martes, 9 de julio de 2019

Quince años y un secreto - Capítulo 5



A la mañana siguiente cuando desperté estaba sola en la cama, pero escuché el ruido de la ducha, señal inequívoca de que Miguel estaba en el baño. Al poco rato salió y se acercó a la cama. Me tocó suavemente en el hombro y yo abrí los ojos.
-Buenos días, princesa ¿qué tal has dormido?
-Muy bien, creo que mejor que nunca, contigo a mi lado....
Me besó levemente en los labios y tocó con la yema de su dedo índice la punta de mi nariz.
-Te quiero, mi niña. Pero ahora tienes que levantarte, tenemos que buscar un centro de salud.
-¿Por qué? - pregunté alarmada, sentándome en la cama - ¿Estás malo?
-Claro que no, pero hemos estado haciendo el amor toda la noche sin protección y no creo que quieras correr el riesgo de quedarte embarazada. Así que tenemos que buscar un médico que nos recete la píldora del día después. Lo haría yo, pero no me traje talonario de recetas. Así que venga, dúchate y vístete, que tu madre y mi padre regresan este mediodía y debemos estar aquí para cuando lo hagan.
Obedecí, y en menos de una hora ya estábamos ante un médico. Miguel entró conmigo en la consulta, pero fui yo la que expuso el problema.
-Ayer tuve relaciones sexuales sin protección y temo quedarme embarazada. Me gustaría que me recetara algo que lo impida.
El médico, un hombre entrado en años, nos miró primero a mí y luego a Miguel con desconfianza.
-¿Cuántos años tienes? - me preguntó.
-Quince.
-¿Y crees que con quince años se puede ir haciendo esas cosas por ahí? - preguntó de nuevo de muy malos modos.
-Eso no creo que sea de su incumbencia – saltó Miguel – no hemos venido aquí buscando discursos paternalistas, sino la solución a un posible problema.
-¿Y usted quién es? ¿Su padre?
-Sí, soy su padre.
El médico abrió la boca dispuesto a decir algo pero en el último instante se arrepintió y se limitó a escribir una receta que después me extendió con desgana. Yo la cogí y sin ni siquiera saludarle me levanté y salí de la consulta.
-Vaya tío más estúpido – dije – con qué derecho se cree para juzgarme.
-Pues estoy seguro que no se tragó el embuste de que soy tu padre. Ese sospechó la verdad.
-¿Y qué? Yo no me avergüenzo de nada.
-Esa no es la cuestión, Irene, recuerda que sólo tienes quince años y yo....
-Escucha Miguel. Mi edad no te convierte en un delincuente. Me he informado bien y en España la edad mínima para tener relaciones sexuales consentidas son los trece años. Yo tengo dos más. De acuerdo que soy una adolescente, pero ¿verdad que si yo tuviera veinticinco y tu cuarenta no pasaría nada? Pues ahora tampoco tiene por qué pasar.
-Lo sé, pero la gente no lo entiende, y pueden hacernos muchos daño, sobre todo a ti, a mí lo que digan me da lo mismo. Y mi padre y tu madre, si se enteran.... también pueden pasarlo mal. Así que vamos a ser discretos ¿vale?
-Vale, pero con una condición.
-¿Cuál?
-Que me hagas el amor por lo menos una vez a la semana.
Miguel se echó a reír y me dio un cachete en el culo.
-Intentaré hacértelo todos los días.
La verdad es que no fue todos los días, pero casi. Durante el resto de las vacaciones apenas nos separamos el uno del otro, circunstancia que se vio favorecida por el hecho de vivir en la misma casa, aunque bien es verdad que para nuestros ratos de intimidad solíamos buscar lugares apartados y discretos, lejos de las miradas ajenas que pudieran descubrir nuestro secreto. Aunque al parecer nuestros esfuerzos fueron en vano.
Cierto día, al final de verano, cuando estábamos en la mesa degustando una frugal cena, ambos nos dimos cuenta de que nuestros respectivos padres estaban inquietos y taciturnos. Apenas pronunciaban palabra y mis intentos por alegrar el ambiente eran inútiles. Supuse que podía ser un enfado entre ambos.
-Pero bueno – dije por fin - ¿Vais a decir lo que os pasa? ¿Ocurre algo?
Se miraron de reojo y entonces supe que lejos de estar enfadados entre ellos, la cosa tenía que ver conmigo, o con nosotros.
-Sí, ocurre algo... no me voy a andar con rodeos. Por el pueblo corren habladurías sobre vosotros. - dijo mi madre.
Miguel y yo nos miramos.
-¿Sobre qué?- preguntó Miguel.
-Sobre que al parecer mantenéis una relación que va más allá de vuestra natural relación de hermanos.
-Miguel y yo no somos hermanos – contesté muy indignada.
Miguel me tocó en la pierna por debajo de la mesa y yo me callé.
-Irene tiene razón, no somos hermanos, pero independientemente de eso... me gustaría saber qué es lo que se dice exactamente y en base a qué y no porque me interese especialmente, lo que diga de mí la gente me importa más bien poco, pero están hablando de una niña de quince años y eso sí que es mucho más grave.
-Hace unos días un cliente del taller me dijo que su mujer os había visto por el camino de la ermita en plan demasiado cariñoso... vamos, que me dijo que os había visto besándoos.
-¿Y si fuera así papá? ¿Sería tan grave?
-¡Por favor, Miguel! ¡Parece mentira en ti que digas esas cosas! Irene no es más que una niña a la que además prácticamente ayudaste a criar. Le doblas la edad, no me digas que sientes algo por ella porque me parece un sentimiento antinatural.
Yo me sentía asombrada y triste. Asombrada porque no entendía que mi madre, la abanderada de la libertad, le diera tanta importancia a los comadreos de la gente, y triste porque hasta el momento todo había ido bien, pero se empezaban a vislumbrar nubes grises en el horizonte que no presagiaban nada bueno.
-Podéis estar tranquilos – respondió Miguel – Entre la chiquilla y yo sigue habiendo lo que siempre hubo, y es cierto que hemos estado paseando en ocasiones por el camino de la ermita, y hasta es posible que nos hayamos dado algún beso inocente, como hacemos muchas otras veces. ¿O acaso besar a Irene se ha convertido de pronto en un delito? No creo que deba cambiar mi forma de tratarla por el mero hecho de que la gente murmure.
Mamá y Lisardo quedaron convencidos con el embuste de Miguel, pero para mí aquello fue el fin de mi felicidad. Me fui a la cama cabizbaja y no pude dormirme inmediatamente, no dejaba de pensar en lo ocurrido. De pronto sentí que la puerta se abría y escuché los pasos de Miguel dirigiéndose a mi cama. La habitación estaba a oscuras, pero él conocía perfectamente el camino. Se echó a mi lado.
-¿Duermes princesa?
-No, no puedo dormir. Estoy muy intranquila ¿qué va a pasar, Miguel?
Me di la vuelta y me quedé frente a él. Acarició mi cara, le gustaba hacerlo siempre.
-Creo que debemos dejarlo durante una temporada, hasta que todo eso se calme.
-¿Pero por qué? ¿Nos vamos a rendir tan fácil? No era ese nuestro acuerdo.
-Irene no hablo de dejarlo para siempre, hablo de mantener un poco las distancias hasta que las aguas vuelvan a su cauce. Seguramente pronto el tema caerá en el olvido. Es necesario, mi vida. Entiéndelo. Eres muy joven.
-Jo, pues ojalá no lo fuera. Estoy harta de que mi edad sea un obstáculo para casi todo. ¿Por qué no habré nacido diez años antes?
Me eché a llorar como la niña que en realidad era. Sentía una enorme sensación de frustración y de fracaso. No sólo las cosas no salían bien, sino que Miguel parecía claudicar ante las dificultades.
-No llores – me dijo abrazándome – yo te quiero y te querré siempre. Será un poco de tiempo nada más. Pasará pronto y cuando nos queramos dar cuenta todo nos parecerá un mal sueño.
-Está bien – le dije secándome las lágrimas con el dorso de mi mano – haré lo que tú me digas.
Sin embargo nada ocurrió como nosotros pensábamos. Los rumores continuaron circulando por el pueblo, lo cual llevo a Miguel a tomar una drástica decisión.

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