sábado, 29 de junio de 2019

Quince años y un secreto - Capítulo 2



Cuando se acercaba mi doce cumpleaños decidí que no quería celebrarlo más con mis amigas, que en realidad no eran mis amigas, eran las compañeras del colegio, la mayoría de ellas unas tontas y unas remilgadas que sólo pensaban en chicos y tonterías por el estilo. A mí, por aquel entonces, lo que me interesaba eran mis libros, mis clases de música y salir de vez en cuando al cine o a pasear con Miguel o con mi amiga Violeta, compañera de clases de música que era casi tan formal como yo. Así que el día de mi cumpleaños me puse muy contenta cuando mi primo, que también estaba de cumpleaños, nos invitó al cine a Violeta y a mí. Nos fuimos a ver la consabida película y a la salida nos llevó a comer unas hamburguesas. Violeta y yo charlábamos por los codos de nuestras cosas y él metía baza de vez en cuando. Y la conversación fue girando hacia el tema de los “novietes”. Que si a fulanita le gustaba éste y a menganita este otro.
-¿Y a vosotras? - preguntó él - ¿Quién os gusta a vosotras? Porque mucho habláis de las demás, pero de lo vuestro no soltáis prenda. A ver Violeta, confiesa.
-No, no – contestó mi amiga tímidamente – a mí no me gusta nadie. Los chicos son insoportables.
-¿De veras? Mujer, alguno habrá que no sea tan insoportable.
-¡Uy qué va! No piensan más que en jugar al fútbol o en pelearse. Vicente, el “compi” del conservatorio, es el único que es un poco normal, pero es más feo que Picio....
Miguel reía antes las ocurrencias de mi amiga.
-¿Y a ti Irene? ¿A ti tampoco te gusta nadie? ¿También te parece que todos los chicos son tontos?
Le miré de hito en hito, sin entender muy bien a qué venía aquella pregunta. Yo nunca había reparado en si los chicos eran tontos o no, no me interesaba si jugaban al fútbol o a cualquier otra cosa. No necesitaba fijarme en ninguno porque yo ya tenía a quién querer. Y hasta aquel instante siempre me había parecido que estaba claro por parte de los dos. Pero al parecer no era así. Miguel no pensaba, como pensaba yo, que éramos el uno para el otro, que él simplemente me estaba esperando, que con el tiempo yo me haría mayor y entonces podríamos querernos, pero no como ya nos queríamos, sino como novios. Me sorprendió tanto su pregunta, me decepcionó de tal manera, que a punto estuve de echarme a llorar.
-No sé si son tontos – respondí con un hilillo de voz - supongo que alguno habrá listo. En todo caso no me interesan.
Respondí con tanta seriedad y de manera tan seca que Miguel no continuó preguntando más. Y desde luego se dio cuenta de que algo me había pasado. Poco después, cuando regresábamos a casa habiendo dejado a mi amiga en la suya, yo iba en silencio, mirando hacia el frente, mientras Miguel hablaba y hablaba sin parar sobre cosas que en aquel momento me parecían sublimes estupideces.
-Irene, princesa, ¿te pasa algo? - preguntó.
Yo meneé la cabeza de un lado a otro.
-¿Seguro? ¿No te habrá sentado mal lo que comiste? ¿O tal vez te has enfadado por algo?
Me dieron ganas de decirle que sí, que estaba enfadada porque jamás había pensado que el más tonto de los chicos fuera él, que a aquellas alturas todavía no se había dado cuenta de lo mucho que le quería.
-¿Te parece a ti que tengo algún motivo para estar enfadada? - pregunté de malos modos.
Miguel se puso serio de repente.
-Pues yo creo que no, pero tu manera de hablar me confirma que sí. Nunca me habías hablado así, Irene, ¿te ha sentado mal algo que he dicho?
-Pues mira ahora que lo dices, sí. Me ha sentado mal tu insistencia con eso de los novios.
-¡Irene! Pero si no era más que una broma. No hablarás en serio.
-Hablo totalmente en serio.
-Pues perdona si te ha molestado tanto, pero la verdad.... que no lo entiendo.
En ese momento llegamos a casa. Aquella noche mamá trabajaba, así que tenía que quedarme a dormir en su casa. Subimos en el ascensor en silencio. Pero Miguel no dejaba de mirarme. Me conocía muy bien y sabía que mi enfado se debía a algo más que a un simple comentario sobre chicos. Lo que no sabía era que yo nunca le contaría la verdad sobre mi enfurruñamiento.
Me metí en la cama casi inmediatamente después de la cena. Me arrebujé entre las sábanas y apagué la luz, pero no podía dormir. Me sentía extraña. Aquella tarde había descubierto sentimientos de los que casi ni yo misma había sido consciente hasta el momento y a pesar de mis pocos años no sabía si aquello que bullía dentro de mí era normal, ni si era bueno, ni si era malo. Quería a Miguel, lo había querido desde siempre, y le daba mi amor de manera exclusiva, tan exclusiva que me hacía daño el mero hecho de que él pudiera pensar que yo pudiera querer a otro.
De pronto escuché que la puerta del cuarto se abría y que alguien se acercaba a mi cama muy despacito. Supe que era él, nadie entraba así en mi dormitorio, ni siquiera mi madre o la suya. Solo él lo hacía de forma sigilosa, midiendo los pasos, posando los pies en el suelo como los gatos, firmes pero silenciosos. Sentí que se echaba a mi lado en la cama y que rodeaba mi cintura con su brazo. Mi cuerpo se estremeció al contacto con el suyo.
-Princesa ¿estás despierta?
Me hice la dormida y no le contesté, pero él insistió. Hizo que me diera la vuelta y me dio un suave beso en la mejilla. Finalmente abrí los ojos, que quedaron justo frente a los suyos.
-Irene ¿qué ocurre? Has estado callada y triste durante toda la cena y te has venido a la cama demasiado temprano. ¿He hecho algo que te ha molestado? Lo de los chicos era sólo una broma. Ya sé que eres demasiado joven para pensar en esas cosas, pero algún día tendrá que llegar el momento.
-¿Y no te importará? - pregunté, esperanzada de que su respuesta fuera la que yo esperaba.
-Bueno.... creo que un poco celosillo sí que me pondré. Pero como sé que tú seguirás queriéndome...
Desvié mi mirada de la suya y la posé en el techo.
-Yo nunca tendré novio – dije – porque te quiero mucho a ti.
Miguel sonrió y me hizo cosquillas.
-Lo sé, princesa, sé que me quieres tanto como yo a ti. Pero es normal que algún día te enamores de alguien.
-¿Tú te enamorarás de alguien? - pregunté.
-No lo sé, supongo que algún día sí. Pero aunque en algún momento tenga novia, yo nunca dejaré de quererte, eres mi hermanita pequeña y el lugar que ocupas en mi corazón no lo podrá ocupar nadie jamás. Y no me gusta que estés triste, Irene. Además, ¿para qué vamos a pensar en cosas que no sabemos si van a ocurrir o no? Con lo felices que estamos teniéndonos uno al otro. ¿A que sí?
Aquella última frase me arrancó una sonrisa. Tenía razón. No merecía la pena preocuparse por cosas que tal vez no pasarían jamás. Es más, yo estaba completamente segura de que no ocurrirían nunca. Miguel, tarde o temprano, acabaría por darse cuenta de que sólo me podía querer a mí. Puede que tuvieran que pasar unos años para ello, pero yo sabía que mi amor por él no podría pasarle desapercibido.
*
En los dos años siguientes ocurrieron cosas que cambiarían sustancialmente nuestras vidas. Miguel terminó su carrera de Medicina, aprobó el MIR y comenzó a trabajar en el hospital de la ciudad como cardiólogo. Dedicaba la mayor parte del tiempo a su trabajo y continuaba estudiando mucho, pero nunca le faltaba un hueco para mí. Jamás volvimos a hablar de novios y las aguas volvieron a su cauce. Mi mente infantil seguía pensando que en un futuro cada vez menos lejano aquel muchacho de ojos color avellana y sonrisa deliciosamente perfecta sería mi novio.
Una tarde de otoño fuimos juntos al cine. Lo hacíamos con bastante frecuencia. Nos gustaba ver la película en silencio y a la salida comentarla mientras cenábamos algo. A Miguel le gustaba mucho el cine, y decía que le encantaba escuchar mis opiniones sobre las películas, que no eran más que comentarios de niña, pues yo no entendía nada del séptimo arte. Me gustaba ver las “pelis” y vivir la historia metida, a ser posible, en la piel de alguno de los protagonistas. Eran mis fantasías preferidas.
La tarde en cuestión no fue diferente. Mas cuando estábamos llegando a nuestras casas, la luz de una ambulancia parpadeando amenazante en la puerta del inmueble nos hizo sospechar que algo podía no ir bien. Miguel apuró el paso y yo corrí tras él. Y cuando por fin llegamos pudimos comprobar que desgraciadamente nuestros temores estaban confirmados. La ambulancia podía estar allí por cualquier vecino, pero estaba por Paula, a la que, al parecer, le había dado un ataque de algo cuando se disponía a hacer la cena. Miguel tomó las riendas de la situación y al poco rato se marchó en la ambulancia con su madre. Lisardo y mi madre emprendieron la marcha detrás, en el coche de mamá.
-Irene vete a casa y espérame allí, hija. Es probable que no regresemos pronto, depende de la gravedad de Paula. Lo entiendes ¿verdad cariño? Tengo que estar a su lado – me dijo mamá, antes de irse.
-No te preocupes, mamá. Iros tranquilos y tomaros todo el tiempo que sea necesario. Yo puedo estar sola perfectamente.
No sé cuánto tiempo tardaron, pero fue mucho y desgraciadamente las noticias que trajeron a su regreso fueron las peores. Paula había muerto. Lo supe cuando vi a mamá abrir la puerta, con los ojos llorosos y el rostro totalmente desencajado. Me acerqué a ella y la abracé. Correspondió a mi abrazo y lloró desconsoladamente sobre mis hombros, lloramos juntas, sin hablar, inundando el silencio de la casa con los gemidos entrecortados de nuestros llantos. Luego, ya más calmadas, nos sentamos en el sofá del salón y mi madre me contó lo que había ocurrido.
-Fue un ictus, un derrame cerebral. En el hospital la metieron en quirófano en cuanto llegó, pero nada pudieron hacer por su vida.
-¿Y Miguel? ¿Cómo está Miguel, mamá? - pregunté, aunque conocía perfectamente la respuesta.
-Destrozado. Jamás vi llorar a un hombre como a él esta noche. Figúrate que hasta su padre tenía que consolarle. ¡Dios, mío! ¡Qué desgracia tan grande!
Quería ver a Miguel, tenía que verle, presentía que me necesitaba. Miré el reloj. Pasaban de las cuatro de la mañana.
-Mamá esta noche ya no vamos a poder dormir. Me visto y nos vamos con ellos. Nos necesitan.
-Claro. Tienes que apoyar mucho a Miguel, cariño. Él te adora.
-No te preocupes, mamá. Estaré a la altura.
Mientras me vestía pensaba en aquella afirmación mía. No sabía a ciencia cierta si de verdad conseguiría estar a la altura. Jamás me había enfrentado a una situación así, aunque también es cierto que la empatía siembre fue una de mis virtudes. Y yo me ponía en el lugar de mi primo y comprendía a la perfección la pena que tenía que embargarle. También, sin embargo, me daba cuenta de que nadie podría encontrar palabras de consuelo.
Hice el corto viaje hasta el tanatorio sintiendo, por momentos, los nervios a flor de piel. La perspectiva de ver a Miguel triste se me antojaba horrible y me oprimía el corazón. Miguel, él, que siempre sonreía....
En cuanto me vio se acercó y me abrazó con fuerza.
-Irene, mamá se ha muerto – repetía una y otra vez entre sollozos -te necesito, mi vida, te necesito tanto....
Me sorprendieron tanto sus palabras que me limité a besarle con fuerza y limpiar sus lágrimas con el dorso de mi mano. Luego nos sentamos en la sala correspondiente mientras esperábamos que el cuerpo de Paula fuera trasladado allí. “Te necesito, mi vida”. Aquellas palabras resonaban una y otra vez en mi cerebro. Y me hacían pensar muchas cosas. Yo acababa de cumplir los trece años. Era alta y mi cuerpo había adquirido ya formas femeninas, por lo que aparentaba algunos más. Miguel, por lo tanto, había cumplido los veintiocho. Era un hombre hecho y derecho y yo no era más que una niña embutida en un cuerpo de mujer. Y mi cerebro de niña me decía que Miguel sentía algo por mí. Que si me necesitaba tanto era por algo y ese algo, probablemente, era que se estaba enamorando de mi, tanto como yo lo estaba de él, como siempre lo había estado de él.

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