martes, 29 de noviembre de 2011

CANCION DE ADIOS





Las primera luces del alba se cuelan por la ventana entreabierta. Miro el reloj. Pasan unos minutos de las seis de la mañana y el calor ya se está haciendo insoportable, ni siquiera la tenue brisa que se cuela por la rendija logra aliviar un poco la sensación bochornosa. La habitación huele a sudor rancio y a humedad. Tu cuerpo yace en la cama, a mi lado. Tu respiración lenta y acompasada me dice que estás plácidamente dormido. Contemplo tu bello rostro y por un segundo se adueña de mí una infinita ternura. Me gusta tu piel blanca, tu cabello rizado, tus ojos color avellana, tu nariz recta y afilada, tu sonrisa de dientes blanquísimos y perfectos. Me entristezco al pensar que pronto podré verlos tan sólo en mi recuerdo.Me levanto y enciendo un cigarrillo, me acerco a la ventana y me siento en el alféizar. Me entretengo un rato en observar el humo que sale de mi boca, después de haber ensuciado un poco más mis pulmones. Sonrío al recordar que no fumaba hasta que te conocí. ¿Te acuerdas? una noche de verano, casi tan calurosa como ésta, en aquella playa de Ibiza. Era la primera vez que salía de casa sin mis padres y estaba ávida de experimentar emociones desconocidas. Acababa de cumplir dieciocho años, tú tenías veinte. Yo por aquel entonces era una chiquilla ingenua y enamoradiza, por eso puedo decir sin tapujos que me enamoré de ti en cuanto te vi, aunque muchos se empeñen en afirmar que eso no puede ser. Salías del agua vestido con unos pantalones vaqueros empapados. Pesaban tanto que apenas te permitían caminar. Tu torso, atlético y cubierto de bello, desnudo, mojado, atrajo mi mirada y despertó en mí un deseo que jamás había sentido. Al pasar por mi lado me miraste y me premiaste con tu sonrisa, una sonrisa que me encandiló de tal forma que te perseguí de forma inconsciente durante toda aquella noche de fiesta. No sé si fue el azar, la casualidad o la misma vida que hace de las suyas, pero al día siguiente estabas en la playa. Esta vez te acercaste a mí con el descarado propósito de ligar conmigo. Y el "cómo te llamas", "estudias o trabajas", nos fue llevando la conversación hacia otros derroteros mucho más interesantes. Por la noche viniste a buscarme al hotel y me llevaste a otra fiesta. Fue allí donde me ofreciste el primer cigarrillo, que yo acepté por la vergüenza que me daba decirte que no había probado el tabaco nunca en mi vida. Ya ves, con el tiempo se ha ido convirtiendo en mi único vicio, un vicio que no quiero abandonar porque me une a ti, a esas tardes de invierno que tantas veces hemos pasado charlando entre cigarrillos y café. Nos hicimos inseparables, amigos, colegas...pero ambos queríamos más y terminamos por dárnoslo. La última noche de mi estancia en la isla me tomaste de la mano y nos fuimos a pasear por la playa donde nos habíamos visto por primera vez. Yo sabía que eran nuestros últimos momentos juntos, que el amor que sentía por ti tenía las horas contadas por fuerza, no por voluntad propia, y mientras caminábamos descalzos, dejando que las olas que rompían en la orilla acariciaran nuestros pies, pugnaba por no llorar delante de ti, para que no te dieras cuenta de la pena tan grande que sentía al tener que dejarte. Al mismo tiempo mi cuerpo te pedía, insinuante, que le dejaras algún recuerdo, alguna huella que quedara perdurable pegada a mi piel recién salida de la adolescencia. Años después me confesarías que tú sentías lo mismo, que deseabas unirte a mí como un animal en celo. Por eso me llevaste a la esquina más oscura y allí nos amamos con pasión desenfrenada, sabiendo que era la primera y la última vez que nos regalaríamos las caricias y los besos que salían de nuestras manos y de nuestras bocas.
Ya te he contado mil veces las lágrimas que derramé por ti en el avión de vuelta a casa. Ahora lo pienso, después de pasado el tiempo, y hasta me siento estúpida. Estúpida por pensar que lo nuestro tendría que ser como los amores eternos que sólo existen en las películas, en las novelas rosa que devoraba en la soledad de mi habitación en los fríos y grises días del invierno. Y es que cuando se tienen dieciocho años, el amor soñado y no conseguido se convierte en una tragedia que amenaza nuestra existencia haciéndonos creer que ya jamás podremos volver a amar. Metida en aquel avión, encerrada en aquel aparato a muchos kilómetros del suelo, eso era lo que yo pensaba: que a nadie volvería a querer como te había querido a ti, que nadie podría paliar mi sufrimiento.
Pensé que jamás volveríamos a estar juntos, por eso no me llevé de ti recuerdo alguno, ni siquiera un número de teléfono, era mejor perder todo contacto para así hacer más rápido el olvido. No podía imaginarme que sólo unos meses más tarde volverías a mi lado, que estarías esperándome una lluviosa tarde de enero a la salida de la facultad, para decirme que el amor que sentías por mí te había desbordado, que era tan intenso que no podías dejar de pensar en mí, que querías que pasáramos el resto de la vida juntos. Creo que aquel fue el momento más feliz de mi existencia. Volver a estar contigo colmaba todos mis deseos, que sintieras por mí lo mismo que yo por ti significaba la realización de todos mis sueños.
Sí, debo de reconocerlo, tuvimos una vida plena, el camino andado juntos ha tenido más rosas que espinas y los años que hasta hoy han pasado lo han hecho demasiado rápido tal vez, pero ha llegado a su fin, ya no hay lugar hacia dónde ir, ya no hay ruta que tomar, que elegir. No sé en qué momento me envolvió el desencanto, no sé cuál fue el instante preciso en que tu presencia empezó a molestarme, en que la pasión abandonó nuestro lecho. Supongo que la rutina se instaló entre nosotros y poco a poco dejamos de ser diferentes a los demás, empezamos a hacer las mismas cosas, a tener sus mismos problemas, a vivir su misma vida insulsa.
Y un día te miré y me pareciste un extraño. Por más que quise recuperar nuestra historia pasada, no fue posible, no es posible, precisamente por eso, porque ya ha pasado, porque sus protagonistas han cambiado, porque tú y yo ya no somos los mismos de antes. Así es que he decidido irme, antes de que el amor que aun queda entre nosotros se termine y acabemos convertidos en enemigos. Te lo he intentado explicar y no lo entiendes, niegas lo evidente una y otra vez, aunque sabes que tengo razón. Por eso he elegido este momento para irme, mientras duermes, sin que te des cuenta, para que no intentes retenerme, para no tener que enfrentarme a esos ojos que me pedirán con insistencia que me quede. Sé que irme así no es sino un acto de cobardía, pero no me siento con fuerzas para una despedida cara a cara. Me gustaría hacer el amor contigo por última vez, regalarte de nuevo besos y caricias, pero no es posible, no serían sinceros.
Me voy, mi vida, me voy sin rumbo fijo, a algún lugar donde poder refugiarme para olvidarte. Te dejaré esta carta encima de tu mesilla para que la leas cuando despiertes. Por favor, no me guardes rencor.
Cojo mi pequeña maleta y pongo en ella cuatro cosas. Te miro por última vez. Al cerrar la puerta de la habitación me viene a la memoria esa canción que tantas veces he escuchado últimamente pensando en ti: fuiste todo, pero fuiste, yo no sé si me entendiste, que te estoy diciendo adiós.

1 comentario:

  1. Sabes, Gloria, nunca se dice adiós, porque lo malo es que el adiós lo pone el tiempo. Besos

    ResponderEliminar