jueves, 19 de abril de 2012

UNA MIRADA AL PASADO




Ayer, revolviendo por los cajones del desván de la casa que de mis padres, encontré la foto que tanto busqué a lo largo de mi vida. No sé como ha venido a parar aquí, pues mamá guarda meticulosamente todos y cada uno de los objetos relacionados con mi infancia. Supongo que de casualidad, como ocurre casi todo en esta vida.
Recuerdo perfectamente el momento en que papá me hizo la foto. Hacía apenas unos días que habíamos llegado de Vietnam y aquella mañana mamá y yo habíamos salido te tiendas con la intención de llenar mi vacío armario. Me compró de todo, pues nada había traído yo en mi maleta, y ya salíamos de la tienda cuando mi manita se fue a aquel vestido de rayas azul y blanco que llamó mi atención. Mamá no se lo pensó dos veces; volvió sobre sus pasos y pagó el vestidito. Cuando llegamos a casa me lo puso y mandó a papá que me fotografiara.
-Que salga bien bonita – le dijo – que es la primera foto de nuestra niña.
Y sí, papá lo hizo bien, creo que captó a la perfección el asombro de mi mirada, la sorpresa, incluso el desconcierto que me producía todo aquel mundo desconocido.
Mi nombre es Raisa, nací en Vietnam y cuando tenía cuatro años fui adoptada por Fernando y Marisa, una pareja española, mis padres. Esa fotografía de mi infancia, tan buscada por mí durante todos estos años, marca un antes y un después en mi vida. Apenas recuerdo nada de lo ocurrido con anterioridad, como si mi existencia real comenzara en el momento preciso en que mi padre pulsó el botoncito que hizo saltar del resorte que captó mi imagen.
Tuve una infancia feliz, muy feliz, y jamás sentí la necesidad de recordar y mucho menos de revivir momentos que mi cerebro se empeñaba en esconder. Hasta el día en que cayó en mis manos aquel documento amarilleado por el paso de tiempo que daba fe de mi identidad perdida. Allí, en aquel papel escrito en un idioma desconocido para mí, estaban encerrados aquellos años de mi niñez que no me había traído en mi maleta. Y fue entonces cuando necesité mirar al pasado.
Decírselo a mis padres no fue fácil. Yo no deseaba herirles, no había razón para que pudieran sentirse así. Yo lo único que quería era conocer mis orígenes, el mundo del que había salido, nada más, así de simple y así de complicado. Los reuní conmigo en el salón, en un acto casi solemne, les enseñé el documento que había llevado a traducir y les dije que necesitaba saber de mi pasado. Papá lo entendió y desde el primer instante me animó a cumplir mi deseo; mamá, sin embargo, me dio su silencio por respuesta. No hacía falta que dijera nada, callándose lo decía todo. Aún así mi decisión estaba tomada y unas semanas más tarde tomé un avión y regresé a un desconocido pasado.
Aquel papel ajado por el paso del tiempo me descubría mi procedencia. Mis padres eran Dien Nogo y Cai Nam, campesinos residentes en un pueblo situado en el delta del río Mekong, en la provincia de Long An. El documento nombraba a mis abuelos y decía que mi inscripción correspondía al quinto parto, lo cual quería decir que también tenía hermanos, una familia ignorada, oculta a mi conocimiento a la que había llegado el momento de surgir del ayer, de mi ayer.
Supe que no iba a ser fácil encontrarles, supe que las posibilidades eran más bien escasas y por ello no quise hacerme demasiadas ilusiones. La información de la que disponía era escasa y habían pasado demasiados años. Era probable que se hubieran mudado de residencia, e incluso entraba dentro de lo posible que se hubieran muerto.
Llegar al pueblo en cuestión me llevó tres días de viaje por caminos pedregosos y en medios de transporte precarios y cuando por fin me vi allí una extraña emoción agitó mi persona. Sentía que me había reencontrado con mi esencia.
Me acompañaba Lía, una muchacha de origen vietnamita, como yo, que trabajaba en España de traductora y que mi padre se empeñó en que viniese conmigo para facilitarme la búsqueda. Juntas comenzamos nuestra labor investigadora que, aunque al principio parecía tarea ardua y complicada, al final resultó mucho más sencilla de lo que habíamos pensado. Preguntamos a los habitantes del pequeño pueblo si conocían a mis padres sin demasiado éxito, hasta que dimos con Xua Long, una mujer mayor, casi ciega, que se pasaba la vida sentada a la puerta de su humilde hogar mientras su hijo trabajaba en las tareas agrícolas y su nuera se ocupada de los trabajos domésticos. Xua dijo conocer a mi abuela y a mi madre, y una tarde se prestó a contarme su historia, que era la mía
Mi padre murió en la guerra, poco antes de que finalizara, dejando a mi madre con cuatro hijos pequeños y otra, yo, gestándose en su vientre. Incapaz de sacar adelante a sus retoños, en cuanto nací me dejó en manos del estado para que me buscara una familia que pudiera hacerse cargo de mí. Otra de mis hermanas corrió mi misma suerte. Los tres mayores en seguida se pusieron a trabajar en la tierra.
Xua contaba que mi madre nunca había podido superar nuestra separación y que se murió de pena recién cumplidos los cuarenta años. Luego mis hermanos se habían marchado y nada se había vuelto a saber de ellos en el pueblo.
La tarde anterior a mi partida fui al cementerio y deposité un pequeño ramo de flores en la tumba de aquella mujer desconocida que fue mi madre. Comprendí su decisión, pero no quise saber más, no tenía sentido.
Regresé a España hace unos días y algo, no sé decir qué, me empujó a buscar la foto a partir de la cual comencé a vivir. Y al encontrarla y rememorar aquel momento de mi infancia, supe que tengo que seguir viviendo mirando al futuro, siempre al futuro.

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