domingo, 8 de enero de 2017

EL AMANTE ADOLESCENTE. (NOVELA ERÓTICA) Capítulo IV



La sesión de sexo en la bañera continuó y me llevó a ser testigo directo del goce supremo de mi maestra. En un momento dado Conchita arqueó su cuerpo dejando su pubis fuera del agua y me pidió que le comiera el clítoris. Yo dudé un instante. Me daba un poco de asco, pero enseguida pensé que, puesto que estábamos sumergidos en agua con jabón, aquello no podía estar más limpio y que cuando me incitaba a hacerlo, era porque debía de ser un práctica normal en las relaciones sexuales. Así que acerqué mi lengua a su sexo y se lo lamí, primero despacio, casi con timidez, pero poco a poco me fui adaptando al ritmo de sus movimientos.

-Así, así, pásame la lengüita... me vuelvo loca, ohhhh.

Conchita movía sus caderas cada vez con más ahínco, mientras el resto de su cuerpo se tensaba y de su garganta surgían tenues gemidos gozosos que se convirtieron en casi un grito cuando todo su cuerpo estalló de placer.

Yo continuaba con mi pene tieso como un mástil y ella se dio cuenta. Se incorporó y me hizo salir de la bañera. Me secó el cuerpo lentamente mientras iba depositando besos por toda mi piel de adolescente asustado y primerizo en aquellas lides del amor carnal.

-Ahora vamos a la cama – me dijo –, tienes que probar lo principal.

Nos fuimos a mi dormitorio. Ella se echó en mi cama, completamente desnuda. Abrió las piernas, mojó sus dedos en saliva y luego se acarició el sexo.

-Acércate – me dijo –. Échate sobre mí y métemela toda.

Una vez más me porté como un buen chico y obedecí. Introduje mi pene en su interior y me moví torpemente mientras le acariciaba aquellos pezones erectos que tanto estaban comenzando a gustarme. Desgraciadamente me corrí enseguida, antes de que Conchita pudiera llegar a satisfacerse plenamente.

-No te preocupes – me dijo –, sigue con la lengua, que me gusta tanto o más.

De nuevo estimulé su entrepierna con mi lengua, llenando mi boca de sus jugos, de aquel sabor nuevo y extraño. Se notaba que le gustaba. Movía su cuerpo de forma casi desesperaba y sus dedos crispados agarraban la almohada.

-Oh, Teo, sí, sigue así, pequeño, lo haces muy bien...

Escuchar sus palabras entrecortadas por sus gritos de placer me estimulaba y me excitaba de nuevo. Cuando ella se corría yo ya estaba preparado una vez más para la batalla. Supongo que era cosa de la sangre joven, la fuerza de la juventud.

Cuando por fin se sintió satisfecha, se abrazó a mí y me dio un beso en la mejilla. Me miró con aquellos ojos marrones, tan expresivos, y me sonrió. Yo poco a poco iba perdiendo la vergüenza y me iba sintiendo como un hombre, un hombre de verdad, un hombre completo, incluso experimentado.

-Teo son casi las cuatro de la tarde. Y yo había bajado para preguntarte qué querías de comer y resulta que... ya ves, no he tenido tiempo de preparar nada.

En aquel momento quise preguntarle si todo lo que había ocurrido había sido fruto de la casualidad o ya lo había planeado de antemano, pero a pesar de sentirme tan hombre, no me atreví.

-Tenemos que reponer fuerzas – prosiguió Conchita –, así que vamos a subir a mi casa y comer algo ¿de acuerdo?

Nos vestimos y subimos a su casa. No recuerdo bien cual fue el menú de aquel día, tal vez unas conservas o unos bocadillos. En todo caso tampoco importa demasiado. Lo realmente importante era lo otro, el mundo lujurioso y pecaminoso en que Conchita me había introducido, un mundo que me gustaba más de lo que nunca me hubiera imaginado.

Mientras comíamos en silencio me asaltó una idea, la posibilidad de que Conchita se quedara embarazada. Yo no quería que aquello ocurriera, me daba pánico la simple idea de que pudiera gestar en su vientre un hijo mío mientras vivía al lado de don Ricardo; pero entonces recordé las palabras de mi madre.

-Pobre Conchita, aguantar a ese desgraciado, al menos si Dios le hubiera dado algún hijo... pero que va... no puede ser madre, ni siquiera esa satisfacción tiene la pobre.

Bueno.... no tendría la satisfacción de tener hijos, pero la compensaba con creces con otras satisfacciones mucho más mundanas.

Con el último bocado de nuestro frugal almuerzo me dijo que teníamos que probar su cama. Creo que me dio un vuelco el corazón al escucharla. No me hacía mucha gracia usurparle el lecho a don Ricardo. La mera posibilidad de verle aparecer por la puerta del cuarto mientras yo me montaba a su mujer era poco menos que la visión de los propios infiernos. Pero podía más el deseo que el miedo y yo, sumiso y obediente, seguí a Conchita hasta su dormitorio, dispuesto a comenzar de nuevo la contienda.

La tarde se convirtió en polvo nada más. El silencio del piso se rompió sólo con los ruidos del somier, los suspiros y los gemidos que salían de nosotros mismos. Los de Conchita eran cada vez más sonoros, señal inequívoca de que cada vez gozaba más. Aquella misma noche llegaría a confesarme que había tenido unos ocho orgasmos. Yo no sabía si aquello era mucho o poco, ni si era bueno o malo, ni si tendría efecto alguno en su salud. Ella no parecía preocupada, así que para qué me iba a preocupar yo.

Hasta la hora de cenar follamos como cosacos. Como yo me corría demasiado pronto siempre completaba la faena lamiendo el clítoris de Conchita. Pasar mis labios por sus otros labios rosados, hinchados, calientes y jugosos se convirtió en mi mejor golosina. Durante aquella tarde practicamos nuestros juegos amorosos en no sé cuantas posturas distintas. Conchita cabalgando sobre mí, sobre mi pene totalmente introducido en su vientre, mientras yo le tocaba los pezones, o se los tocaba ella misma, que no sé que me gustaba más, si darle placer yo, o contemplar como se lo daba ella a sí misma; Conchita arrodillada en la cama, como un perrito a cuatro patas, mientras yo la penetraba por detrás y le masajeaba el clítoris, guiado por su propia mano; Conchita echada en la cama y yo arrodillado en el suelo, con su sexo abierto, suculento y turgente a la altura de mi pene, que entraba y salía de él con una maestría impropia de mi inexperiencia.... Cuando dimos por terminados nuestros encuentros ya había caído la noche.

Estábamos echados en la cama, con nuestros cuerpos entrelazados, la pierna de Conchita sobre mis piernas. Ella acariciaba con parsimonia el incipiente vello que comenzaba a cubrir mi pecho.

-Oh Teo, qué feliz me has hecho hoy. Te has portado como un jabato. Necesitas reponer fuerzas, así que ahora te prepararé una suculenta cena para así compensar el frugal almuerzo, pero antes te tomarás un ponche, que es un buen reconstituyente y además es muy bueno para el catarro.

La seguí a la cocina. Ella estaba vestida sólo con una bragas y una blusa medio desabrochada cuya fina tela dejaba traspasar la silueta de sus pechos firmes y rebosantes. Y no me pude resistir. Me armé de valor y la abracé por detrás. Llevé mis manos a sus tetas y me apreté contra su culo para que notara mi nueva erección. Ella dejó caer su cabeza sobre mi hombro.

-¿Quieres más cariño? Pues vale, te doy más.

Apoyó sus manos en la mesa de la cocina y puso su culo en pompa. Separó las bragas para que yo pudiera penetrarla por detrás y así nos dejamos llevar de nuevo por la plenitud del sexo. Cuando finalizamos, y mientras reanudaba su tarea de preparación de mi ponche, me hizo una pregunta:

-Oye, Teo ¿tú tienes pensado contarle lo que ha ocurrido hoy a alguien? A algún amigo... no sé.

Percibí en el tono de su voz algo entre el miedo y la impaciencia. Al fin y al cabo yo era sólo un crío. Supongo que era normal que no confiara en mí plenamente.

-Por supuesto que no, Conchita, qué cosas tienes. Ni se me ocurriría contar esto a nadie, ni siquiera a mi mejor amigo. Será un secreto.

Me entregó el ponche y se sentó a mi lado.

-Eso espero. Te lo digo porque... bueno, si algún día se lo llegases a contar a alguien, aunque fuera de casualidad, puedes estar seguro de que tu tío Ricardo acabaría enterándose. Ya sabes que los militares tienen muchos confidentes por ahí, gentes sin escrúpulos que les cuentan todo, absolutamente todo, y si él llega a saber que entre tú y yo hay algo, seguramente aparecerías tirado por cualquier barranco con la excusa de un accidente inexistente. Lo entiendes ¿verdad?

Las piernas me temblaban y por segunda vez la imagen de aquel monstruo apareció ante mí, amenazante. Sin duda alguna su mujer tenía razón, aunque yo estaba seguro de que las consecuencias no sólo las iba a padecer yo. Ella también se llevaría su ración y si a mí me mataba ella tampoco iba a quedar con vida. De todos modos era mejor no pensar en ello. Yo no sabía si lo comenzado aquel día iba a seguir o no, y en el caso de que continuara, tenía claro, a pesar de mi niñez, que debíamos ser prudentes.

-Claro que lo entiendo – respondí finalmente –, y de mi boca no saldrá ni media palabra jamás.

Me revolvió el pelo sonriendo y se levantó a hacer la cena. Una tortilla de patata y unos filetes empanados que estaban realmente apetitosos. Como toda ella.

No hay comentarios:

Publicar un comentario