martes, 17 de enero de 2017

EL AMANTE ADOLESCENTE (NOVELA ERÓTICA) Capítulo VII



Estrenamos el piso de Fernanda después de que Don Ricardo (o el tío Ricardo, como quería que le llamara) se incorporó a sus quehaceres en el cuartel. Hacía más de dos semanas que no follábamos, aunque yo me masturbaba todos los días, algunos incluso más de una vez. Pero evidentemente no era lo mismo entregarse a los placeres solitarios que disfrutar del cuerpo de aquella mujer que me llevaba al séptimo cielo con sus caricias y sus besos.

Conchita y yo habíamos llegado a un acuerdo sobre la utilización del inmueble. Yo subiría cuando pudiera y si veía que sobresalía un papel blanco por debajo de la puerta, eso sería la señal de que ella estaba esperándome. Entonces llamaría al timbre y ella me abriría.

Aquella mañana yo había desaparecido de casa con la excusa de dar una vuelta con los amigos, pues todavía estaba de vacaciones. Después de echar el primer polvo, Conchita me habló muy seriamente.

-Teo, tenemos que mejorar todo esto.

Estábamos echados en la cama, satisfechos y cansados después de gozar. Ella tenía la cabeza apoyada en mi hombro y yo acariciaba su pelo. Me sorprendieron sus palabras. Yo pensaba que todo estaba bien, tal y como estaba.

-¿Mejorar? ¿El qué? ¿Cómo? – pregunté.

-Tienes que retrasar la eyaculación para que yo pueda llegar al orgasmo antes de que tú te corras. De esa manera incluso puedes conseguir que tu pareja tenga varios orgasmos antes de tenerlo tú. Y tenemos que hacer un precalentamiento más prolongado, yo te ayudaré. Ya verás.

No voy a aburrir al lector con las lecciones de Conchita. Simplemente decir que con las instrucciones y el buen hacer de mi maestra en pocos días conseguí lo que ella tanto ansiaba. Y me sentí tan feliz que aquel día se me quedó grabado en la memoria con una precisión sorprendente.

Era un sábado y Ricardo tenía guardia, así que no regresaría hasta el domingo. Yo tenía toda la tarde libre, hasta las diez, que era la hora en que debía regresar a casa. Y como casi todas las tardes, dejaba a mis amigos de lado y me iba a casa de Fernanda, donde me ofrecían algo mucho más interesante que deambular sin rumbo por las calles de Ferrol o ver en el Rena alguna película del Oeste.

Estábamos practicando una de las posturas que más le gustaban a mi amor. Estaba echada en la cama, con las piernas casi en vertical, apoyadas sobre mis hombros. Yo estaba de rodillas, con mi miembro metido totalmente dentro de su sexo, follándola con gusto mientras le acariciaba los pies y se los besaba. Ponía en práctica sus consejos y así lograba retrasar mi eyaculación. Ya llevábamos un buen rato copulando cuando sus gemidos se hicieron más intensos y entre los mismos escuché sus palabras tan cargadas de placer como su propio cuerpo.

-Teo, cariño, me corro, me corro, me muero de gusto... así, así, no pares.

Yo me abandoné y también me corrí. Creo que fue uno de los orgasmos más placenteros que he tenido en mi vida. No sólo por el orgasmo en sí, sino por ser el primero que compartí plenamente con ella. Sin embargo aquel momento mágico no terminó del todo bien.

Terminado el asunto me eché a su lado en la cama y la abracé con fuerza. Me sentía tan enamorado, tan rebosante de aquel amor primero que ella había llevado a mi vida, que no sentí ningún reparo en confesárselo después de que ella expresara su satisfacción.

-Oh, Teo ¡qué feliz me haces! Me vuelves loca de placer.

-Conchita, amor mío, tú te mereces lo mejor del mundo. Eres tan buena.... te adoro, Conchita. Te quiero tanto....

Al escucharme decir esas palabras se incorporó y apoyando su cuerpo sobre su brazo me miró sonriendo.

-Pero ¿de qué amor hablas, Teo? ¿Qué sabes tú del amor?

-Lo sé todo, sé que te quiero, que desde que comenzamos con esto me he ido enamorando y te quiero, te quiero mucho.

-No Teo. Guarda esas palabras para otra mujer. Eres muy joven y un día encontrarás a alguien a quién le puedas decir te amo con conocimiento de causa. Pero esto no es amor. Esto sólo es una manera más de divertirnos.

-¿De divertirnos? - pregunté yo, enfadado – Yo no lo creo, yo nunca he hecho nada de esto con mis amigos para divertirme.

Se echó a reír a carcajada, cosa que soliviantó más mi ira.

-Lo sé, pero muchas veces me has contado que tus amigos se iban de putas. ¿A qué te crees que iban? A divertirse. ¿O acaso crees que estaban enamorados de ellas?

-¿Me estás diciendo que eres una puta?

-No, Teo. Yo solo quiero que bajes de las nubes. Yo soy una mujer casada que lo único que pretende es encontrar un poco de diversión en su existencia insulsa y tú eres un chico muy joven que tiene toda la vida por delante para disfrutar del amor verdadero y ser feliz. Tú y yo no tenemos futuro y cuanto antes te lo metas en la cabeza, mucho mejor.

No le contesté. Me limité a levantarme de la cama, vestirme y salir de allí como alma que lleva el diablo, absolutamente cabreado.

*

Saber que Conchita no me quería fue un duro varapalo. Era algo lógico, presente en mis pensamientos desde el principio, pero que me negaba a creer cegado por la ilusión. Yo no veía los inconvenientes de nuestro amor, ni la diferencia de edad, ni el hecho incuestionable y por aquel entonces casi irremediable de su matrimonio, ni nada de nada. Yo sólo sabía que la amaba y no entendía que ella no me amara a mí. Mi mente no podía separar amor y sexo... todavía.

Lo cierto es que las calabazas de Conchita me afectaron en mi fuero interno e hicieron mella en mi personalidad. Me volví huraño, irascible, todo me molestaba y la que más pagaba las consecuencias de mis malos humores era Gracia, mi hermana pequeña, con la que ahora me negaba a jugar y a ayudarla con sus deberes y a la que echaba de mi lado con cajas destempladas. Mis padres empezaron a preocuparse e incluso pensaron en la posibilidad de llevarme al psicólogo, aunque poco a poco hice que se quitaran esa idea absurda de la cabeza.

Mis amigos casi desaparecieron de mi vida. Me llamaban el empollón porque se pensaban que me quedaba en casa estudiando. Aquel año yo cursaba sexto de bachiller y aunque las notas no fueron para tirar cohetes, conseguí aprobar y así examinarme de la reválida.

A pesar de mi decepción con Conchita, pasado el enfado del primer momento, yo seguía follando con ella. Sufría porque no me amaba, incluso he llorado muchas noches en la soledad de mi cuarto, sintiéndome un completo desgraciado. En esos momentos pensaba en rechazarla, pues tal vez de esa manera me echara de menos y se diera cuenta de que realmente sí que era amor y no sólo deseo lo que sentía por mi. Pero no era capaz, y a pesar de mi desencanto continuaba manteniendo la esperanza de que acabara enamorándose de mí, y mientras me la seguía tirando, un día sí y otro también, a veces incluso dos veces en el día. Y cuando no era posible, entonces me entregaba al dulce placer del onanismo.

Recuerdo una tarde en que llegué del colegio y estaba allí, con mi madre, cosiendo, tan bonita como siempre, sentada en el sillón junto a la ventana. Sus tetas turgentes y sus piernas firmes y bien torneadas hicieron que mi polla despertada. Me metí en el baño y me masturbé pensando en ella, en tocarle aquellos pezones oscuros, en lamerle su sexo jugoso. Cuando rematada la faena regresé al salón, mamá dijo que tenía que salir a comprar algo e invitó a Conchita a acompañarla.

-No puedo, tengo cosas que hacer en casa. – repuso. Y haciéndome un gesto supe que teníamos cita en el piso de Fernanda.

Otras veces, cuando llegaba y ella no estaba, le decía a mi madre que me iba a dar una vuelta con los amigos.

-¿Y los deberes?

-No te preocupes, mamá, los hago a la vuelta.

Y subía al piso de la Fernanda. Si veía el papelito blanco sobresalir por debajo de la puerta me sentía muy feliz. Tocaba el timbre y me abría mi amor, vestida casi siempre con una camisa larga medio desabotonada, debajo de la cual tenía sólo su braga. Nos besábamos con pasión, como si fuera la primera vez o la última que unos amantes se encontraran, y después de tomar un refresco o un café comenzábamos la faena. Un polvo o dos y para casa, de regreso de dar un paseo con los amigos.

Así transcurrieron unos meses, desde que comenzamos nuestros encuentros sexuales, en Navidad, sin que hubiera nada llamativo que resaltar, salvo que yo me sentía cada día más enamorado de aquella mujer y a medida que crecía mi enamoramiento, lo hacía también la rabia por tener en el medio a quién no se merecía estar al lado de mi Conchita, su marido, evidentemente.

Ricardo continuaba con sus correrías, de las que yo apenas me daba cuenta si no fuera por los comentarios de mis padres. El militar llegaba a casa muchas noches con tremendas borracheras, después de visitar los burdeles de medio Ferrol. No me extrañaba entonces que Conchita tuviese que descargar su tensión sexual conmigo, pues él no le hacía apenas caso.

Una noche, al pasar por delante de la habitación de mis padres, los oí hablar de Ricardo y pegué la oreja a la puerta. Mi madre le decía a mi padre que aquella tarde le había visto a Conchita un moratón en el brazo.

-¿Tú crees que le ha pegado? – preguntaba papá.

-No lo sé, las marcas más bien parecían de haberle apretado los brazos. De todos modos esa muchacha no es feliz... pobrecilla.

Que Ricardo maltrataba a su mujer era algo que no se le pasaba desapercibido a la familia. Puede que no le diera grandes palizas, pero seguro que la vejaba y la insultaba, pues alguna vez se le había escapado algún improperio en público. Si al principio de conocerlo le tenía miedo, a aquellas alturas lo que le tenía era un odio profundo. Más de una vez deseé perderle de vista, que se quitara de en medio de la forma que fuera. Lo que no me imaginaba era que un día mis súplicas fueran escuchadas y don Ricardo desapareciera del mapa para siempre.


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