miércoles, 26 de octubre de 2016

EL NUEVO DIOS


 

Sentada en el trono dónde la comunidad la había ubicado, la vieja Frida contemplaba la pira desde la que su marido, Eskol, transitaba de la vida terrenal al Valhalla, al lado del dios Odín, junto al que todos los grandes guerreros muertos en la batalla lucharían en la gran guerra del fin de los tiempos. Eskol no había muerto en la batalla debido a sus años, una anciano de setenta y dos años ya no podía luchar, pero había sido una gran guerrero y se le rendían honores como tal. Además había conseguido su hazaña, su propósito, y por ello todos lo consideraban un dios, otro dios, y estaban seguros que Odín, cuando Eskol traspasara las puertas del paraíso y se encontraran frente a frente, decidiría convertirlo en la nueva deidad que todos adorarían.

Eskol había sido un vikingo ejemplar. No había saqueo que se le resistiera ni batalla en la que no saliera imperioso a luchar con ganas. Durante su juventud había surcado los mares de norte a sur del continente, hasta que se había asentado en Normandía y allí se había dedicado al comercio. El motivo de tener que abandonar su participación en las batallas había sido una lesión en el cuello de toro que tenía, que aunque dado su diámetro parecía fuerte y firme, sin embargo era demasiado endeble para soportar el peso del casco que el buen hombre no apeaba de su cabeza ni a sol ni asombra. Consideraba Eskol, a saber si con acierto o no, que el casco del vikingo era símbolo de fuerza, valentía y coraje, y por eso nunca se lo sacaba de la cabeza, ni siquiera cuando le atacaban aquellos dolores de cuello que él soportaba de manera estoica, aunque de muy mal humor.

Su esposa, mucho más juiciosa que él, le dijo que o iba al curandero a que le diera algún remedio para aplacar sus dolores, o de lo contrario sería ella la que marcharía de casa para siempre, pues ya estaba harta de soportar sus cabreos ante una situación a la que, si lo deseaba, podría ponerle remedio. Fue por aquel entonces cuando el curandero, después de palpar diversas partes de su cuerpo, le dijo que o se quitaba aquel casco que debía de pesar siete toneladas, o quedaba hombre para poco. Hoy en día le hubieran diagnosticado una hernia discal, pero por aquel entonces no sabían ni lo que eran las hernias, ni mucho menos las vértebras.

No le quedó más remedio a nuestro héroe que hacer lo que el médico le mandaba y con mucho dolor de su corazón escondió aquel casco de bronce y cuerno de toro, que le había regalado su padre el día que cumplió diecinueve años, en el fondo del cobertizo en el que guardaban las cabras, a ver si apartándolo de su vista lograba mitigar la pena de tener que deshacerse de aquel objeto que ya casi se había convertido en un apéndice de sí mismo.

Pero no sólo no lo consiguió, sino que se le ocurrió una idea peregrina fruto sin ninguna duda de momentos de desvarío producidos por su ansiedad. Acudió de nuevo al médico y le pidió algún producto para que, puesto que no podía ponerse el casco de vikingo, le crecieran cuernos en su propia cabeza, a ser posible de algún material ligero, para no tener que soportar el peso. Por aquel entonces no había manicomios, si los hubiera habido sin duda el médico lo hubiera enviado directamente. Por contra le dijo que lo sentía, pero que él no se ocupaba de esas cosas, que si quería podía consultar al brujo Olaf, a ver si él podía hacer algo. Acudió Eskol de inmediato a ver a Olaf, que vivía en una tétrica cabaña en medio de un bosque igual de tétrico, y en cuanto le informó de sus deseos, el brujo se retiró a su cobertizo y allí estuvo haciendo pócimas por espacio de dos horas, al cabo de las cuales regresó con un frasco de vidrio que contenía unos polvos de color indefinido.

-Debes tomarte estos polvos disueltos en orina de tus cabras todas las mañanas en cuanto te despiertes. Están compuestos de cuerno de carnero machacado, piel de culebra y mis ingredientes secretos. Al cabo de unas semanas comenzaran a crecerte las protuberancias que tanto ansías.

Salió de allí Eskol más contento que unas castañuelas y al día siguiente comenzó a poner en práctica el remedio de Olaf. Se despertaba bien temprano, mezclaba los polvos con la orina de sus cabras y a pesar del sabor nauseabundo de semejante pócima, se la tomaba contento, feliz y esperanzado. Más las esperanzas duraron un suspiro, cuando las semanas y los meses transcurrían y los cuernos no acababan de salir. Eskol se volvió un hombre insoportable, siempre de mal humor, siempre lamentándose, cambiando constantemente de brujos, cada uno de los cuales le daba un remedio diferente que siempre era igual de inútil que el anterior, lo cual acrecentaba un poco más su mala leche y su frustración. Hasta que todo cambió.

Una mañana, después de tomar el remedio de turno, se tocó Eskol los laterales de su cabeza y descubrió unas pequeñas protuberancias que parecían brotar de entre su larga cabellera. Se puso contento y nervioso, tanto, que salió de su cabaña y recorrió todo el poblado dando gritos y anunciando su buena nueva. Muchos lo tomaron por chiflado, y los que lo conocían bien, sabedores de su absurda obsesión, no le hicieron ni puñetero caso. Pero esta vez Eskol tuvo razón y día a día los ansiados cuernos iban creciendo y tomando forma. Eran dos cuernos ligeros, suaves, y hasta elegantes que finalmente, al cabo de dos meses, se asentaron orgullosos en la cabeza de Eskol, dándole un porte majestuoso y dejando a todos los moradores del poblado y de todos los poblados en muchos kilómetros a la redonda, con la certeza de que aquello había sido un milagro de los dioses, que sin duda deseaban tener a Eskol a su lado, para que formara parte del elenco de divinidades.

Por eso, por aquel milagro cuernil, aquella tarde el entierro de Eskol estaba siendo el mayor acontecimiento ocurrido en los últimos años, y por eso también lo despedían con honores de estado. Y mientras Frida, su viuda, emocionada, dejaba escapar una lágrima traicionera, al tiempo que pensaba en lo mucho que iba a echar de menos a su marido. A pesar de sus rarezas en el fondo habían sido felices y ella lo había querido mucho, tanto, que no había tenido inconveniente en calentar las camas de muchos caballeros con tal de hacer realidad el deseo de su esposo: sus preciosos y amados cuernos.



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