miércoles, 1 de marzo de 2017

UN MUCHACHO SINGULAR (NOVELA CORTA) - Capítulo III




Hilario Fuentes se presentó en casa de Sebastiana con el fin de proponerle la compra de un local perteneciente a la mujer, herencia de su padre, que hacía tiempo que estaba en venta y que a él le vendría muy bien para ampliar sus negocios. Le ofreció trescientas mil pesetas de las de hace muchos años, aun sabiendo que el local, dada su estratégica situación, gozaba de un valor muy superior. Ya estaba la mujer a punto de aceptar cuando apareció Judas, que había estado escuchando detrás de la puerta, y se atrevió, por primera vez en su vida, a exponer los argumentos precisos y necesarios para convencer a su madre de que el dinero que aquel hombre le ofrecía no era, ni muchos menos, el que debía pagar si quería hacerse con el inmueble. Armado de pizarra y tiza dibujó esquemas indibujables, pronunció palabras que jamás se habían escuchado entre aquellas cuatro paredes, y finalmente, terminada su disertación, Sebastiana se dio cuenta de que no había entendido nada, Don Hilario casi que tampoco, pero tan asombrado quedó ante el detallado discurso económico que el muchacho acababa de exponer, que no sólo accedió a abonar el dinero que se le pedía, que era exactamente el doble, sino que le ofreció un puesto de trabajo. Necesitaba una persona que se encargara de los asuntos contables y económicos de sus negocios y quién mejor que Judas para hacerse cargo de ello. Sebastiana se apresuró a rechazar la propuesta pero el muchacho, que ya había cumplido los veinte y que empezaba a estar un poco harto de la vida monacal que llevaba, accedió gustoso, dando comienzo a una etapa de su vida que nada iba a tener que ver con su existencia anterior.

No fue fácil ni para la madre ni para el hijo hacer frente a su nueva existencia. Sebastiana no paraba de llorar desesperada, obsesionada por los múltiples peligros a los que su hijo se exponía de forma voluntaria. Su mente retrasada no podía entender aquella decisión que ella calificaba como absurda y sumamente peligrosa. No cesaba de pensar que la descabellada determinación de su pequeño en nada le beneficiaría a pesar de lo que él pudiera decir. Todas la noches, cuando Judas regresaba del trabajo, le tenía preparada una cena compuesta por lo más exquisitos manjares, aquellos que más deleitaban el paladar del muchacho, con el estúpido fin de convencerlo por el estómago. Cuando su hijo engullía el último bocado ella comenzaba su retahíla de ruegos estúpidos, acompañados de gimoteos lastimeros que tenían el único efecto de crispar los nervios de su retoño.

Por su parte, Judas, a pesar de creer firmemente que lo que hacía no era si no lo correcto y de no dar crédito alguno a los lastimeros consejos de su madre, no podía dejar de sentir cierta angustia al enfrentarse de repente a ese mundo exterior en el que se había introducido sin llamar y que se mostraba más vil y esquivo de lo que él había esperado. Aunque múltiples y profundos conocimientos habían desarrollado su inteligencia hasta límites insospechados, permitiéndole hacerse con un empleo que muchos licenciados universitarios hubieran querido para si, no habían tenido el poder de darle las fuerzas suficientes para enfrentarse a la vida real tras tantos años de aislamiento obligado.

Su exagerada timidez le impedía relacionarse con normalidad con sus congéneres, los cuales, tras un primer intento de acercamiento, terminaban por ignorarlo e incluso, en alguna ocasión, por convertirlo en objeto de crueles burlas. Eso fue, ni más ni menos, lo que le ocurrió en su lugar de trabajo. Fue recibido con cordialidad por sus nuevos compañeros, que en un primer momento hicieron lo imposible porque se sintiese cómodo e integrado. No había día en que no lo invitaran a salir al café, ni momento de asueto en que no se demandara su presencia en los grupillos que se formaban con el inocente fin de hacer un poco más llevaderas las tediosas horas de trabajo. Judas no acudía ni a uno ni a otros y no porque sus compañeros no fueran de su agrado, sino porque tenía la firme convicción de que aquellas invitaciones no eran más que fruto de la cortesía y buena educación de los muchachos. Éstos, cuando se percataron de su carácter débil y sin sustancia, cuando vieron que no participaba en comentarios ni en inocentes corrillos, lo fueron dejando de lado porque consideraron que ese era su deseo, hasta que comenzaron a comportarse como si no existiera.

El chico era presa de sentimientos contradictorios, por un lado le hubiera gustado ser uno más y no sentir esas taquicardias traicioneras que hacían galopar su corazón cada vez que alguien le dirigía la palabra; por otro, y dado que a pesar de sus intentos no conseguía comportarse con normalidad, casi prefería que lo dejaran en paz. Se centró en su trabajo y se dedicó en cuerpo y alma a sus complicadas operaciones contables, mostrando una inusual eficiencia que despertó las alabanzas de sus jefes y más de una envidia entre sus compañeros, aunque finalmente tan desagradable sentimiento se tornó en hilaridad , cuando llegaron a la conclusión de que el estúpido comportamiento del muchacho no era ni medio normal y que debía ser consecuencia de algún trastorno mental provocado sabía Dios por qué.

Fue así que Judas inició una nueva vida que distaba mucho de ser la existencia apacible que él esperaba. No terminaba de adaptarse a esa sensación de libertad que lo envolvía cuando salía de casa por las mañanas y todo era por culpa de su madre, que no cesaba de rogarle encarecidamente que dejara su trabajo y regresara de nuevo bajo su protección. Al muchacho le exasperaban en extremo aquellos ruegos acompañados de lamentos que cada vez se hacían más insistentes y llegaban más cargados de reproches, y comenzó a desarrollar contra su progenitora un sentimiento parecido al odio que le hacía sentirse culpable. Era tal su confusión que por momentos pensó que lo mejor era tirar la toalla y ceder ante el chantaje emocional al que estaba siendo sometido, mas cuando miraba en su derredor y observaba la vida en apariencia apacible que llevaba la gente de a pie, se decía que no podía ser, que él también tenía derecho a hacer lo que los demás hacían, a enamorarse, a tener una familia, o simplemente a conocer las mieles del amor carnal, del que jamás había tenido la oportunidad de gozar. Pero los años pasaban y nada de esto era posible.

Cierto día, en el bus, de camino al trabajo, conoció a Fátima, una muchacha que tomaba la misma línea de autobús igualmente de camino a su trabajo, bajándose en la parada anterior a la de él y en la que nunca se había fijado. Pero una mañana Fátima dio un traspiés al subir al bus y Judas, ejerciendo de solícito caballero, evitó que la muchacha diera con su cuerpo en el suelo al agarrarla por el brazo. Sus miradas se cruzaron mientras de la boca de la chica salía un gracias apenas audible y su cara se dibujaba con la más bella de las sonrisas. A Judas le pareció la mujer más bonita que había visto en su vida, le impresionaron sobremanera aquellos ojos negros tan cargados de inocencia, su carita de ángel, sus ademanes finos y educados. Fátima se convirtió en el guardián de sus sueños, en la protagonista indiscutible de las historias románticas que su cabeza dibujaba en la oscuridad de la noche, cuando acostado en su cama, los lloriqueos de su madre, desde la habitación contigua, le impedían conciliar el sueño.

Más a pesar de su enamoramiento profundo hubo de pasar un tiempo hasta que el muchacho se atreviese dar el fundamental paso de dirigirle la palabra. Imaginó cientos de veces el momento preciso, rebuscó en su mente las palabras adecuadas y sólo cuando estuvo seguro de que la chica no le rechazaría, seguridad totalmente infundada, se decidió a dar el paso. Una mañana se bajó en la misma parada que ella y haciendo acopio de fuerzas la saludó y le contó lo mucho que le gustaba, así de corrido, soltando las palabras memorizadas a fuerza de fantasearlas una y otra vez. Fátima, que más de una vez se había percatado también de su presencia, no pudo hacer menos que sonreír y ruborizándose como una adolescente pillada en falta, le hizo saber amablemente que la hacía muy feliz con semejante declaración de amor. Fue así que ambos iniciaron una relación que, a pesar de la dicha inicial, vino a sumar un nuevo problema a los que ya tenía Judas porque ¿cómo y en qué momento le iba a decir a su madre que se había enamorado, que ya no era ella la única mujer en su vida?

Una de las cosas que más obsesionaba a Sebastiana era la posibilidad de que su hijo cayera en las garras de una mala mujer, o mejor dicho, de una mujer, sin más, pues a los ojos de aquella pobre desgraciada con la cabeza medio estropeada no había hembra buena ni adecuada para hacer feliz a su pequeño. Más de una vez Judas había tenido que aguantar sus sermones, más de una vez le había escuchado por activa y por pasiva advertirle que se guardara bien de caer en manos de una mala fémina, que se aprovecharía de él y le sacaría hasta los hígados, que por mucho que le dijeran y que él pudiera pensar, ninguna mujer era decente y por supuesto ninguna le profesaría tan profundo y desinteresado amor como el que ella le profesaba. Y para reforzar tales afirmaciones categóricas, ilustraba sus estúpidos discursos con artículos sacados de losperiódicos, o con noticias en las que las protagonistas eran mujeres descarriadas y sin corazón, incluso, en alguna ocasión, enseñó a su hijo libros que mostraban al mundo la verdad sobre la vida de señoras que no eran tales, eran arpías, en sus propias palabras, como Mata Hari o la Bella Otero.

Judas hacía caso omiso a aquellas afirmaciones carentes de sentido y de lógica, aunque para no soliviantar el ánimo de su progenitora, le decía a todo que sí y le prometía que nunca jamás en su vida posaría sus ojos y sus esperanzas de cariño en otra dama que no fuera ella misma. Pero las cosas cambiaron cuando Fátima apareció en su vida y el muchacho sintió por vez primera las mieles de amor. Al recordar las rotundas advertencias de su madre, Judas supo que nada bueno podía depararle el momento preciso en que Sebastiana supiese de la existencia de Fátima e incapaz de enfrentarse a ello, fue retrasando el momento hasta que el tiempo y la ilusión fueron distorsionando las palabras de su progenitora. En su mente comenzó a formarse una idea que nada tenía que ver con la realidad pero que a él se le antojaba como la más lógica del mundo: la bondad de Fátima, su nobleza y por supuesto su belleza, eran tan evidentes que nada podría argumentar Sebastiana en contra de su relación cuando la tuviese ante ella. Por eso un día, sin pensarlo demasiado, organizó una cena sorpresa para su madre, durante la cual se llevaría a cabo el encuentro tantas veces demorado.

Concertó el evento en un conocido restaurante de la ciudad, famoso por sus deliciosas viandas, y el día señalado decidió que pasaría por casa a buscar a su madre a la salida del trabajo, llevando a Fátima consigo, pues consideraba que era mucho mejor hacer las presentaciones pertinentes en el hogar y después ya irían al restaurante a disfrutar de la fastuosa cena que había encargado, consistente en ensaladilla rusa y en unos huevos fritos con patadas y chorizos de Cantimpalo, su comida preferida.

Fue una noche memorable, todo hay que decirlo, y no precisamente por su final feliz, ni tan siquiera por su principio, puesto que en cuanto Sebastiana pudo ver que su hijo se presentaba en casa con una muchacha a la que llevaba tomada de la mano, cogió el atizador de la chimenea y, sin mediar palabra, comenzó a propinarle a la pobre chica tantos golpes y a proferirle tantos insultos, que si no fuera por el propio Judas la hubiera enviado directamente al hospital, aunque no pudo evitar unas cuantas contusiones en la espalda y un ojo morado. La chica, evidentemente, desapareció de la vida de Judas sin querer saber más de él, a pesar de las insistentes peticiones de perdón por parte del muchacho. Fátima cambió de trabajo y de domicilio y nunca más volvieron a verse.

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