jueves, 8 de diciembre de 2011

LÁGRIMAS DE CARBON

LÁGRIMAS DE CARBÓN.
Aquella mañana me levanté con una opresión en el pecho que se empeñó en acompañarme hora tras hora. No tenía motivos para estar triste pero lo estaba, no había razón para la angustia pero no era capaz de alejarla de mí. Intentaba pensar en él, en las caricias que dejaba prendidas en mi piel cada vez que estábamos juntos, en los besos que depositaba en cada rincón de mi cuerpo y que yo guardaba en la caja de mi corazón enamorado.
Yo era sólo una niña, y como tal, me dejaba llevar por la inocencia y por un amor peligroso que había tambaleado los cimientos de mi vida desde que se presentó en ella. Aquella noche volveríamos a encontrarnos en la ribera del río y allí daríamos rienda suelta a nuestra pasión prohibida.
Eran las siete cuando escuché el sonido agudo de la sirena. Yo estaba delante del espejo, arreglándome para mi encuentro con él, pero supe que ya no merecía la pena continuar. Mi corazón dio un vuelco anunciándome la desgracia.
Me senté en la mecedora de la galería y me dispuse a esperar no sabía muy bien qué. Cuando la noche cayó me atreví a salir. Me fui hasta la entrada de la mina y me oculté entre los matorrales. Allí estaba ella. Su presencia me confirmó mis negros augurios.
Me senté en el suelo, cerré los ojos y recé, rogué a un dios en el que no creía que la maldita mina me lo devolviera vivo. Pero no hubo suerte. Un grito desgarrador rompió el silencio de la noche. Asomé mi cabeza y la vi, arrodillada al lado del cuerpo inerte de su marido.
-Sabes que no puedo abandonarla – me decía cuando yo me quejaba de nuestro amor clandestino – pero yo te amo a ti.
Me amaba a mí, pero ella era la que disfrutaba de su presencia, la que compartía su vida, la que aquella noche lloraba su muerte como yo jamás la podría llorar.
Tomé de suelo un trozo de carbón y me volví a casa. Delante del espejo que aquella misma tarde me había visto ponerme bella para él, pinté mi cara con aquel trozo de negro carbón y dejé que mis lágrimas prohibidas surcaran mis mejillas arrastrando toda la negrura que tiznaba mi alma. No sé por qué hice aquel gesto, no me lo preguntes, pero alivió mi inquietud y sosegó mi ánimo.
Ocho meses más tarde naciste tú. Han pasado ya tantos años… Mañana empiezas a trabajar en la mina, pero no te preocupes, él te cuidará, no dejará que nada te ocurra, no permitirá jamás que mis lágrimas vuelvan a ser de carbón.


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