martes, 22 de noviembre de 2011

UN DÍA CUALQUIERA



Viernes, 15 de agosto de 2008
Hoy ha sido un día duro. Un día de los pocos en los que pienso que mi madre tenía razón cuando le dije que abandonaba la vida fácil y cómoda que había conseguido para venirme a Somalia, un país africano del que apenas sabía más que su nombre. “No te vayas, Silvia, esa vida no está hecha para ti. Será sólo un capricho del que acabarás arrepintiéndote”. Supongo que no le faltaba razón. Para ella no fue nada fácil aceptar que su única hija, que había conseguido una plaza de ginecóloga en una hospital público a base de mucho esfuerzo e interminables horas de estudio, que había logrado una posición acomodada y un sueldo más que decente, lo dejara todo con la excusa de que semejantes logros no llenaban sus aspiraciones. Pero era cierto, no era ninguna excusa, yo no me sentía bien, aquel no era mi sitio, mi sitio es este, a pesar de que en ocasiones tenga que vivir días como hoy y las dudas hagan acto de presencia.
Esta mañana, nada más llegar al dispensario, apareció por allí la pequeña Iman, una niña flacucha y desnutrida, que tiene cinco años y aparenta tres, pero a pesar de ello, espabilada y muy despierta, para avisarme de que su madre, Adama, estaba a punto de dar a luz. Adama tiene casi cuarenta años y este ha sido su hijo número doce, aunque sólo siete de ellos han conseguido sobrevivir, contando el que vino al mundo hoy mismo. Inmediatamente me puse en marcha. Sabía que no iba a ser un parto fácil. Había intentado tener a la madre muy controlada durante todo el embarazo, pues tenía la tensión muy alta y el riesgo de preeclampsia era elevado, sin embargo poco pude hacer, pues por un lado la carencia de medios y por otro el caso omiso que hacía Adama de mis recomendaciones, dificultaron bastante mi labor. Sabía que mis consejos de reposo, con una manada de niños y otra de animales que cuidar, caerían en saco roto. Para colmo de males Adama sufría también diabetes gestacional, lo cual podría causar el inconveniente de que el feto fuese algo más grande de lo normal. Si tenemos en cuenta que Adama había sufrido de pequeña mutilación genital y que ya de por si un parto normal suponía para ella doble dificultad que para una mujer con sus órganos genitales en perfecto estado, si el niño venía grande, el riesgo se multiplicaría por dos.
Cuando llegué a su cabaña, que está a escasos minutos del dispensario, la encontré tirada en su catre gimiendo de dolor, rodeada de sus dos hijos pequeños y de tres cabras, una de las cuales se daba un suculento manjar con la ligera y sucia sábana que cubría la cama. Eché a los animales de allí como pude y después de apartar a los niños a un lado me dispuse a examinar a mi paciente. No me hizo falta mucho para confirmar mis sospechas. El parto se presentaba muy complicado, el niño aparentaba grande y además venía de nalgas. Había que practicar una cesárea.
Conseguí convencer a Adama de que tenía que ingresar en el hospital, aunque me costó lo mío. No entendía que era absolutamente necesario, me decía que había parido muchas veces y que jamás había ocurrido nada. Cuando el marido entró en la cabaña, después de que lo avisara del acontecimiento la pequeña Iman, tuve que luchar también con su oposición. Al final no me quedó más remedio que soltar un grito y decirles que o ingresaba en el hospital o moriría sin remedio. Fue escuchar la palabra muerte y terminarse los inconvenientes. Pude llevar a Adama al hospital, donde yo misma le practiqué la cesárea por la que traje al mundo a su pequeño Shan, o debería decir al gran Shan, pues confirmando mis sospechas, el niño pesó casi cinco kilos.
Así terminó la primera parte del día. Atender a Adama, entre una cosa y otra, ocupó toda mi mañana, que aunque fue muy trabajosa, no pudo ser más fecunda. La parte terrible de la jornada tuvo lugar esta tarde y vino de la mano de la pequeña Ifraah, una niña de doce años que acaba de pagar con su vida la incultura y la tozudez de un pueblo que se aferra a las tradiciones para llevar a cabo prácticas tan aberrantes como absurdas: la ablación del clítoris. Tanto mis compañeros como yo hacemos todo lo posible para desterrar ese uso, incluso en ocasiones invitamos a profesionales autóctonos que puedan dar a esta gente charlas e indicaciones sobre los peligros que conlleva, pero desgraciadamente el éxito es más bien escaso. Ellos piensan que si no someten a sus hijas al ritual, serán impuras, que ningún hombre las querrá, que es absolutamente necesario para preservar su virginidad....tienen un montón de motivos cada cual más absurdo. Por otra parte, y puesto que el acto en si lleva aparejada toda una ceremonia que marca el paso de la adolescente de su etapa infantil a su etapa adulta, son las propias chicas las que desean que llegue el momento, sin tener ni la menor idea de los peligros que conlleva. Para ellas es una ceremonia de iniciación que, en caso de que no se lleve a cabo, significaría que se le considera una mujer fea, echando por tierra el honor de la familia. Ifraah, sin embargo, no tenía ningún interés en semejante aberración. Tenía la suerte de poder acudir a la escuela del pueblo, era una muchacha lista a la que gustaba aprender cosas nuevas, abierta de mente y con un carácter con un punto de rebeldía.
La conocí poco después de mi llegada, cuando pusimos en práctica una campaña de vacunación contra la malaria, y me llamó la atención su desparpajo y su simpatía. Luego acudió al dispensario en diversas ocasiones, siempre por enfermedades menores, de poca importancia. Hace unas pocas semanas organizamos una charla en la escuela sobre la mutilación genital y allí tuve ocasión de hablar con ella y con otras chicas sobre el tema. La mayoría recibió las explicaciones que se les daban con escepticismo, pero Ifraah y alguna chica más mostraron su interés sobre el tema y manifestaron que no deseaban someterse a tal práctica, para la cual, dada su edad, no faltaba demasiado tiempo. Hablamos con los padres, aun a sabiendas de que no valdría de mucho. La madre de Ifraah, mientras yo le comentaba la opinión de su hija sobre el ritual al que estaban a punto de someterla, bajaba la cabeza y sonreía, y sin decir media palabra se fue del consultorio cuando di por concluida la conversación. Era evidente no había hecho el menor caso a mis palabras. Otro tanto les ocurrió a mis compañeros con las madres de las otras chicas. Aquello era un reto difícil de afrontar. Las familias no cesarían en la práctica de las mutilaciones así como así, estaba demasiado arraigada en sus costumbres.
Hoy fue el día señalado para la ceremonia de iniciación de Ifraah. Aunque no estuve presente, no me es difícil imaginar lo que ocurrió. Los bailes y los cantos, la hechicera con la cuchilla de afeitar sin esterilizar y tal vez utilizada en más de una ocasión, la chica muerta de miedo, las mujeres sujetándola por brazos y piernas, el dolor lacerante cuando la vieja cercena su intimidad mientras murmura letanías sin sentido, el emplasto de hierbas “curativas” con el que pretenden paliar los efectos del corte brutal....la sangre que no para de brotar. Cuando llegó al dispensario, en brazos de su padre, todavía le quedaba un hilo de vida. Preparé todo lo necesario para hacerle una transfusión, pero cuando por fin pude inyectarle el plasma, entró en parada cardíaca, y a pesar de nuestros esfuerzos por reanimarla, nada pudimos hacer por salvar su vida. Murió desangrada. La mató el sinsentido, la pobreza, la incultura, la miseria; la mató un mundo contra el que luchamos todos los que estamos aquí. En ocasiones, como ésta, sentimos que poco a poco vamos perdiendo batallas.
Hace apenas dos horas que se llevaron a Ifraah a su cabaña. Hace apenas dos horas que dejé el consultorio a cargo de un compañero y me encerré en mi cuarto y hace unos cuantos minutos que he cogido mi diario y me he puesto a escribir los acontecimientos del día. Releo lo escrito y pienso que tal vez no debieran afectarme tanto las situaciones que vivo. Hoy ha sido la muerte de Ifraah, pero mañana puede ser cualquier otra cosa. Lo cierto es que no lo puedo evitar, ni tampoco quiero. Cada suceso que ocurre, cada minuto y cada segundo de mi estancia aquí, me importa, tiene que importarme. Es precisamente mi implicación en la vida cotidiana de estas gentes lo que me hace sentir bien, o mal, o diferente, o especial, o inteligente, o estúpida, pero sentir al fin y al cabo, sentir que estoy aquí y que lo que hago sirve para algo, que aunque esta tarde haya fracasado, por la mañana el éxito me ha sonreído. Y son precisamente los éxitos y los fracasos los que hacen que cada día que paso aquí, lejos de mi casa, en este país olvidado del mundo, sea especial y diferente para mí, aunque se trate de un día más, un día cualquiera para el resto de la gente. Si algún anochecer, cuando al terminar mi jornada y escribir en mi diario me doy cuenta de que ese día ha sido también para mí una día cualquiera, entonces, en ese preciso instante, habrá acabado mi misión en este rincón de la tierra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario