domingo, 23 de octubre de 2011

El murmullo del mar

Todos los veranos, desde el día en que terminaba el curso escolar, hasta aquel en el que comenzaba de nuevo, mis abuelos reunían a todos sus nietos en el viejo caserón de la playa. Era una casona antigua, herencia de unos tíos lejanos, que la abuela se había empeñado en conservar a pesar de que apenas tenían recursos para mantener semejante edificación señorial. Permanecía cerrada el resto del año, por eso la primera semana de verano todos los primos, desde el más pequeño hasta el mayor, arrimábamos el hombro e intentábamos arreglar un sinfín de desperfectos, huellas que los inviernos imprimían en aquellas paredes cada vez con más fuerza. Lo hacíamos con gusto, a sabiendas de que al final de aquella agotadora semana de trabajo, la abuela nos obsequiaría con una de sus fantásticas meriendas, dando así por inaugurada la temporada de verano, que a nuestros ojos infantiles se presentaba larga y llena de secretos por descubrir.
Una de las normas impuestas por el abuelo para que el verano transcurriera sin sobresaltos y que no podía ser quebrantada por nada del mundo, era la que él mismo había bautizado como “la norma de las parejas”. Uno de los primos mayores tenía que hacerse cargo de la vigilancia de uno de los pequeños, lo cual no significaba que hubiésemos de estar siempre juntos, sino simplemente que debían prestarnos la mayor atención posible, con el fin de descargar a la abuela de un poco de trabajo y responsabilidad. A mi no me había podido tocar pareja mejor, la prima Odette, la francesa, la hija del tío Luis, que había emigrado a Francia hacía muchos años. Odette era diferente, especial, la admirada por unos y envidiada por otras. A ella parecía no importarle demasiado lo que los demás pensaran de ella, hacía lo que quería cuando le venía en gana, y a mi semejante actitud me sorprendía y me fascinaba. Además no se mostraba molesta por mi presencia casi continua a su lado, al revés, siempre estaba dispuesta a llevarme con ella cuando yo quisiera y a contestar los absurdos interrogatorios con los que en ocasiones la atosigaba.
Dormíamos juntas en la habitación más alta de la casa, la de la buhardilla, un lugar privilegiado que recibía los primeros rayos de sol de la mañana y desde el cual, todas las noches, el relajante sonido de las olas al romper en la orilla de la playa se convertía en guardián de nuestro sueños.
Cuando nos metíamos en la cama, Odette sacaba su cuaderno del cajoncito de la mesilla de noche y escribía en él a saber qué cosas. En ese preciso instante era cuando manteníamos las más interesantes conversaciones.
-Esta tarde te he visto besarte con Juanito, el hijo del estanquero – le decía yo.
-”Claggo” – me contestaba ella con su meloso acento francés – es muy guapo Juanito, ¿no te “pagguece”, “Maguí”?
-Si, es guapo, pero ¿es tu novio?
-¿Mi novio? No “pog favog”, ¡qué cosas dices! Mi novio se llama Piegg y está en “Pagguís”.
-Entonces si no es tu novio, ¿por qué te besas con él?
-”Pogque me hace “sentig maguiposas” en el estómago.
-¿Mariposas en el estómago? Eso es muy raro. ¿Y tu novio no te las hace sentir?
-Si, “pego ahoga” no está.
-Pues que sepas que mamá y la abuela también te han visto besarte con Juanito y la abuela le dijo a mamá que eras una fresca y mamá le contestó que todas las francesas sois así, unas frescas.
-¿Y tú “cgees” eso?
-No sé.
-Lo que pasa que tu mamá y la abuela piensan así “pogque” viven en este país de “guepgimidos”
-¿Qué son reprimidos?
-Pues gente que no hace lo que le “gustaguía haceg”.
-¿Y tú siempre haces lo que te gusta hacer?
-Yo si.
-Pues yo cuando sea mayor también voy a hacer siempre lo que quiera.
-Ojalá puedas, mi “queguida Maguí”, “pego” tal y como estás las cosas en este país, lo veo un poco difícil.
-Pues me iré contigo para Francia.
Odette sonreía ante mis ocurrencias infantiles y garabateaba de nuevo en su cuaderno, mientras, durante unos segundos yo reflexionaba sobre lo que acabábamos de conversar y me montaba mi película particular en torno a mi huida a París, a su lado, para hacer lo que me viniera en gana sin tener que obedecer a mis padres, o a la profesora, o a los abuelos. Al cabo de unos instantes, volvía a la carga.
-¿Qué escribes en ese cuaderno? - le preguntaba acuciada por la curiosidad.
-Cosas – me decía.
-¿Qué cosas? - insistía yo.
Entonces ella dejaba descansar su libreta sobre el regazo, sin soltarla, me miraba con sus enormes ojos negros y me decía:
-”Maguí”, escucha con atención.
Ambas nos quedábamos en silencio durante unos segundos y poníamos los cinco sentidos en percibir el único sonido que se escuchaba, el de las olas al romper en la playa.
-Son las olas – decía yo.
-No, no son sólo las olas; es el “mag” que habla, que “mugmuga” sus “histoguias”.
-El mar no puede hablar.
-”Clago” que habla, y cuenta un montón de “histoguias”, “histoguias” de “amog”, de “muegte”, de “guisas”, incluso de “pigatas”. El “mag mugmuga” un montón de cuentos, “Maguí” y a mi me gusta “escgibiglos” en mi “cuadegno”, “pego” sólo lo puedo “haceg” cuando todo está en silencio y puedo “escuchaglo” bien. Así que “ahoga duégmete” y déjame “escgibig” un “gatito”.
-¿Y me dejarás leer esos cuentos que escribes?
-”Clago” que si, algún día.

Mucho tiempo hubo de pasar para que yo pudiera leer las historias que el mar murmuraba a Odette y ella se empeñaba en transcribir en su cuaderno. Un día, lejanos ya los veranos con los abuelos, cuando ya Odette formaba parte de mis recuerdos, encontré en la habitación de la buhardilla su cuaderno de tapas de un azul desvaído por el paso del tiempo. Los abuelos habían muerto años atrás y la casona de la playa había pasado a mis manos. Guardaba tantos recuerdos en ella que cuando mi madre y sus hermanos decidieron venderla no pude resistir la tentación de comprarla yo. Vendí mi piso de la ciudad y me dispuse a hacer de la residencia de verano de mi infancia mi domicilio definitivo.
Cuando tuve el cuaderno de Odette en mis manos sentí una sensación extraña. Hacía años que no sabía de ella más que por las noticias que me daba mi madre muy de vez en cuando. A pesar de todo jamás la olvidé, ni nuestras charlas, ni la admiración que despertaba en mi aquella muchachita un poco díscola. Abrí el cuaderno y para mi desilusión comprobé que estaba escrito en francés, con lo cual no entendía apenas nada. Únicamente la última frase de la cada historia estaba escrita en español. Decía simplemente: “Y este cuento, me lo contó el mar”. Cerré la vieja libreta y me acerqué al ventanal. Las olas rompían bravas contra la arena en aquella tarde de invierno y murmuraban.....claro que murmuraban. Odette tenía razón. De ella aprendí dos cosas: una, procurar hacer siempre lo que realmente quiero hacer; y dos, captar las historias que traen las olas en su ir y venir a la playa, y escribir en mi cuaderno las historias que cuenta el mar susurrándome al oído en las tórridas noches de verano en mi buhardilla.



1 comentario:

  1. Una historia preciosa.
    Me ha encantado todo, la personalidad de los personajes, la trama, el estilo... todo.
    Aunque sí debo decir que el final (De ella aprendí dos cosas: ...) no tanto. No está mal ni nada, solo que no me suena a final.
    Pero por lo demás es una gran historia muy profunda. Odette encuentra la inspiración en el mar y el modo en que se lo hace entender a su prima pequeña es muy bello.
    Hace poquito que creaste el blog y no tienes muchas historias aun, pero si son todas así son muy buenas. Voy a seguir leyendo.
    ¡Besos!

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