domingo, 7 de julio de 2019

Quince años y un secreto - Capítulo 4


Las vacaciones en Menorca transcurrían tranquilas y apacibles. Bien es verdad que salvo alguna excursión en la que los acompañamos, Lisardo y mamá iban por un lado y Miguel y yo por otro. Ellos se movían más, visitaban este o aquel lugar, mientras que nosotros nos pasábamos los días en la playa, disfrutando en aquellos arenales salvajes cuyas aguas cristalinas semejaban un espejo.
Dos días antes de regresar los recién casados decidieron hacer una excursión a Formentera, donde harían noche. Ni Miguel ni yo teníamos ganas de ir así que rehusamos su invitación y nos quedamos en el hotel. El día que mamá y Lisardo se marcharon Miguel me invitó a comer.
-He visto un restaurante a pie de playa donde tienen un marisco con muy buena pinta. ¿Te apetece?
Pues sí, me apetecía, así que acudimos al consabido restaurante y nos dimos un pequeño homenaje a base de mariscos varios y vino en abundancia. Yo apenas bebí, pero Miguel lo hizo de más, por lo que cuando terminó el almuerzo estaba ligeramente borracho. Yo no lo había visto nunca de semejante guisa y me hizo mucha gracia. Hablaba sin parar y se reía sin motivo aparente. Él ya era alegre de por sí, pero con unas copillas de más era desternillante. Mas cuando la tarde fue transcurriendo la hilaridad se tornó en cierto malestar. Es lo que suele pasar cuando no se está acostumbrado a beber. Al atardecer le propuse dar una vuelta hasta una pequeña playa que habíamos descubierto, un poco apartada del núcleo urbano, a la que sólo se podía acceder andando, motivo por el cual casi siempre estaba vacía de gente.
-Sí, demos un paseo. El aire del anochecer me hará bien.
Así pues caminamos hasta la cala. Cuando llegamos empezaba a anochecer y el cielo estaba teñido de rojo incandescente en el horizonte. La temperatura era de lo más agradable. Nos sentamos en la arena, detrás de unas rocas, resguardados de miradas ajenas que, por otro lado, tampoco existían.
-¿Estás mejor? - le pregunté.
-Mucho mejor. Me ha hecho muy bien el paseo. Juro que no volveré a beber.
Me recosté en la arena y él hizo lo propio a mi lado.
-¡Qué bonito está el cielo! ¿Verdad Miguel? Me encantan las noches de verano, cuando el cielo se va volviendo de un azul oscuro y van apareciendo las primeras estrellas.
Miguel se incorporó un poco, apoyando su cuerpo sobre su brazo izquierdo.
-A mí también. Sobre todo cuando estoy en tan buena compañía.
Dejé de mirar el cielo y le miré a él. Sonreía. Nuestros rostros estaban muy cerca.
-Eres un zalamero – le dije – Así me tienes.
-¿Cómo te tengo?
Separó un mechón de pelo de mi frente y pasó su dedo índice por mi cara, perfilándome el rostro. Yo comencé a temblar.
-Estás temblando ¿tienes frío? - negué con la cabeza – Entonces responde a mi pregunta ¿cómo te tengo?
Cerré los ojos sin responder y entreabrí mis labios esperando su beso, el beso que siempre había deseado. Y esa vez se convirtió en real. Primero fue un suave roce, después él entreabrió su boca y me dejó sentir la calidez y la humedad que emanaba, finalmente su lengua juguetona se abrió paso y se unió a la mía que la esperaba ansiosa. Aquel beso sacudió mi deseo de forma brutal y despertó sensaciones nuevas y desconocidas. Cuando se despegó de mí nos miramos y sonrió.
-Esto es una locura. Lo sabes ¿verdad?
-No, no sé si es o no. Sólo sé que es lo que llevo soñando toda mi vida.
-Pues aunque sea una locura, voy a cumplir tu sueño.
Me besó de nuevo y de nuevo zarandeó con fuerza mis sentidos. Nuestras respiraciones se agitaban al ritmo de aquellos besos cargados de una pasión a la que ya nada podía poner freno. Sentí su mano deslizarse por debajo de mi camiseta, subiéndola poco a poco, hasta que llegó a mis pechos. El contacto de sus dedos con aquella parte de mi cuerpo me hizo estremecer y solté un gemido.
-¿Te gusta, mi vida? ¿te gustan mis caricias, mi pequeña?- me dijo en un susurro, pegando cada vez más su cuerpo al mío.
-Jamás nada me ha gustado tanto en mi vida, no quiero que pares, Miguel, no quiero que pares nunca.
Mis palabras le animaron a seguir.
-Te quiero, mi niña – me dijo al oído sin parar de acariciarme – te quiero más de lo que nunca te podrás imaginar. Irene... mi vida.
Se incorporó por unos segundos y se quitó su camiseta. Luego me ayudó a despojarme de la mía. Sonreía y me miraba, y yo me sentía feliz, completamente feliz. Se echó a mi lado de nuevo, sobre la arena y entonces deslizó su mano hasta la cintura de mis shorts. Los desabrochó y los fue deslizando a lo largo de mis piernas. Después hizo lo mismo con mis braguitas. También él se despojó del resto de su ropa. Quedamos desnudos. Y yo me sentí sorprendida de mi propia naturalidad. No sentía vergüenza, sólo estaba embriagada de deseo.
-Voy a hacerte al amor, Irene. No voy a hacerte daño. Iremos con cuidado ¿vale, pequeña?
Asentí con un gesto. No estaba nerviosa, ni sentía miedo, confiaba en él. Se echó sobre mí y noté su miembro inflamado. Separó mis piernas y poco a poco, muy lentamente, se fue introduciendo en mi cuerpo, que se arqueó generoso, dispuesto a recibirle, proclive al gozo.
-¿Te hago daño? - me preguntó.
-No.
-¿Te sientes bien?
-Mejor de lo que me he sentido nunca.
No sentí ningún dolor, solo sentí su sexo completamente metido en mí. Entonces comenzó su baile de amor. De vez en cuando me decía palabras bellas, palabras cargadas de ternura que yo había imaginado miles de veces y que por fin salían de su boca para mí. Y aquel calor, aquella sensación nueva que poco a poco se iba apoderando de mí amenazando con deshacer mi cuerpo en gotitas de luz, como si fueran las estrellas que en aquellos momentos eran mudos testigos de nuestro encuentro. Llegó un momento en que las sensaciones me desbordaron, en que ya no pude más, llegó el instante en que todo estalló en un orgasmo brutal que me hizo gemir. Él aceleró entonces su ritmo para finalmente llegar también al culmen del placer en un grito ahogado que rompió la quietud del anochecer.
Nuestros cuerpos, sudorosos y jadeantes, fueron recuperándose poco a poco. Quedamos tendidos en la arena, abrazados, sin hablar, besándonos con ternura, hasta que un escalofrío recorrió mi cuerpo.
-¿Tienes frío? - me preguntó.
-Un poco.
-Será mejor que nos vistamos y regresemos al hotel, no vaya a ser que pillemos un resfriado.
Nos levantamos de la arena y después de sacudirnos un poco y vestirnos volvimos al hotel caminando en silencio, abrazados.
-Miguel ¿tú me quieres? - pregunté de pronto.
Miguel se paró y me hizo parar a mi también.
-¿Tú que crees?
-Yo creo que sí. Pero yo sólo soy una adolescente ilusionada y tú eres un hombre. No sé si...
-Irene, escúchame bien. Hace mucho tiempo que te quiero, que te quiero como mujer, y no te creas que ha sido fácil. He tenido que luchar contra mis sentimientos, me he sentido.... casi como un degenerado. Me he intentado convencer a mí mismo en muchas ocasiones de que no eras más que una niña, pero todo ha sido en vano. Estoy enamorado de ti, princesa, y contra los sentimientos no se puede luchar, pero no estoy seguro de nada.
-No estas seguro... ¿de qué?
-De que la historia deba continuar. Eres muy joven y como tú bien dices yo ya tengo treinta años, tendremos que salvar muchos obstáculos, muchos, y lo que menos deseo en el mundo es hacerte daño. Pero pase lo que pase, te quiero, te quiero como nunca he querido a nadie. He salido con algunas chicas pero nunca llegamos a nada serio y desde hace unos años tú te convertiste en un amor que se me hacía imposible.
-No sabes lo feliz que me haces, porque puede que tú lleves unos años enamorado de mi, pero yo llevo enamorada de ti toda mi vida. Y si tengo que luchar contra todo lo haré, pero yo voy a pasar el resto de mis días contigo. Nada nos va a separar, Miguel, nada.
Mis palabras de adolescente enamorada no eran más que una ingenuidad, aunque yo en aquel momento no lo sabía. Solo pensaba en la felicidad que me embargaba, en la experiencia que acababa de vivir, y eso me hacía minimizar los problemas.
Cuando llegamos al hotel nos duchamos y bajamos a cenar. Teníamos prisa por subir de nuevo a las habitaciones porque, aunque ni uno ni otro lo dijera, ambos queríamos aprovechar la noche. Mientras el ascensor nos subía a la planta correspondiente yo pregunté a Miguel si aquella noche dormiría conmigo. Él soltó una pequeña risa.
-Pues casi que... sí ¿no? Ya que papá y mamá no están tendremos que disfrutar de la noche.
-¿Y volveremos a hacer el amor?
Por toda respuesta se acercó a mi y me besó, con pasión, enredando su mano entre mi pelo.
-¿Te parece buena manera de empezar?
No me dio tiempo a responder. Las puertas de ascensor de abrieron y recorrimos el pasillo hasta mi cuarto unidos por nuestras bocas. Nada más abrir la puerta me echó en la cama y entre besos y caricias me desnudó.
-Ahora te voy a enseñar algo nuevo – me susurró al oído – te gustará.
Me dejó tendida en la cama mientras él también se desnudaba. Por primera vez le vi sin ropa, en toda su excitación y me excitó todavía más de lo que ya estaba. Me gustaba el juego del amor, y me sentía expectante ante aquello nuevo que me iba a enseñar. No se hizo esperar. Comenzó de nuevo a besarme, en la boca, en el cuello, en los hombros... Su lengua jugueteó con mis pezones, golosa, durante un largo rato, arrancándome suspiros que señalaban las cotas de placer a las que me estaba transportando. Luego su boca fue bajando un poco más... por mi vientre, por mi monte de venus... hasta que se detuvo entre mis piernas. Me sorprendí. Yo apenas era una niña y desconocía el mundo del sexo, así que no sabía que aquello formaba parte de él. Pero me dejé hacer, pues tal y como Miguel había vaticinado, me gustaba. Su lengua encontró el punto justo que debía estimular y lo hizo con maestría. Después subió de nuevo hacia mi boca, arrastrando por mi cuerpo la miel de mi propio interior y se deslizó dentro de mi hasta provocarme de nuevo el clímax.
No sé cuántas veces hicimos al amor aquella noche. Cuando nos dormimos ya las primeras luces del alba se colaban por la ventana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario