martes, 14 de julio de 2015

DENTRO DEL ARMARIO



La triste bombilla que lánguidamente colgaba del techo de mi cuarto comenzó a tintilear, señal inequívoca de que estaba a punto de fundirse. No le hice ni caso, pues seguramente duraría unos dos o tres días más, así que seguí a lo mío. Abrí el armario, cogí una percha y coloqué en ella la nueva chaqueta sastre que me había comprado en una tienda de segunda mano. Era lo único que me podía permitir con mi mísero sueldo de ayudante en una carnicería de mala muerte. Al menos tenía trabajo, era verdad, pero pasarme el día entero entre filetes, costillas, vísceras y demás, cuyo aspecto y olor a veces me revolvían los hígados, nunca mejor dicho, por quinientos euros, no creo que fuera el sueño de nadie. Muchas veces me imaginaba a mí misma en una posición desahogada, trabajando como arqueóloga, mi auténtica profesión, ganando un sueldo decente que me permitiera independizarme y llegar a fin de mes sin problemas y sin tener que acudir a cochambrosas tiendas de segunda mano para renovar mi vestuario. Suspiré una vez más y una vez más continué resignándome a mi suerte. Ya llegarían tiempos mejores.

Me dispuse a colgar la percha en el armario cuando la descubrí, una especie de puerta en el fondo del ropero. Era la primera vez que me percataba que estaba allí a pesar de que hacía más de dos meses que utilizaba aquel mueble antiquísimo, rescatado, como no, de la casa de los vecinos, que lo iban a tirar a la basura. Me apoyé en la pequeña puerta y cuál no sería mi sorpresa cuando la misma se hundió y me vi arrastrada hacia un pasadizo negro y profundo por el que me caí rodando y que parecía llevarme a las entrañas de la tierra. No sé cuánto tiempo estuve en aquel tobogán interminable, seguramente apenas unos minutos, aunque a mi me parecieron horas. Finalmente mis huesos fueron a dar encima de algo duro pero que al mismo tiempo amortiguó el golpe. Había poca luz. Yo estaba aturdida y tardé unos segundos en darme cuenta de dónde estaba, más cuando me percaté de mi suerte, por inexplicable que ésta fuera, me puse a dar saltos de alegría. Estaba en la cueva de un tesoro, rodeada de cofres con joyas y monedas de oro y plata. Aquello debía de tener un valor incalculable, salvo que fuera bisutería barata, posibilidad que descarté de inmediato, pues cuando se encontraba un tesoro éste tenía que ser auténtico a narices. En un extremo del cuarto había más cofres, me acerqué cautelosamente y abrí uno. Para mi agradable satisfacción estaba repletito de billetes de quinientos euros. Los hados o los mismos santos del cielo por fin habían escuchado mis ruegos. Me puse a tocar todo aquello, como queriendo asegurarme de que fuera real, cogí los billetes y los acaricié, metí mis manos en el interior de los cofres y palpé aquellas piedras preciosas que me ayudarían a salir de mi penuria económica. De pronto, en el fondo de uno de los cofres, noté algo húmedo y fresco. Lo así entre mis dedos y tiré de ello hacia arriba. Era.... un chuletón de ternera de casi un kilo, que parecía querer recordarme mi negro destino, porque poco a poco, ante mis atónitos ojos y mi desilusionado ánimo, todas aquellos tesoros se fueron transformando en carne, que si piernas de cordero, que si filetes de cerdo, que si costillas... Me entraron unas ganas tremendas de gritar, menos mal que en ese momento el sonido estridente del despertador me despertó de mi sueño-pesadilla. Tocaba comenzar la jornada, acudir de nuevo a mi puesto de trabajo en el que jamás las piezas de carne se convertirían en joyas. Resignación.

2 comentarios:

  1. Gloria, escribes de maravilla! me ha encantado! si bien el final es más que previsible, creo que eso mismo es lo que hace que desde la mitad del relato ya empecemos a sentir lástima por la pobre "carnicera". Me encantó. Enhorabuena, y sigue escribiendo así. Un beso.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias Fernando, procuraré hacerte caso y seguir escribiendo así jejejeje

      Eliminar