. Saltamos de nuevo el muro y emprendimos el regreso al pueblo. Yo iba delante, a solas, cabreada con mis pocos años. Pero Miguel me alcanzó, rodeó mis hombros con su brazo y me hizo bajar el ritmo.
-No corras, ¿qué prisa hay por llegar a casa? Disfrutemos de los escasos momentos en que podemos estar juntos y solos.
Sin decir nada le tomé por la cintura y así, abrazados, continuamos la caminata hasta el pueblo. Cuando apenas faltaban unos metros para entrar en el núcleo urbano, todavía protegidos por la frondosidad de los árboles, me paré.
-¿Me das un beso? - le pregunté.
Miguel me sonrió y me dio un beso leve en la mejilla.
-Así no. Quiero un beso de los otros, de esos que sólo me sabes dar tú.
Entonces me abrazó por la cintura y me acercó a su cuerpo. Me miró fijamente durante unos segundos y luego posó sus labios sobre los míos con extrema suavidad. Mi cuerpo reaccionó aferrándose a sus caderas. Sentí el temblor de su boca cuando su lengua exploró mi boca y nuestras salivas se juntaron. Me excité y sentí su excitación haciéndose cada vez más patente. Sus labios bajaron por mi cuello y su respiración se agitó junto a mi oído. Las luces de un vehículo que se acercaban a lo lejos nos hicieron recuperar la compostura.
-Si no fuera por ese coche te hubiera hecho el amor aquí mismo, al borde de la carretera. Y todo hubiera vuelto a ser como antes.
Tal vez eso era lo que necesitábamos, que todo volviera a ser como antes.

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