martes, 7 de marzo de 2017

UN MUCHACHO SINGULAR (NOVELA CORTA) Capítulo V







Olga Sanjurjo se levantó a las siete en punto, como todas las mañanas, como la mayoría de los días de la mayoría de los meses. Todo en su vida formaba parte de un hilo rutinario y monótono que de repente se estaba cansando de seguir. Se dirigió hacia la ducha y mientras las gotas de agua caliente se deslizaban por su piel pensó, por enésima vez en los últimos meses, que había llegado el momento de hacer algo diferente, algo divertido, algo rompedor. Tenía cuarenta años que había malgastado comportándose como una niña buena, haciendo todo por y para los demás, casi sin tenerse en cuenta a sí misma, pero a partir de entonces la cosa iba a ser diferente.

Olga había nacido en el seno de una familia afectada por un conservadurismo exacerbado. Su padre, alto funcionario del Ministerio de Trabajo, era un hombre culto y educado, católico hasta la médula, que educó a sus hijas en la disciplina y el amor a Cristo y a su Iglesia. La madre, una mujer adelantada a su tiempo, que había estudiado Magisterio y soñaba con una vida independiente y sin ataduras, abandonó profesión y sueños cuando conoció al que se convertiría en su marido y, por amor, transigió por todo aquello contra lo que siempre había luchado y se dedicó a lo que jamás pensó dedicarse: a cuidar de casa, marido e hijas, que fueron dos y porque el parto de la segunda la dejó imposibilitada para la procreación, en caso contrario hubiera tenido los hijos que Dios le hubiera enviado, según el parecer de su amado esposo.

Olga, la mayor, desde bien pequeña, mostró el carácter fuerte e independiente que caracterizó a su madre. Era una niña alegre y risueña, extrovertida, con unas tremendas ansias de beberse la vida, pero todo eso eran cualidades que no estaban bien en una señorita de su clase, que tenía que ser discreta y comedida si quería ser respetada y bien vista por la gente en general y por el género masculino en particular. Olga entendió, siempre entendía, no le quedaba más remedio, no se cuestionaba las órdenes de papá, no podía, a pesar de que en determinados momentos una extraña sensación le oprimía el pecho y una voz dentro de su mente la empujaba a emprender el vuelo. A pesar de todo fue una niña modelo, estudiosa y empalagosa en extremo, como quería su progenitor; fue una adolescente atípica, obediente, sin dar ni el más mínimo problema, sin despertar la más nimia preocupación en sus orgullosos padres. No estudió porque las señoritas de las familias bien no tenían necesidad de hacerlo, pues no debían aspirar a más que a atrapar un buen partido que las mantuviese en un nivel de vida igual o mejor del que disfrutaban con sus familias. Ese escollo fue sin duda alguna el que más difícil se le hizo de sobrepasar a la muchacha. Le hubiera gustado ir a la Universidad, estudiar Derecho, o Medicina, o tal vez Economía, en el fondo la disciplina le daba un poco lo mismo, con tal de que saciara sus ansias de aprender y su natural curiosidad por las cosas. Le hubiera gustado también tener su propio trabajo y disfrutar de independencia económica, pero todo ello eran cuestiones no contempladas en su círculo familiar, en el que las mujeres sólo podían aspirar a concertar el mejor matrimonio posible, eso sí, el amor poco importaba, pero cuanto más rico fuera el marido mejor que mejor.

En vista de semejante panorama las cosas no pudieron ocurrir de otra manera. Olga contrajo matrimonio bien jovencita con Oscar Almeida, hijo de un importante empresario textil del cual heredaría un emporio cuyo valor era difícil de calcular. Aunque siempre supo que Oscar era el hombre elegido por sus padres para que fuera su esposo, Olga fue feliz con esa boda porque estaba enamorada como una idiota y el amor, no nos engañemos, tiene el estúpido efecto de nublarnos los sentidos y de anularnos el más importante de todos: el común. Porque si Oscar era un joven apuesto y educado, el soltero de oro a quien se rifaban todas las muchachitas solteras de la sociedad decadente de aquella ciudad de provincias, no fue menos cierto que resultó ser un pendenciero jugador y un despilfarrador. Se gastaba todo el dinero de su padre en el juego y en las correrías nocturnas en las que se enrolaba mientras a su mujer le decía que estaba en cenas de negocios. Supo hacerlo de manera discreta, tanto que ni él mismo se dio cuenta de que estaba terminando con su herencia antes de que fuera efectivamente suya y cuando su padre falleció de repente una tarde de verano, no le pudo dejar otra cosa que deudas y un negocio a la deriva por sacar adelante, cosa que fue materialmente imposible.

Olga no se amilanó ante la desgracia y a pesar de que sus padres, disgustados y arrepentidos por la horrorosa elección de marido que habían hecho para su hija mayor, le instaron a separarse y pedir la nulidad eclesiástica, la chica, que estaba enamorada hasta la médula, se mostró rebelde por vez primera en su vida y les dijo que ni hablar, que si su marido estaba en la ruina sería ella, con su propio esfuerzo, la que levantaría de nuevo la maltrecha economía familiar. Ningún argumento logró hacerla desistir de su empeño y después de algunos meses de encierro y estudio demostraba su inteligencia aprobando unas oposiciones al Ministerio de Justicia, consiguiendo así un puesto fijo por el que ganaría el sueldo suficiente para vivir sin grandes lujos, pero sin estrecheces. Sus padres, en lugar de alegrarse por el logro de su hija mayor, se mostraron abochornados al tener que aguantar la nefasta visión de su muchachita trabajando y ella, por el contrario, se sintió feliz al ver que el acariciado sueño de hacer algo por sí misma podía hacerse realidad. Mas sin lugar a dudas el que más contento se puso por el éxito de la mujer fue Oscar, que a pesar de prometerle a su tierna esposa que se iba a reformar y que jamás volvería a su anterior vida de juerguista recalcitrante, lo primero que hizo cuando vio que de nuevo engordaba su cuenta bancaria, aunque fuera muy poco a poco, fue invitar a sus amigotes a una fiesta en una de las discotecas más distinguidas de la ciudad. No sólo no había cambiado, sino que se prestaba a la vida licenciosa con más ligereza que antes. Olga perdonaba, como siempre, y comprendía, y daba oportunidades que en el fondo sabía no servirían para nada, como así fue.

Diez años aguantó la mujer en semejante situación, hasta que un día su amado Oscar le dijo “adiós muy buenas” y se largó con la asistenta sin ni siquiera despedirse. La buena de Olga lloró lo indecible y se sintió engañada y abandonada, pero teniendo conciencia por primera vez de lo idiota que había sido queriendo con locura a aquel imbécil al que jamás había importado lo más mínimo, se puso las pilas, dejó de llorar y se dijo a sí misma que había llegado la hora de ponerse el mundo por montera y disfrutar lo que no había disfrutado nunca. De pronto se dio cuenta de que el abandono de su marido representaba la puerta abierta a la vida que siempre había querido llevar, libre, sin ataduras y eso era lo que iba a hacer, vivir a su manera, sin más.

No fue fácil. El primer obstáculo fue, como no, sus propios padres, que aunque reconocían su propia equivocación no veían con buenos ojos las ansias de vivir la vida que de repente le habían entrado su hija. El marido le había salido rana, era cierto, pero el fin del matrimonio tenía que tener lugar de manera discreta y sobre todo decente, lo cual quería decir que la muchacha había de comportarse como era menester en toda mujer separada, es decir, con el mayor recato del mundo, nada de salidas, nada de diversión. Primordial era que la gente que la rodeaba percibiera su pena, la desdicha que va aparejada a toda ruptura, aunque en este caso concreto esa ruptura no fuera sino un motivo de alivio y alegría.

Olga Sanjurjo les dijo a sus padres que ni hablar del peluquín, que ella no tenía ni que dar explicaciones ni hacer ver a los demás cosas que no sentía “Quiero un hombre con el que poder divertirme sin compromisos” les espetó “si llega el amor, bien, y si no llega, pues bien también”. A su madre, cuando la escuchó pronunciar tales palabras, le dio una apoplejía que casi le deja paralítica, y su padre le prohibió la entrada en su casa por sí y por generaciones sucesivas, lo cual supuso para Olga un alivio añadido a su reciente separación.

Así pues, sola y libre, comenzó una nueva vida con la intención de que no tuviera nada que ver con la anterior. Desde luego romper con todo, padres y marido incluidos, era lo mejor que podía haberle ocurrido dadas sus intenciones, más ocurrió que, pasados los primeros momentos de euforia, los ánimos se fueron calmando y Olga se asentó en su nueva rutina diaria sin pensar demasiado en sus primitivas ganas de diversión desbocada.


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