LA BRUJA DEL DESVAN
Todas las primaveras, un día cualquiera, mi abuela tomaba la escoba y el plumero y se entregaba con brío a hacer la limpieza general previa a la llegada del verano. Estaban por llegar todos sus nietos y parte de sus hijos para disfrutar a su lado las vacaciones estivales y la casa debía lucir impecable. Todo aquel jaleo que se formaba durante la jornada de limpieza provocaba en mí una emoción especial, pues ello significaba el inicio de una etapa de juegos y compañía con aquellos primos a los que apenas veía el resto del año, días calurosos y largos, jornadas de sol y playa que a todos nos daban fuerzas para afrontar el duro invierno que todavía quedaba muy lejos.
Aquella tarde, además, pude descubrir, por fin, a dónde conducía la misteriosa puerta que coronaba el pasillo del piso de arriba. Nunca antes la había visto abierta e imaginaba que algo fascinante debía de guardarse al otro lado, pues en más de una ocasión había podido observar a la abuela cerrarla con llave y guardar ésta en el armarito blanco situado al final de la escalera. Pero aquella vez, supongo que por descuido, la puerta, al igual que todas las demás, estaba abierta y parecía llamarme a gritos. Me acerqué con cuidado, con el corazón latiéndome a cien por hora debido a la emoción contenida, más mi desilusión fue mayúscula cuando finalmente lo único que se mostró ante mí fueron más escaleras que parecían querer conducir hasta el cielo a quien se atreviera a subirlas.
-¿Qué haces ahí, María? - resopló la voz de mi abuela, justo cuando posaba el pie en el primer peldaño.
-Ni se te ocurra subir -me regañó a la vez que me tomaba por el brazo y me apartaba bruscamente – ahí arriba hay una bruja.
-Eso no es cierto – le contesté yo con seguridad – las brujas no existen.
-Vaya que si existen y en este desván hay una de lo más peligrosa, así que marcha de aquí de una vez, que como te vea se va a armar una buena.
Las palabras de mi abuela me asustaron y salí de allí corriendo como alma que lleva el diablo, aunque también tuvieron el efecto de acrecentar mi curiosidad. Por fin sabía lo que escondía la misteriosa puerta y aunque por lo visto no era nada bueno...la posibilidad de ver una bruja con mis propios ojos era sumamente atractiva. Debo decir, sin embargo, que el miedo fue superior a cualquier otra sensación y que, por lo tanto, me guardé mucho de atreverme a abrir aquella puerta y subir al desván. Me limitaba a observar, desde el jardín, la pequeña ventana redonda que casi tocaba el tejado de la casa, esperando que de un momento a otro apareciera pegada al cristal la cara imaginada, de nariz aguileña coronada por una horrible verruga. Evidentemente eso jamás ocurrió y la llegada del invierno y el regreso a la ciudad hicieron que me olvidara un poco del misterioso ser que según mi abuela habitaba en el desván.
Las siguientes Navidades, cuando toda la familia se volvió a reunir unos días en torno a la mesa de los abuelos, retornó a mi mente la imagen de la supuesta bruja, aunque cada vez me creía menos lo que mi abuela me había dicho. Un día, mientras la señora Maruja Rivas, aquella campesina de modales rudos y corazón tierno que ayudaba a mi abuela en las tareas de la casa, limpiaba con ahínco las manillas de las puertas, me atreví a preguntarle qué había detrás de la puerta fruto de mis quebraderos de cabeza.
-¿Qué va a haber? Pues el desván- me contestó como si le hubiera hecho la pregunta más estúpida del mundo.
-¿Y allí vive una bruja?
Se detuvo un momento en su ardua tarea y me miró sonriendo.
-¿Pero a ti quién te ha dicho eso?
-La abuela.
-Chocherías de tu abuela – me dijo mientras reanudaba su trabajo – En el desván lo único que hay son trastos y porquería. Un día de estos tendré que decidirme a hacer una limpieza a fondo allí, de lo contrario nos comerán las arañas. Pero tranquila María, allí no hay ninguna bruja, ¿quieres comprobarlo?
Negué con la cabeza y salí de allí apresurada, no fuera a ser que Maruja estuviera equivocada y al abrir la puerta del desván apareciera el ser demoníaco que yo imaginaba.
Con el tiempo, según me fui haciendo mayor, mi curiosidad por el desván desapareció por completo, al igual que la estúpida idea que mi abuela me había metido en la cabeza, hasta que, por casualidad, el verano en que cumplí los quince años, hice el mayor descubrimiento de mi vida.
Nada más comenzar las vacaciones, cuando de nuevo la pandilla se reunió, se unió a la misma un nuevo miembro, Juan, un muchacho vasco que había llegado al pueblo con su familia a pasar el verano. Juan era guapísimo, o al menos a mi me lo pareció, y me quedé prendada de sus cabellos rubios y de los ojos más verdes que yo hubiera visto jamás. Nunca antes había sentido aquella sensación, las mariposas en mi estómago revoloteaban sin cesar cuando estaba a su lado y no deseaba otra cosa en el mundo que, más pronto que tarde, mi enamorado me correspondiera en el intenso amor que yo sentía por él en secreto. Por aquel entonces yo era una adolescente tímida y apocada, por nada del mundo quería que Juan se enterase de mis sentimientos hacia él, por eso me guardé de contárselos a nadie, salvo a Ana, mi mejor amiga, con la que no tenía secreto alguno. No me imaginaba por nada del mundo que fuese precisamente ella la que me llegase a traicionar. A pesar de ser conocedora y depositaria de mi secreto, una tarde me dijo que Juan le había pedido para salir y que ella le había dicho que sí, que lo sentía mucho, que nunca me había dicho que a ella también le gustaba porque me veía muy enamorada, pero que no iba a desaprovechar la oportunidad. Aquellas palabras me hirieron en lo más profundo de mi alma. Mi amiga me estaba traicionando y ni fuerzas tuve para enfadarme. Di media vuelta y me marché a casa llorando como una magdalena, viendo como mi castillo de naipes se derrumbaba. Me había quedado sin novio por culpa de mi mejor amiga, me estaba dando cuenta de que la vida podía ser muy, pero que muy cruel.
Cuando llegué a casa mi llanto era tal que quise esconderme, no me apetecía que alguno de mis primos o incluso mi madre me viera de aquella guisa y qué mejor lugar para esconderse que el desván. Allí podría llorar a moco tendido todo lo que me apeteciera que nadie se iba a percatar de ello. Tomé la llave que tantas veces había visto guardar a mi abuela y ni corta ni perezosa subí aquellas escaleras que de pequeña tanto me habían llamado la atención. Me acomodé en un viejo sillón apolillado a punto de romperse y durante no sé cuánto tiempo me regocijé en mi propia desgracia. Sólo cuando dejaron de brotar lágrimas de mis escocidos ojos y me disponía a salir de mi escondite la vi. Allí estaba, en una esquina, cubierto su cuerpo con una capa morada, adornada su cabeza con un gorro negro, con su nariz aguileña y su verruga horrorosa, sujetando en su mano izquierda una escoba...no había duda alguna, era ella, la bruja del desván.
De repente viejos recuerdos que creía olvidados volvieron a mi mente y me acerqué a aquella figura completamente fascinada. Alargué mi mano y la pasé liviana por su cara de cartón brillante, acaricié su capa polvorienta e intenté quitarle la escoba sin éxito. Entonces me fijé en aquel anillo que adornaba el dedo corazón de la mano que sujetaba la escoba, una sortija cuya piedra azul relucía con fuerza. La toqué con la yema de mis dedos y sentí como si una descarga eléctrica recorriera mi cuerpo. Asustada salí de allí, cerré la puerta como pude y después de guardar la llave en su lugar me refugié en mi habitación.
¿Qué había ocurrido? ¿Qué extraña sensación había experimentado al tocar el anillo de la bruja? ¿Qué significaba todo aquello? Me sentía, además, con fuerzas renovadas y cuando pensaba en Juan y en mi amiga Ana, en lugar de sentirme desgraciada, algo en mi interior me empujaba a luchar por lo que deseaba. Si mi amiga no había tenido la menor consideración hacia mí al aceptar salir con él, ¿por qué había de tenerla yo con ella? Juan sería para la mejor y la mejor, seguro, sería yo. Esa misma noche se lo iba a demostrar a ambos.
Me sorprendí a mi misma con semejantes pensamientos. Era ideas de....de una chica mala y yo no era así. Parecía como si la bruja del desván me hubiera insuflado algo, no sabría decir qué, tal vez el valor del que siempre había carecido, la valentía para, de vez en cuando, pensar más en mí y no tanto en los demás.
Con una decisión inusual me preparé para la verbena de aquella noche dispuesta a comerme el mundo: zapatos de charol naranja con tacones kilométricos, falda de volantes azul por la mitad del muslo, camiseta naranja con los hombros al descubierto, pendientes de botón azules, el pelo cardado a más no poder y una cinta alrededor de la frente, un look de los ochenta total y aunque a alguien le cueste creerlo les aseguro que estaba moderna perdida, como lo demostraron todas las miradas que se volvieron hacia mi al verme llegar a nuestro punto de encuentro, incluidas la de Ana , muerta de envidia y de asombro, y la de Juan, al que parecía faltarle poco para desmayarse allí mismo. Aquella noche mi amiga se quedó sin novio, se terminó nuestra cándida amistad y yo comencé a vivir mi primer amor, ese que dicen que nunca se olvida. Y todo gracias a la bruja del desván, o por lo menos eso parecía.
El verano transcurrió sin que yo me volviera a acordar de tan singular personaje, pues ni que decir tiene que lo pasé ocupada en quehaceres mucho más interesantes. Fue durante el curso cuando la habitante del desván volvió a tomar protagonismo en mi vida.
Ocurrió que a la profesora de matemáticas, como consecuencia de alguna fechoría de las nuestras que prefiero no recordar, señaló un examen para cuatro días después, un examen de trigonometría que casi nadie había estudiado y cuya materia, a más de uno, se nos atragantaba. Yo no era mala estudiante, pero confieso que las matemáticas me traían por la calle de la amargura y en aquel caso concreto tres días no eran suficientes para preparar una dura prueba que por nada del mundo quería suspender. Toda la clase entró en una especie de desesperación colectiva, incluso aquellos para los que aprobar era poco menos que un acontecimiento inusual.
Comenzó a circular de boca en boca la posibilidad de robar el examen, pero ¿quién lo iba a hacer y cuándo? Estábamos a viernes y el examen sería el martes, con el fin de semana por medio pocas posibilidades nos quedaban. Me predispuse pues a estudiar todo lo posible, pues la idea de robar el examen no entraba en mis planes, no me parecía honesto. Sólo cuando tras horas de infructuoso estudio la preocupación empezó a apoderarse mí, una lucecilla se encendió en mi cerebro y me dije que tenía que probar la última posibilidad que me quedaba. Era domingo y estaba en casa de los abuelos, así que no me resultó difícil subir al desván y rogarle a la bruja que me ayudara a solucionar aquel horrible problema que me agobiaba. Así se lo dije en un susurro mientras mi mano se posaba en la piedra azul de su anillo. La misma sensación extraña de la primera vez recorrió mi cuerpo, con la misma fuerza y decisión me vi después. Algo me decía que la suerte se iba a poner de mi parte, como así fue.
El lunes por la mañana algo me impulsó a ir al despacho donde se ubicaba la fotocopiadora, a pesar de que no tenía nada que hacer allí. Apenas me lo podía creer cuando vi sobre una mesita auxiliar un examen de matemáticas. Me aseguré de que nadie me veía y lo cogí para echarle una ojeada. Era el nuestro, no había duda, así que me apresuré a hacer una fotocopia. Mis compañeros se iba a poner muy contentos cuando les hiciera partícipes de mi golpe suerte. Aunque bien pensado, ¿por qué tenía que hacerles partícipes de nada? La mayoría de ellos eran unos vagos y si suspendían ese examen era porque se lo merecían, ni más ni menos. No, nadie iba a saber que yo lo tenía, me lo guardé para mi, lo resolví en mi casa, me lo memoricé bien...y fui la única de la clase que aprobó, nada menos que con un diez. No tuve el menor remordimiento por lo que había hecho. No era yo misma. La bruja no sólo me daba suerte, sino que sacaba lo peor de mí y descubrí que me gustaba.
Desde entonces he aprovechado su influjo en multitud de ocasiones para conseguir algún que otro perverso objetivo. Podría relatar aquí unas cuantas ocasiones en las que pedí su ayuda y no me fue negada, como cuando dejé en ridículo a aquella compañera de trabajo que era una trepa y una presuntuosa, o cuando tuve una aventura con el novio de mi mejor amiga. Jamás me hubiera atrevido a hacerlo, pero me gustaba mucho y no pude resistir la tentación de deshacer su cama. No se crean que pido ayuda a la bruja con mucha asiduidad, que va, lo hago sólo en contadas ocasiones. La última de ellas, cuando me disponía a subir al desván, mi abuela, que ya es muy mayor y no le funciona bien la cabeza, me vio cogiendo la llave.
-¡Qué María! ¡A visitar a la bruja! ¿no? - me dijo a la vez que me hacía un guiño.
Me quedé mirándola durante unos instantes, sorprendida de que ella supiera mi secreto, más cuando le quise preguntar ya el momento de lucidez había pasado y se marchó escaleras abajo murmurando incongruencias. Tal vez ella haya utilizado también, en alguna ocasión, el poderoso influjo de la bruja, sus poderes para sacar a flote nuestro “yo” más perverso. Y es que ser buena siempre....qué quieren que les diga, es tremendamente aburrido.
Hola!!
ResponderEliminarPasaba por aquuí para hacerte una visita y felicitarte las fiestas!!
Hoy no me quedo a leer... no tengo tiempo... creo que son las vacaciones más ajetreadas de mi vida, y no por los preparativos navideños, sino por la de cosas que tengo que hacer para la universidad.
Pero quiero que sepas, que encuanto termine los exámenes, allá en febrero volveré!!
Un beso!
Y Feliz Navidad!!