martes, 3 de enero de 2017

EL AMANTE ADOLESCENTE (NOVELA ERÓTICA) Capítulo III




 

Poco me imaginaba yo que no demasiado tiempo después de aquella conversación entraría en el mundo del sexo por la puerta grande y de la mano de quién menos me esperaba. Mis amigos, Fede y los demás, siempre habían opinado que Conchita estaba como un queso y que sin duda alguna, si se les llegara a presentar la ocasión, cosa harto imposible, no tendrían inconveniente en retozar un rato con ella. Yo era de su misma opinión, aunque lo de echar un polvo con Conchita era sólo un sueño, evidentemente. Hasta que dejó de serlo.

Todo comenzó unos días antes de las Navidades de mil novecientos sesenta y cinco. Yo no tenía más que quince años. Había estado enfermo, con una bronquitis acompañada de fiebres que me habían postrado en la cama durante casi dos semanas. Mis padres debían ir a buscar a mi abuela, que vivía en un pueblo de Orense sin más compañía que su gato, pues a pesar de sus reticencias, mamá nunca permitía que pasara tan señaladas fiestas sola. Hacía frío y no consideraron conveniente que yo les acompañara en el viaje, pues no era cuestión de arriesgarme a una posible recaída que podría resultar mucho peor que la propia enfermedad en sí.

-Sólo serán dos días, como siempre – me dijo mamá –, así que te quedarás en casa al cuidado de Conchita. Ella se ocupará de darte de comer. Además, ya vas siendo mayor y no está mal que te vayas acostumbrando a estar solo de vez en cuando.

Yo no repliqué. Al fin y al cabo me daba lo mismo ir o no a buscar a la abuela. Tomar el tren un día para regresar al siguiente tampoco era algo especialmente emocionante. Así que el día en cuestión, mis padres y mi hermana pequeña (mi hermano estaba en el internado y no llegaría hasta unos días más tarde) madrugaron para tomar el tren que les llevaría hasta Orense y me dejaron solo en el piso de Ferrol.

Me levanté casi a media mañana, encendí el brasero que mi madre tenía en el salón, me envolví en una manta y me eché en el sofá con un libro, dispuesto a pasar las horas mientras Conchita no me llamara para comer. Mas al cabo de un rato sonó el timbre. Me levanté a abrir y vi que era ella. La hice pasar y ambos nos sentamos en el sofá del salón, dónde hasta hacía un rato yo tenía pensado disfrutar de mi lectura tranquilamente.

-Hola Teo – me dijo –. Ya sabes que hoy y mañana me ocuparé de ti. Estaremos solos, pues Ricardo se ha marchado a unas maniobras a Cádiz y no regresará hasta la víspera de Nochebuena. Me preguntaba qué te gustaría para comer.

Iba a contestarle que me daba lo mismo, pero no me dejó.

-Por cierto ¿cómo va tu catarro?

-Bien, Conchita, muchas gracias.

-Tengo un ungüento en casa que es mano de santo – dijo obviando mi respuesta.

-Gracias – repetí –, pero ya estoy bien.

-Voy a buscarlo, ya verás que bien te sienta. Te daré unas friegas por el pecho y te sentirás como nuevo. Ve quitándote la camisa.

Estaba claro que aquella mujer no iba a hacer caso a nada de lo yo pudiera decirle, así que la dejé por imposible, aunque debo reconocer que su insistencia en darme aquellas friegas por el pecho me puso un poco nervioso. La simple imagen de las manos de Conchita recorriendo mi cuerpo me traía a la mente aquellas disertaciones sexuales con Fede y Sebas, sobre las putas y demás, y no pude evitar sentir una especie de excitación que llegó a inquietarme.

Conchita dejó la puerta de mi casa abierta mientras subía a su piso y al poco rato apareció de nuevo.

-¿Pero todavía no te has quitado la camisa? Anda, hazlo y túmbate en el sofá.

Obedecí sin rechistar. Ella se sentó a mi lado, en el escaso hueco que quedaba en el sofá, y comenzó a refregar mi pecho con una sustancia viscosa que olía a menta fuerte y a eucalipto. Mi corazón palpitaba como queriendo salirse de su hueco. Estoy seguro de que ella notaba aquellos latidos desbocados, que se hacían más fuertes a medida que sus manos iban bajando por mi cuerpo hasta pasar de manera disimulada por mi bajo vientre. Entonces, inevitablemente, sí que advirtió la erección que en aquellos momentos amenazaba con hacer estallar mi pene. Huelga decir que era virgen y que jamás me había visto en situación semejante.

-¡Pero Teo, eres un canalla! Yo sólo pretendo ayudarte a curar tu bronquitis.

Yo no acertaba a pronunciar palabra. Estaba muerto de vergüenza y todo aquel nerviosismo que me invadía me paralizaba el cuerpo y la mente. Hoy, con la perspectiva que me da la edad y el paso del tiempo, estoy seguro de que Conchita estaba disfrutando de mi zozobra y gozaba controlando la situación ante un aterrorizado muchacho de quince años, pero por aquel entonces no era capaz de adivinar lo que se escondía en la cabeza de aquella mujer que me estaba subyugando de manera brutal, a pesar de que sus palabras fueron desmentidas por sus hechos casi a continuación.

Conchita desabrochó mi cinturón, me bajó la cremallera del pantalón y liberó mi inflamado miembro. Esbozó una tenue sonrisa mientras comenzaba a acariciarlo con suavidad y se desabotonaba lentamente su blusa azul dejando al descubierto unos pechos turgentes y rebosantes cuya visión me nubló la mente más de lo que ya estaba.

-¡Oh, Teo, me encanta que estés así! Mira cómo estoy yo también.

Guió mi mano por debajo de su falda hasta llegar a sus bragas, que estaban completamente mojadas. Yo intenté retirarla. No entendía el motivo de aquella humedad y no me resultaba agradable palpar unas bragas mojadas. Pero ella me pidió que no dejara de tocarla.

-No pares, Teo, me gustan tus caricias.

Pensé en tocar sus pechos, pero no me atreví. Estaba tan excitado que me daba miedo hasta mi propio placer, que estalló de manera atroz cuando Conchita acercó mi pene a su boca y comenzó a obsequiar mi sexo con suaves lamidas. No pude más y me corrí, esparciendo el semen por su cara, por su pelo y por la blusa que aquellas alturas ya estaba totalmente desabotonada.

-¡Teo, eres un cochino! ¡Mira lo que has hecho! ¡Me has puesto perdida! Hasta te has puesto perdido a ti mismo.

Yo me deshacía en disculpas, tan azorado estaba que no sabía dónde meterme.

-Lo siento, Conchita, no era mi intención....

-Pues ahora no nos quedará más remedio que darnos un baño para limpiar todo este desaguisado. Ahora mismo voy a llenar la bañera.

Así lo hizo. Llenó la bañera de agua caliente y me llevó con ella al cuarto de baño. Yo intuía que la sesión sexual no había hecho más que empezar y que lo que me aguardaba al lado de aquella mujer era un mundo de placer hasta entonces desconocido y lejano.

-Ahora vamos a desnudarnos y meternos ambos en la bañera. Es suficientemente grande para los dos.

Me quité los pantalones y me metí en el agua tan rápido como un rayo. A pesar de lo ocurrido, o quizá precisamente por ello, sentía vergüenza de mi propia desnudez. Y desde la protección que me daba la bañera llena de espuma observé como Conchita se iba despojando de sus ropas hasta quedar totalmente desnuda. Yo sólo había visto mujeres desnudas en las revistas cochinas que aquel verano de años atrás nos había mostrado Sebas, jamás al natural, era la primera vez... y me pareció absolutamente fascinante. Aquellos pechos que se erguían descarados y provocadores, el vientre plano, las caderas anchas, el vello púbico que escondía tras de sí tantos goces insospechados... Mi pene volvió a ponerse alerta, con la energía propia de la juventud y de la lujuria recién estrenada.

Conchita entró en la bañera y se acomodó en frente a mi. Comenzó a restregar su cuerpo con sus propias manos mientras me miraba con expresión pícara. Luego acercó mi mano a sus pezones, que estaban increíblemente duros.

-Se ponen así cuando los acarician – me dijo –. Con suavidad. Así...

Y colocaba mis dedos alrededor de aquellas protuberancias oscuras haciendo que los pellizcara suavemente, mientras sus párpados caían en señal descarada del placer que le provocaban mis manos. Durante un rato me mantuvo así, acariciándole los pechos, arrancando de su garganta gemidos ahogados que aumentaban mi frenesí.

-Teo – me habló de pronto, separando mis manos de sus pechos - ¿Tú sabes lo que es el clítoris?

Negué con la cabeza. En mi vida había escuchado semejante palabra.

-Pues es un botoncito que las mujeres tenemos en el coño, y que sirve para darnos placer.

No sé si me gustaba oír a la mujer que se supone debería estar velando por mi, utilizando las mismas palabras soeces que usaba yo con mis amigos cuando hablábamos de sexo. Tal vez lo que me resultara fuera extraño, porque lo cierto es que me excitaba.

-Y... ¿cómo...?

-Así...

Conchita se levantó. El agua corría por su cuerpo en lánguidas caricias. Se acercó a mí y abrió sus piernas. Guió mi mano hacia su sexo y me ayudó a encontrar su turgente clítoris, que se alzaba entre sus labios como una protuberancia insolente. Comencé a mover mi dedo alrededor, con suavidad. Ella cerró sus ojos y se abandonó a mis caricias, mientras yo me conformaba con acariciarme a mí mismo....



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