jueves, 24 de noviembre de 2011

LA LUZ DE ORIENTE




Kin Lei se levantó temprano, como cada día, y en un gesto rutinario se acercó a la ventana de la mísera cabaña que tenía por casa y miró hacia fuera. Todavía no había amanecido y el cielo se mostraba estrellado y limpio, indicio de que el día que estaba por llegar sería claro y caluroso, como la mayoría de los días de aquel verano que parecía no tener fin. Ya estaban a mediados de septiembre y el calor bochornoso que los había acompañado los últimos meses se negaba a desaparecer. A Kin Lei le gustaba el verano, pero reconocía que las altas temperaturas estaban acabando con ella. Demasiado trabajo sobre sus espaldas y aquel vientre que parecía crecer por momentos.... Se acarició la abultada tripa y por un instante se adueñó de ella una infinita ternura. Según sus cálculos, en cualquier momento podría tener entre sus brazos a su pequeño y esta vez estaba segura de que nada iba a salir mal, de que sería un niño, el varón deseado por su marido, la fuerza necesaria para sacar adelante el hogar cuando ellos fueran viejos y no pudieran hacerse cargo.
Le había costado convencer a su marido de que ansiaba tener un hijo, de que su instinto maternal era superior a todos los argumentos en contra que él pudiera darle. Nei Li decía que un hijo era una carga que ellos no se podían permitir, que generaba muchos gastos y mucho trabajo, que sus propios padres eran mayores y pronto habría que cuidarlos.... Cada noche, cuando Kin Lei insistía, él se inventaba una excusa diferente. “¿Y cuando nosotros seamos viejos y decrépitos?” le preguntó un día Kin Lei, “¿quién nos cuidará a nosotros? ¿Quién hará todo el trabajo que ahora hacen nuestros brazos?” Nei Li pensó entonces que tal vez su mujer tuviera razón, que en cuanto el muchacho creciera y se hiciera fuerte, en la casa habría una mano más para trabajar y accedió a los deseos de su esposa, pero bajo una condición: si el hijo fuera una niña, la entregarían en un orfanato de la capital, sólo se quedarían con el pequeño en el caso de que fuera un varón; las niñas no servían para mucho, salvo para dar problemas y con el tiempo irse de casa a la casa de su marido, dejándolos como estaban antes de su llegada, solos y sin ayuda.
Le pareció bien a Kin Lei la condición de su marido, pues estaba segura de que su primer hijo sería un niño, no podía ser de otro modo. Demasiado tiempo le había costado convencer a su esposo para que Dios ahora fuera a castigarles dándoles una hija.
Pero se considerase un castigo o no, aquel primer hijo que dio a luz Kin Lei fue una niña, una niña preciosa, fuerte y sana, cuyo nacimiento fue el mayor contratiempo para Nei Li y la tristeza más grande para su esposa, no por el hecho en si da haber parido una hembra, sino por la horrible condición que le había impuesto su marido y que ella, en su día, se mostró dispuesta a cumplir. No sabía que llegado el momento no iba a ser tan fácil separarse de aquella pequeña que era carne de su carne, continuación de si misma. Mas aun así, no se le ocurrió rogar ni suplicar a Nei Li que le dejase quedar con su hija, no podía faltar a su palabra y tragándose las lágrimas, ocultando su desesperación, acudió con él a un orfanato de la capital, tal y como habían acordado, para dejar allí un pedacito de su alma, un trozo de su corazón que nunca más podría recuperar.
Algún tiempo después Kin Lei volvió a quedar en estado. Su nuevo embarazo, por un lado, le ayudó a mitigar un poco la pena por el abandono de su primera hija y por otro hizo aparecer dentro de sí el temor a un nuevo fracaso. Si gestaba de nuevo una niña tal vez no fuera capaz de soportar su pérdida. Sin embargo conforme los meses iban pasando, la confianza iba ganando terreno al miedo y a aquellas alturas la muchacha estaba plenamente convencida de que el ser que se guarecía en su vientre era un varón, esta vez no iba a fallar de nuevo.
Kin Lei encendió la lumbre y se puso manos a la obra. Su marido ya había salido hacia los campos y a ella le quedaba por delante una dura jornada de trabajo, preparar el desayuno, levantar y asear a su suegra, ordeñar y alimentar a las cabras, recoger los huevos del gallinero.... . Hizo las tortitas de harina de arroz, hirvió agua para el té y se acercó al lecho de la madre de su esposo que dormía plácidamente. Era una mujer muy mayor, que apenas podía moverse y cuya cabeza ya no funcionaba como antes, una dura carga para la muchacha, carga que soportaba estoicamente pues pensaba que era su deber. La tapó con la fina manta y pensó en su propia madre, a la que no había vuelto a ver desde que salió de su casa para casarse con su marido y venirse con él a aquella aldea que estaba lejos de todo, de su propia aldea, de su familia, de los seres queridos que había dejado atrás hacía ya tantos años. Por unos instantes se sintió desfallecer y hubo de sentarse en el catre. Sintió unas desgarradoras ganas de llorar al pensar que tal vez su vida estuviera marcada por los abandonos, de su madre, de sus hijas, de todo lo que amaba.... ¿podía haber en el mundo alguien marcado por semejante destino? Fue entonces cuando sintió correr entre sus piernas el líquido caliente que anunciaba que el momento había llegado por fin. No podía distraerse ahora pensando bobadas, tenía que terminar las tareas principales que nadie podría hacer antes de que los dolores le impidieran continuar con el trabajo. Le dio tiempo a levantar a su suegra y darle el desayuno, pero cuando se disponía a ordeñar las cabras las molestias se hicieron más intensas y no le quedó más remedio que avisar a la vecina para que le ayudara en el inminente parto.

Nei Li regresó de los campos de arroz al atardecer, cuando el sol estaba a punto de ponerse y sus rayos esparcían una luz dorada que parecía acariciar la tierra. La dura jornada había terminado y ahora tocaba descansar. Le gustaba sentarse con su mujer en el patio, en los dulces y largos atardeceres del tórrido verano y juntos contemplar aquella luz, en silencio, cada uno ensimismado en sus propios pensamientos, pero cómplices, unidos por la belleza que tenían ante sus ojos y que parecía metérseles en el alma.
Le extrañó que Kin Lei no estuviera esperándolo a la puerta de casa, como todos los días, y presintió que el momento había llegado. Apresuró el paso y entró en la casa deseoso de ver a su hijo, seguro de que esa vez Dios los obsequiaría con el varón deseado, por eso no pudo evitar sentirse desolado cuando encontró a su esposa presa del llanto y a la vecina con la niña en brazos, porque....de nuevo había nacido una hembra.
Incapaz de soportar la situación salió de la casa. “Los hombres no lloran”, se dijo a si mismo, y haciendo acopio de unas fuerzas que estaba lejos de sentir entró de nuevo en la humilde vivienda y preparó todo para viajar al día siguiente a la capital. Esta vez no iba a esperar ni un día más de lo necesario. Mientras, Kin Lei miraba a través de la ventana aquella luz dorada que iluminaba el aire y, sin saber muy bien el motivo, pensó que esa misma luz sería la que mañana se llevaría a su hija lejos de ella para siempre.
*
Elena esperaba nerviosa en la habitación del hotel que Manuel, su marido, le diera el aviso de que el taxi los estaba esperando. Apenas una hora y media de viaje la separaba de su sueño, de esa ilusión que la había tenido encandilada cinco años, los que duró el proceso de adopción. Ambos sabían que no sería fácil, pero también estaban seguros de que tanto sinsabor acabaría mereciendo la pena.
Elena se sentó al borde de la cama y recordó el día exacto en que supieron que sería muy difícil tener hijos propios. Llevaban más de un año intentándolo sin éxito cuando decidieron acudir al médico. Tras las pruebas pertinentes el resultado no pudo ser más extraño: ambos estaban perfectamente sanos, simplemente eran incompatibles. El médico les explico que eran fértiles, pero que entre sí era prácticamente imposible que engendraran un hijo, mientras que con otras parejas, lo más probable era que pudieran tener hijos sin mayor problema. Un hombre puede ser subfértil, pero si se une a una mujer sumamente fértil lo más probable es que su problema no se note. Sin embargo si su pareja también es subfértil lo más habitual es que no puedan concebir. Ese era su caso. El doctor les dijo que podían iniciar un tratamiento de fertilidad, o incluso intentar una fecundación in vitro, pero no les daba garantías de éxito.
Fue como si de pronto el mundo de Elena estallara y se hiciera añicos. Veía como el hijo ansiado desaparecía antes de existir y a pesar de los ánimos que le daba su marido, se iba hundiendo poco a poco en un pozo negro que amenazaba con tragarse su apacible existencia. Hasta que un día, de casualidad, cayó en sus manos una revista que contenía un interesante reportaje sobre las adopciones de niñas chinas y, cuando terminó de leerlo, una lucecilla pareció encenderse en su mente. Si todas aquellas parejas que salían en el reportaje lo habían conseguido, ellos no perdían nada por intentarlo. Cierto era que ni ella ni su marido se habían planteado nunca la posibilidad de adoptar, al menos jamás lo habían comentado abiertamente uno al otro, pero desde luego que sería una buena alternativa a su problema. Cuando aquella misma noche se lo comentó a Manuel no le sorprendió obtener el silencio por toda respuesta. Él había estado tan ilusionado como ella con la idea de tener un hijo propio, juntos habían imaginado los nueve meses de embarazo, la primera ecografía, incluso el momento de dar a luz, él a su lado, ayudándola a traer su hijo al mundo. Tal vez pensara que adoptar no era lo mismo, tal vez no se sintiera capaz de dar su amor a un ser que, al fin y al cabo, no iba a llegar al mundo a través de ellos. Pero el silencio de Manuel duró apenas un segundo, el tiempo suficiente para asimilar que su mujer le había planteado la idea que hacía tiempo estaba acariciando sin atreverse a dar el paso de contársela a ella. Si, adoptarían un hijo, daba igual que fuera una niña china, o un niño ruso o de cualquier otra nacionalidad, lo importante era que por fin su casa se viera llena de verdad, que tuvieran con ellos alguien a quien amar incondicionalmente, alguien por quien preocuparse cuando tuviera fiebre, alguien que los desvelara con sus llantos y que les hiciera felices con sus risas, alguien a quien ayudar a caminar por la vida hasta que le llegara el momento de dejarlo volar.
Iniciaron en seguida el proceso de adopción, a sabiendas de que sería largo y seguramente tedioso. En una primera reunión les informaron sobre todos los trámites a seguir, les abrieron los ojos, les dijeron que detrás del final idílico que esperaban se escondían, seguramente, muchos momentos de duda, de tensión, de no saber qué hacer. Les propusieron que se lo pensaran bien y les dieron una semana de plazo para, si finalmente se decidían, presentar los papeles. Por supuesto, lo hicieron. Poco después los visitó un trabajador social en su hogar para asegurarse de que su futuro hijo disfrutaría de un ambiente idóneo para su desarrollo. Inspeccionó la vivienda, les preguntó por sus ingresos, por el futuro que querían para su hijo....También pasaron por la consulta de un psicólogo. Todo ello con la finalidad de obtener un certificado que atestiguara que eran una pareja que podía asumir la adopción sin problemas. Una vez conseguido el mismo, sus papeles fueron enviados a China. En un plazo de más o menos diez meses previsiblemente les asignarían una niña, aunque en último término, eso dependía ya de las autoridades chinas.
Elena y Manuel pensaron que todo había sido más sencillo de lo que al principio creían. Cierto es que no fue agradable tanto papeleo y mucho menos tantas entrevistas en las que a veces tuvieron que contestar preguntas que en cierta manera soliviantaban su intimidad, pero a pesar de ello todo fue relativamente soportable. Si en sólo diez meses les asignaban a su criatura, aquello era mucho más de lo que hubieran esperado. Se tomaron el tiempo de espera como un embarazo un poco más largo de lo normal y desde el primer momento, ilusionados como dos niños con un juguete nuevo, encaminaron su vida hacia la llegada del bebé deseado.
Y pasaron los diez meses....y doce.... y catorce, y la ilusión que empieza desvanecerse, y la preocupación que empieza a hacer acto de presencia, las dudas, los miedos, el pensar que seguramente algo va mal, hasta el día en que suena el teléfono y se confirman las peores sospechas. La agencia china de adopción que llevaba su caso resultó ser un fraude, debían de traspasar su expediente a otra, con lo cual aquellos hipotéticos diez meses era como si no hubieran pasado, había que volver a empezar a contar, desde el principio.
Elena recuerda aquel instante como el peor de todo el proceso. Quiso dejarlo, olvidarse de que un día había deseado tener un hijo, al fin y al cabo tenía a su lado a un hombre que la amaba y que llenaba su corazón, no necesitaba a nadie más. Fue gracias a Manuel que siguieron adelante, él la convenció de que no podían dejarlo ahora, de que si habían llegado hasta allí podían esperar un poco más, que todos los obstáculos serían superables si los afrontaban juntos, después de todo sólo se trataba de esperar, de dejar pasar el tiempo. “Cuando lleguemos al final y la tengamos con nosotros, miraremos hacia atrás y veremos que todo lo pasado ha merecido la pena, no te rindas ahora”. Y no se rindió. Elena se vistió de coraje y de ilusiones renovadas y pensó que si el primer “embarazo” había degenerado en “aborto”, el segundo llegaría a buen término seguro.
El “parto” se inició una tarde de primeros de octubre, cuando el teléfono sonó de nuevo y Elena, temerosa, con el corazón a cien por hora, como siempre que escuchaba aquel sonido familiar, descolgó el aparato y una voz le dijo que una hija la estaba esperando a muchos miles de kilómetros de distancia. Entonces todo se tornó de color de rosa, se esfumaron los negros presagios y comenzó la actividad frenética para prepararlo todo y darle el mejor recibimiento al mejor regalo que hubiera recibido jamás.
Todavía pasaron algunos meses hasta que reclamaron su presencia en Pekín, el lugar donde ahora estaba recordándolo todo y comprobando que su marido tenía razón, había merecido la pena llegar hasta allí, a pesar de los sinsabores, de los miedos, de que su cuenta corriente estuviera prácticamente vacía, qué más daba eso, por su hija hubiera buscado dinero o lo que fuera, hasta debajo de las piedras. Se preguntaba qué misteriosa razón habría llevado a los padres de su pequeña a abandonarla. Le habían explicado que en la China rural y campesina era bastante habitual que las niñas fueran abandonadas, pues las familias sólo quieren hacerse cargo de un hijo varón que con el tiempo pueda ayudarles en las tareas del campo y de la casa, pero aquella razón le parecía tan absurda.... No se puede tener un hijo pensando en lo que deba o no deba hacer cuando sea mayor, y menos con la intención de atarlo a la casa y a la tierra; a un hijo se le tiene para darle cariño, para amarlo, educarlo y enseñarle a elegir su propio camino. De todas maneras, desde el más puro egoísmo, siempre estaría agradecida a esa pareja que repudió a su pequeña para que cayera en sus manos.
La voz de su marido interrumpió sus pensamientos. “Cariño, el taxi espera abajo”. Tomó su bolso y salió de la habitación aparentando una entereza que estaba muy lejos de sentir. La emoción era un manto que envolvía su cuerpo y su alma. En apenas hora y media tendría a su hija en sus brazos.

*

Paula Lin se miraba al espejo, coqueta, mientras su madre intentaba peinarla y hacerle unas coletas con unos bonitos lazos azules. Había cumplido ya nueve años y se estaba convirtiendo en una preciosa jovencita, con aquellos ojos rasgados y aquel pelo increíblemente negro y liso.
-Mamá, cuéntame una vez más como llegué hasta aquí- le pidió a su madre.
-Pero Paula, si ya te lo he contado mil veces, déjate de tonterías y déjame peinarte, que llegaremos tarde al cumpleaños de la abuela.
-Mamá, por favor.....cuéntamelo otra vez. Te prometo que no te lo pediré más.
Elena no pudo hacer más que sonreír. Depósito un suave beso en la frente de su hija y juntas se acercaron al amplio ventanal del salón, desde donde podían divisar el sol que, a aquellas horas de la tarde, parecía jugar al escondite con el mar, tiñendo el atardecer con su luz dorada.
-¿Ves los últimos rayos del sol? ¿ves las luz con la que alumbra la tierra y el mar al atardecer?
La pequeña asentía a las preguntas de su madre, escuchando con desmesurado interés lo que le habían contado miles de veces.
-Un día, hace ya nueve años, un rayito de ese sol se coló por esta ventana. Traía una carta. Cuando papá y yo la leímos comprobamos que era un mensaje muy importante del propio sol. Nos decía que venía de oriente y que pronto nos traería con su luz un pequeño tesoro que allí se guardaba para nosotros. Ese tesoro era una niña preciosa a la que sus papás no podían cuidar, y que por eso se la entregaban a otros papás que si podían hacerse cargo de ella, tú. El sol quería traerte envuelta en su luz, pero papá y yo, por seguridad, pensamos que era mucho mejor ir a buscarte. Y cuando te vimos por primera vez nos pareciste tan, tan bonita, que decidimos que para nosotros serías siempre la luz que el sol nos trajo de oriente. ¿Te gusta la historia?
-Mucho.
-Vale, pues ahora ¿vas a dejar que te peine?
Paula Lin asintió y se quedó muy quieta mientras su mamá terminaba de ponerle las coletas. Miraba de reojo el sol. Dentro de unos años le pediría que, envuelta en su luz, la llevara a conocer ese oriente del que su mamá le hablaba, en la misma luz que todos los atardeceres iluminaba los campos de arroz que Kin Lei y Nei Li seguían contemplando sentados a la puerta de su humilde vivienda, mientras su pequeño hijo varón, correteaba feliz a su alrededor

1 comentario:

  1. Lo leas una, dos o tres... siempre encuentras frases entrañables, el amor hacia un hijo no tiene palabras, pero si estas vienen de tus manos, entonces soy yo la que me quedo sin ellas. Te llegará el momento Gloria. UN besito.
    Rosi S.

    ResponderEliminar