El sol caía en la tibia tarde de finales de primavera. Un grupo de adolescentes nos entreteníamos limpiando el viejo local de la playa, una cabaña abandonada que hacía años había hecho las veces de bar. Se acercaba el verano, un verano que todavía se nos antojaba largo y ocioso, sin preocupaciones, un verano en el que el tiempo todavía no se empeñaría en emprender su loca carr
era hacia ninguna parte. Aquel sería nuestro cuartel general, nuestro refugio, nuestro lugar de encuentros en los anocheceres calurosos que se avecinaban. No sé en que punto de la tarde apareciste tú, pero de repente mi mirada se cruzó con tu mirada azul, tan azul como ese mar cuyo susurro nos llegaba cercano, preludio de encuentros esperados y ya próximos. Te quedaste allí, junto a mí, hablándome de no sé qué cosas, sólo recuerdo que me hacías reír, que me sentía a gusto a tu lado, que despertaste en mí un sentimiento hasta entonces desconocido.
Me enamoré de ti con la rapidez propia de los quince años, dejándome empapar de tu sonrisa, dejándome atrapar por tus palabras. Y con el verano que llegaba comenzó el cortejo infantil, inocente, cándido, los paseos por el pueblo, las largas conversaciones sin tema aparente, los roces furtivos de manos que agitaban mi cuerpo, provocándome sensaciones nuevas. Fueron momentos que quedaron gravados en mi memoria con fuerza, con tanta fuerza que no podría olvidarlos aunque me empeñara en ello.
Una noche, al son de la música estridente y chabacana de una orquesta cualquiera, vibrante el pueblo de alegría celebrando su fiesta, miraste mis labios vírgenes y quisiste besarlos. Ya no te bastaba cogerme de la mano.
-Tienes un color bonito en los labios – me dijiste.
-Saben a chocolate – te respondí.
Me pediste probarlos y por toda respuesta saqué la barra de labios con sabor a chocolate del bolsillo de mi pantalón. Te la ofrecí y la rechazaste con una sonrisa pícara, una sonrisa que me decía que mas temprano que tarde conseguirías tu propósito, que también era el mío, aunque no quisiera admitirlo. De pronto el cielo se convirtió en cómplice de nuestro amor adolescente y descargó un aguacero que nos obligó a resguardarnos bajo un frondoso árbol. Y allí, mientras la lluvia caía con fuerza me robaste el beso deseado, saboreando mis labios con suavidad e inexperiencia. Sabían a chocolate. Supieron a chocolate todos los besos que unieron nuestras bocas ansiosas en aquel verano ya tan lejano. Pero el tiempo, con impertinencia y descaro sembró el desencanto, la desilusión, y aquel amor repentino y loco se terminó casi con la misma rapidez con la que había comenzado. Emprendimos caminos diferentes, caminos que nos llevaron a otras gentes, a nuevas experiencias, en definitiva a otros besos, que nunca, nunca más, fueron de chocolate.
Muy bonito y tan verdadero
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