jueves, 6 de octubre de 2016

LOS LIBROS DEVUELTOS







Don Jacinto era un hombre joven, enjuto, alto, con la espalda ligeramente encorvada y el rostro denegrido por el sol, siempre serio, casi taciturno. Llevaba una peluca marrón oscuro que ya verdeaba por aquí y por allá, un signo de coquetería masculina que yo nunca entendí en un hombre solitario como él . Hablaba de manera enérgica y clara, tan clara que siempre que lo oía me imaginaba que su voz era transparente como el cristal, y mientras daba sus explicaciones paseaba por entre los pupitres con una vara en la mano, vara que, afortunadamente, nunca utilizaba. Y es que Don Jacinto era el señor maestro y yo, Manolín Hernández, su alumno menos aventajado.

No me gustaba nada ir a la escuela, lo hacía porque mis padres me obligaban y no me quedaba más remedio. Eran los difíciles tiempos de la posguerra y mi padre decía que debía estudiar para ser un hombre de provecho, ya que tenía oportunidad. Pero a mí aquellas palabras no me impresionaban demasiado. Aún así, todas las mañanas me montaba en la bicicleta que había pertenecido a mi padre y antes de él, a mi abuelo, y pedaleaba los cinco kilómetros que separaban mi casa del viejo edificio del colegio, situado en el centro del pueblo. A veces, a final de curso, cuando ya el sol comenzaba a calentar con fuerza, dejaba la bicicleta en la orilla del camino y me tiraba sobre la hierba de cualquier campo con los brazos abiertos y los ojos cerrados, dejando que el liviano calor me acariciara. No sé por qué disfrutaba enormemente de aquel instante, instante que a veces se prolongaba demasiado haciendo que llegara tarde a las clases. Entonces Don Jacinto me mirada de manera severa y me indicaba con la vara la esquina donde siempre había una silla preparada.

-Siéntese y piense, señor Hernández, piense, que falta le hace.

Jamás escuché a aquel hombre regañar, por nada, simplemente cuando alguno de nosotros no nos portábamos como era debido nos enviaba a la silla de la esquina y nos ordenaba pensar. Claro que en lugar de reflexionar sobre nuestros fallos, nuestra mente se iba por los cerros de Úbeda y pensábamos más en el partido de fútbol o en la competición de llave que nos esperaban a la salida de las clases que en nuestros propios errores.

A decir verdad yo ocupaba la silla de la esquina en contadas ocasiones. No era buen estudiante, no me gustaban los libros, pero no era un mal muchacho y a pesar de mi fobia al aprendizaje, Don Jacinto me tenía simpatía, hasta el punto de que alguna tarde de verano pasaba por mi casa y me llevaba a pescar, afición que ambos compartíamos. Recuerdo especialmente una de aquellas tardes en la que pescó una magnífica lubina, cosa que despertó cierta envidia en mi mente de niño, sobre todo cuando llegó el momento de regresar a casa y yo lo hice con las manos vacías. Sin embargo por la noche, Don Jacinto se presentó en mi casa con el pescado preparado en el horno y acompañado de unas sabrosas patatas. El buen hombre quiso compartir con mi familia su pequeño tesoro, y además le contó a mis padres una piadosa mentira: que la lubina la había pescado yo.

Era muy buena persona mi maestro, y mi padre y él eran grandes amigos, amistad que no agradaba mucho a mi madre, yo no sabía bien el motivo. Pero cuando papá regresaba de sus encuentros con el maestro mamá se ponía de muy mal humor, y le echaba en cara cosas que se escapaban a mi comprensión. Le decía que estaba loco y que se estaba poniendo en peligro no solo él mismo, sino también a nosotros, a su propia familia. Mi padre no le contestaba, se limitaba a mirarla sonriendo y darle un beso en la mejilla que ella rechazaba al principio apartando la cara, pero que siempre terminaba por aceptar.

Un día, al llegar a la escuela, nos encontramos con la desagradable sorpresa de que Don Jacinto había desaparecido. No se presentó aquella mañana, ni la siguiente, ni ninguna mañana más. Una semana después llegó un nuevo maestro y la vida siguió su curso como si nada. Por el pueblo circulaban rumores de que a Don Jacinto se lo había llevado la Guardia Civil por rojo. Yo pregunté a papá si era verdad y me dijo que no hiciera caso a los rumores de la gente, que seguramente el maestro estaba bien, pero que se habría tenido que marchar porque en el país en el que vivíamos no se podía defender la libertad. Mi madre se ponía nerviosa cuando hablábamos de Don Jacinto y cambiaba radicalmente de conversación.

Una calurosa tarde de verano descubrí la verdad. Estaba solo en casa y me aburría. De repente escuché ruidos que provenían del desván y pensé que sería una buena diversión subir y entretenerme cazando ratones. Tomé mi tirachinas y enfilé las empinadas escaleras que llevaban a la parte superior de la casa y allí me lo encontré, a Don Jacinto, acurrucado frente al pequeño ventanuco abierto, intentando paliar el sofocante calor abanicándose con su pañuelo. Creo que ni uno ni otro esperaba el encuentro, porque nos quedamos mirándonos sin decir nada, hasta que yo, a pesar de que no entendía que hacía allí mi maestro, lo saludé con educación.

-Buenas tardes, Don Jacinto. Hace calor ¿verdad?

El hombre asintió y esbozó una tenue sonrisa. Luego me dijo:

-Anda, vete a jugar, y no le digas a nadie que me has visto. Estaré aquí unos días nada más.

Di media vuelta y bajé al piso una poco aturdido por la sorpresa. Luego, como sabía que a mi maestro le gustaba mucho la lectura y supuse que en el desván tenía que aburrirse bastante, tomé un par de libros de la estantería de la sala de estar y se los llevé. Me lo agradeció con una sonrisa y me revolvió el pelo con su mano.

No le dije a nadie que lo había visto, ni siquiera a mis padres, aunque los observé de cerca y comprobé que ellos sabían que en el desván teníamos un huésped. Unas semanas más tarde, cuando los movimientos extraños de mis padres cesaron, subí de nuevo al desván y vi que mi maestro ya no estaba.

Muchos años después, al hilo de algún comentario sin importancia, le confesé a papá que yo me había enterado de su secreto.

-Lo buscaban por rojo – me contó -. Era mi amigo y yo no podía dejar que se lo llevaran. Huyó a América y no volví a saber de él.

Pero un día todos volvimos a saber de él. Un día, cuando las libertades volvieron a España, trajeron de su mano a un hombre mayor, de mirada cansada, con el rostro quemado por el sol y la espalda un poco más encorvada, que se presentó en casa de mis padres una tarde de domingo. A pesar de los años transcurridos papá y él se reconocieron enseguida y se fundieron en un emotivo abrazo. Luego se fijó en mí y yo también le reconocí, sobre todo cuando le escuché hablar, seguía teniendo la misma voz de cristal. Se alegró de saber que a pesar de haber sido mal estudiante había conseguido encauzar mi vida y antes de marchar, sacó de un viejo maletín que traía consigo aquellos dos libros que un día yo le había subido al desván y me los devolvió.

-Siempre viví con la esperanza de poder devolvértelos algún día. Hoy, por fin, he cumplido mi propósito.

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