jueves, 11 de junio de 2015

SOLILOQUIOS




Me encantan las medias mañanas de los viernes. Es el día en que por fin termina la semana y el momento en que puedo disfrutar en soledad de mi misma y mis pensamientos. Los viernes a las once y media hago el descanso matinal sola, sin amigas, ni compañeras, ni nada que se le parezca, y ahora que hace buen tiempo, me siento en la terraza del Street bar y me dedico a pensar, a hilar ideas que me vienen a la cabeza, puede que muchas veces sin sentido, pero en todo caso me distraen y me alegran la vida. Alguien podría pensar que tengo una manera de vivir demasiado simple y puede que tenga razón, pero qué más da, al fin y al cabo cada ser humano busca la felicidad de la manera que le parece y yo soy feliz con cosas bastantes sencillas. Y aquí sentada, delante de un vermut, dejándome acariciar por el tibio sol de la primavera y dándole vueltas a mi cerebro me siento bien, realmente bien.
Me gusta observar a la gente. Pienso que el aspecto de las personas dice mucho de su interior. Por ejemplo, ese caballero que acaba de pasar, tan peripuesto, tan impecable en su indumentaria, tan repeinado, con su apariencia inmaculadamente pulcra y su cara de vinagre… seguro que es inaguantable. Me recuerda un montón a mi primer novio, Sebastian del Río, catedrático de Historia Medieval, un verdadero imbécil del que me enamoré como una boba cuando yo tenía sólo diecinueve años y él había recién entrado en la treintena. Por aquel entonces mi inocencia me jugó una mala pasada y alimentada por una pedantería que yo no vi como tal me colgué de él y de los sueños que yo misma imaginaba, una vida idílica junto a aquel hombre maravilloso y unos hijos a los que no faltaría de nada y a los que me dedicaría en cuerpo y alma. Estupideces de jovencita.
Diez años aguanté a su lado, y cuando estaba a punto de casarme con él, lo mandé a tomar por saco, gracias a Ramón. ¡Ah, Ramón! Mi amigo del alma, el incondicional, como yo le llamo. Él fue quién me abrió los ojos y me hizo ver que aquel idiota no era para mí, que yo me merecía algo mejor, alguien que me quisiera de verdad y no un patán que me utilizara para llevarme a su lado como objeto decorativo. Tenía razón. El catedrático Sebastián del Río disfrutaba exhibiéndome en las fiestas y demás convencionalismos sociales a los que se veía obligado a acudir por razón de su cargo, mas fuera de ello tendía a ignorarme como si fuera una estúpida.
Ramón y yo nos conocíamos desde que éramos niños, vecinos de portal. No le gustó nada cuando me hice novia del catedrático, lo que me llevó a pensar que estaba enamorado de mi, o que al menos sentía cierta atracción. A pesar de todo siempre conservamos la amistad que habíamos iniciado en la infancia y una noche, justo una semana antes de mi boda, de regreso yo a casa de mis padres viniendo de limpiar el piso que se convertiría en mi hogar de casada, me lo encontré por la calle y me invitó a tomar una copa, y luego otra y unas cuantas más. Hace tantos años que no recuerdo bien cómo comenzó la conversación, pero terminamos hablando de mi boda y en un arranque de sinceridad impulsado sin duda por las copas de más que tenía en el cuerpo me dijo todo lo que pensaba del impresentable de mi novio y me propuso escapar juntos. Ramón era, aún hoy lo es, un hombre tremendamente atractivo, pero yo jamás le di importancia ni a su belleza ni a su simpatía, hasta aquella noche en que, ofuscada mi conciencia por
el alcohol, de pronto me dí cuenta de que le daba setecientas vueltas a Don Sebastián, catedrático de Historia Medieval. Sin pensarlo demasiado y sin responderle a su proposición le estampé un beso en los labios y arrimé de manera provocadora mi cuerpo contra el suyo. Ni se sorprendió, bien al revés, rodeó mi cintura con su brazo firme, atrayéndome más hacia sí, jugueteando con su lengua en mi boca. Me besó como nunca nadie lo había hecho e inevitablemente terminamos en la cama.
Aquella sesión de sexo desmesurado me abrió los ojos definitivamente. Jamás había disfrutado como lo hice aquella noche con Ramón y me dije a mí misma que nada de boda, que había llegado mi momento, el de disfrutar de la vida que había dejado aparcada durante casi diez años.
Al día siguiente le dije a Sebastián que no habría boda y que lo nuestro había terminado. Se le quedó cara de estúpido, pero contrariamente a lo que yo había pensado no me persiguió, ni insistió, ni se murió de desamor, eso sí, me puso de vuelta y media en todos los círculos sociales que frecuentaba y que a mi me importaban más bien poco. Se casó dos años después con una compañera de trabajo y ahora deben tener seis o siete hijos. Parecen felices y me alegro por ello.
Vaya, pensando en Ramón y mira por dónde, allá va. No ha cambiado nada, sigue siendo el mismo muchacho con cara de bueno, su melenita rubia, sus gafas redondas enmarcando unos preciosos ojos azules, tristes. No sé por qué pero siempre pensé que Ramón era un chico con los ojos tristes, bobadas mías supongo, porque la verdad yo siempre disfruté mucho de su compañía.
Evidentemente que rompiera con mi novio y me diera un generoso revolcón con mi amigo del alma no quiso decir que iniciara una relación amorosa con éste. Para amoríos nuevos estaba yo. Lo que más deseaba era disfrutar de mi recién estrenada soledad y eso fue lo que hice. Salir con mis amigas y divertirme, sin pensar en nada más y mucho menos en compromisos serios. Ello no quiere decir que de vez en cuando no me diera un generoso revolcón con Ramón, costumbre que todavía hoy conservamos, a pesar del transcurso de los años. Hemos tenido nuestras relaciones, pero el acabar el uno en la cama del otro siempre es cuestión de tiempo. Es como si entre los dos hubiera un acuerdo implícito y pasara quién pasara por nuestras vidas siempre habría un momento para compartir entre los dos. A lo mejor mucha gente no lo entiende, mejor dicho, estoy segura de que mucha gente no lo entiende, pero Ramón y yo hemos aprendido a hacer oídos sordos a lo que los demás pudieran decir de nosotros. Estamos a gusto, no hacemos daños a nadie, no tenemos que dar cuentas a nadie y eso hacemos, vivir la vida a nuestra manera.
En fin, será mejor que pague mi vermut y me vaya, me espera media jornada de trabajo y luego el fin de semana. Mañana me iré con Marco a pasar unos dias a París. Marco… quince años más joven que yo y enamorado hasta la médula, al menos es lo que él me dice, aunque yo no me lo creo demasiado. Es cierto que a pesar de mis cincuenta años me conservo bastante bien, pero de ahí a tener un muchacho de treinta y cinco colado por mis huesos… no sé. La verdad es que salvo los diez estúpidos años que perdí al lado del catedrático he disfrutado la vida a tope, sin prejuicios y sin miedos. Y liarme con un hombre mucho más joven que yo, aunque nunca entró en mis planes, tampoco me está quitando el sueño. Marco es un empresario italiano afincado aquí desde hace varios años. Nos conocimos hace unos meses por motivos de trabajo y me tiró los tejos desde el primer día. Al principio tuve mis dudas, pero finalmente me dejé llevar por mi corazón, incluso por mi sentido común y me dije que adelante, que la vida son dos días y hay que vivirla a tope. Comenzamos a salir y hasta hoy. Me trata como a una reina, me colma de atenciones (el viaje a París es mi regalo de cumpleaños) y en la cama me hace disfrutar como una loca. No puedo pedir más.


      Bueno, ya estoy de vuelta en la oficina. Corramos un tupido velo en torno a mis soliloquios de los viernes y centrémonos en el informe que tengo que presentar el martes. Dentro de una semana, volveré a hilar pensamientos, al calorcillo del sol de primavera, delante de un vermut rojo o de una fresquita caña de cerveza. Así me gusta vivir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario