El
despertador sonó a las siete y media de la mañana, como siempre.
Doña Silvana remoloneó un poco, perezosa, pero finalmente se
levantó de la cama. Se dirigió al baño y se miró al espejo. Con
el pelo revuelto, los ojos hinchados y su sonrisa equina, distaba
mucho de ser la distinguida dama que pretendía. Resignada, se lavó
la cara y sus partes nobles, mientras recordaba su triste historia.
Nació como Ana de
Castro y Cifuentes-Maldonado, proveniente de una adinerada familia
cordobesa, de padre magistrado y madre esposa de magistrado. Ya el
mismo día de su natalicio, cuando la partera se la mostró a su
progenitor envuelta en una suave toalla, con la piel todavía
manchada por los restos del parto, aquél dirigió sus ojos al cielo
rogando a Dios que le diera a aquella niña una vida más fácil que
la que había tenido su tía Aniceta, con la que compartía la misma
repugnante fealdad. La tía en cuestión jamás pudo conquistar a un
hombre que la pudiera mantener y puesto que sus padres murieron
jóvenes y no le dejaron posibles, no le quedó mas remedio que
trabajar duramente de sol a sol en las más variopintas tareas,
incluso de leñadora en los bosques y de limpiadora en los servicios
del mercado municipal, una pena, desde luego.
No hubo suerte.
Aunque la pequeña Ana fue criada entre algodones y educada para ser
una señorita de bien, su desagradable aspecto, unido a un carácter
un tanto especial, le fueron cerrando puerta tras puerta sin que las
influencias de su padre pudieran hacer nada al respecto. Ella, que de
tonta no tenía un pelo, supo pronto que si quería ser algo en la
vida (puesto que el ejercer de esposa de algún aristócrata
adinerado fue una posibilidad descartada con el tiempo) tenía que
poner a trabajar su ingenio. Estudió derecho, como su padre, cosa
que por una parte lo llenó de orgullo, pero por otra le conminó sin
remedio a escuchar los estúpidos lamentos de su mujer, que
argumentaba que trabajar y estudiar eran cosa de hombres. Mas la
muchacha, haciendo gala de una inteligencia y un tesón sin par,
terminó la carrera con notas brillantes y pronto aprobó las
oposiciones a Juez con el número uno, lo que hizo que su primer
destino no la separara de su Córdoba natal.
Pasó pues a ocupar
un cargo público de relativa importancia, tanto más si tenemos en
cuenta que su padre había llegado a Presidente de la Audiencia
Territorial, y por ello puso todo su empeño en suavizar su mala
leche y en parecer un poco más atractiva, cosa harto imposible. A
pesar de sus intentos, entre sus colegas de profesión fue ganándose
fama, no sólo de fea, lo cual estaba a la vista, sino también de
persona huraña y taciturna.
Todo cambió el día
que conoció a Oliverio, un gitano al que tuvo que juzgar por un
delito contra la salud pública, es decir, por traficante de drogas.
Oliverio era un hombre con nula cultura que, con la noble intención
de ablandar el corazón de la señora Juez, le echó un piropo a la
salida del juicio
-Ay, con ese cuerpo
serrano, ¿pa que queremos a la benere....benete.... a la guardia
siví?
Ella al principio le
miró con asco, más casi de inmediato sintió la agradable
sensación que provocaban los ojos del gitano sobre su cuerpo,
desnudándolo con deseo, y se enamoró como una imbécil por primera
vez en su vida.
Aquella tarde,
mientras en la soledad de su despacho intentaba redactar la sentencia
que había de condenar al susodicho, descubrió que no podía apartar
de su pensamiento a aquel gitano cochino y repulsivo. Recordaba
aquellos ojos negrísimos recorriéndola toda con ansia de poseerla,
o al menos eso le pareció a ella. Entre tanto pensamiento y tanta
conclusión infundada hubo de dictar una sentencia de todo punto
absurda que despertó la preocupación entre sus colegas. Tuvo que
condenar a Oliverio pues las pruebas en su contra eran de una
claridad apabullante, pero en lugar de echarle encima años de cárcel
lo condenó lisa y llanamente a presentarse en su despacho todos los
días a las diez de la mañana. De nada sirvieron los intentos por
hacerla entrar en razón de sus compañeros e incluso de su padre,
argumentando que no existía fundamento legal alguno para dictar
aquella barbaridad, aquella burrada. Ella siguió en sus trece. Con
ello sólo consiguió que le abrieran un expediente informativo cuya
finalidad era, fundamentalmente comprobar si aquella mujer
conservaba la cabeza en su sitio. No le importó demasiado, sabía
que aquel absurdo expediente quedaría en agua de borrajas, y al fin
y al cabo obtuvo lo que buscaba: la posibilidad de conquistar a
Oliverio.
El hombre se
presentaba todos los días en su despacho, la mayoría de las veces
tan ebrio que no sabía lo que hacía, lo que decía, ni dónde se
encontraba. Fue en una de esas ocasiones cuando Ana se lanzó sobre
el hombre, que entre la borrachera y el resto de excesos acumulados
en su cuerpo a lo largo de los años, casi ni pudo cumplir. Pero ella
insistió, no se iba a dar por vencida fácilmente y no se le ocurrió
mejor solución al gatillazo de su pareja que aplicar las técnicas
que había visto cientos de veces en las películas porno que
alquilaba y que le habían ayudado a sobrevivir sexualmente durante
todos aquellos años de abstinencia obligada. Por fin tuvo éxito y
con el tiempo los encuentros con Oliverio se hicieron más frecuentes
y consentidos por ambas partes. Ella por amor y deseo, él, porque
por fin una mujer, aunque fuese tan poco atractiva, le dejaba jugar
con su cuerpo sin hacerle ascos. Pero ninguno contaba con que
semejantes encuentros amorosos dieran su fruto y Ana se encontró un
buen día con que estaba embarazada de un hombre barriobajero y
maloliente del que apenas sabía nada y cuya relación había
mantenido oculta a los ojos de la gente. Se le ocurrió que lo mejor
que podía hacer era dictar un auto de libertad para el reo y
llevarlo consigo a algún lugar lejano para someterlo a una cura de
culturización y aseo antes de hacer su presentación en sociedad,
aunque en el fondo dudaba de que eso fuera posible. Evidentemente no
lo fue. En cuanto le dijo a Oliverio, con su mejor sonrisa caballar,
que iban a ser padres, al hombre le faltó tiempo para desaparecer.
Ya no volvió por su despacho y a ella no le quedó más remedio que
comunicar la huida a la Guardia Civil, con la orden expresa de que lo
buscaran hasta debajo de las piedras.
Meses enteros se
dedicaron a ello, hurgando por todos lados sin encontrar ni rastro.
Por la ciudad se habló del caso durante mucho tiempo haciendo
extrañas conjeturas. Unos decían que deambulaba por la serranía de
Cuenca, ejerciendo de bandolero y escondiéndose por los montes;
otros, por el contrario, afirmaban que se había embarcado como
polizonte en un barco rumbo a las Américas, pero lo único real fue
que el gitano no se dejó ver hasta muchísimos años más tarde.
El sentirse
abandonada y compuesta fue el desencadenante de la desesperación
para Ana, que auguró convertirse en la comidilla de la ciudad. Su
reputación se vería tirada por los suelos y el disgusto que le iba
a dar a sus padres iba a ser mayúsculo. Todo eso, junto a la
preocupación por el engendro que tenía dentro de si, que vayan
ustedes a saber como podía salir, vistos los progenitores, la
hicieron tomar una drástica decisión: desaparecer ella también. No
se despidió de nada ni de nadie. Un buen día metió cuatro
pertenencias en una maleta y tomó el tren rumbo a Cádiz,
abandonando su Córdoba natal, a la que ya jamás regresaría.
Ya en la Tacita de
Plata, según bajó del comboy, se sentó en un banco de la estación
y se puso a dilucidar qué hacer con su vida. Estaba tan enfadada con
el mundo en general y con los hombres en particular que decidió que
su próxima profesión sería la de ramera. Primero daría a luz a
su vástago y después se dedicaría a vender su horrenda mercancía
a aquellos cerdos ávidos de sexo. Tomada pues tan sensata decisión,
no le quedaba otra que enfrentarse a la ciudad desconocida. Tomó su
maleta y enfiló camino sin rumbo. Su instinto no la engañó, pues
fue a adentrarse sin ella saberlo en los barrios bajos de la ciudad.
Cuando se cansó de caminar entró como una autómata en lo que ella
creyó pensión, pero dio la casualidad de que no era más que un
burdel de mala muerte. La dueña, que estaba en recepción, si es que
a aquella entraba deprimente podía llamarse recepción, se extrañó
de que semejante especimen entrara en su antro, se suponía que en
busca de trabajo, mas cuando Ana le pidió habitación se dio cuenta
de la equivocación de la muchacha.
-Esto no es un hotel
- le dijo - es un putiferio. Y me temo que no hay sitio para ti.
A
Ana se le iluminó la cara, ignorando el comentario de aquella vieja
,y pensó que no podía haber caído en mejor sitio dadas sus
intenciones. Se las explicó ilusionada a la mujer, Doña Paquita, la
cual escuchó estupefacta los planes de aquella especie de
monstruillo que se le había presentado en casa. A Paquita le dio
pena. Era evidente que si incluía a aquella mujer entre su elenco de
rameras se le iba el negocio al garete en menos que canta un gallo,
pero verla así, embarazada y sola, despertó su compasión y decidió
ofrecerle su ayuda. La invitó a vivir allí, poniéndole como
condición que la ayudara en diversas tareas mientras esperaba la
llegada del bebé y después ya se vería. Ana aceptó con gusto,
agradeciendo a Doña Paquita la maravillosa atención que había
tenido con ella.
Hizo amistad con las
cuatro o cinco putas que trabajaban en el burdel, las cuales pensaban
que estaba loca de remate cuando les contaba sus planes de unirse a
ellas en sus honrosos quehaceres. No obstante les pareció simpática,
puesto que se le había suavizado el carácter, y la tomaron casi
como su mascota.
Una noche de truenos
y relámpagos Ana se puso de parto. Ninguna de aquellas mujeres quiso
salir para avisar al médico en medio de semejante tempestad, así
que ayudaron ellas mismas a parir a la mujer, que milagrosamente tuvo
un parto fácil y rápido, dando a luz un varón rollizo y sano que
pesó más de cinco kilos y que resultó ser tan feo como ella
misma. Aquella noche, seguramente debido al ajetreo del parto, a
doña Paquita le dio un pasmo y cayó fulminada de un ataque al
corazón. Justo antes de morir, mirando al pequeño que acababa de
traer al mundo y que yacía dormido en brazos de su madre, pronunció
sus últimas palabras.
-En algún sitio
escuché que cuando alguien nace, alguien muere también.
Y
después de realizar semejante afirmación de contenido filosófico,
pasó a mejor vida. Los siguientes días fueron difíciles, entre el
entierro y los berridos de aquel muchachito que lo único en que
pensaba era en comer y que en dos días le puso las tetas a la madre
más coloradas que el culo de un mandril. Pero no todos eran
sinsabores. A los pocos días de la muerte de la buena mujer
recibieron una llamada del notario para que todas ellas fueran a
escuchar la lectura de su testamento. Sorprendentemente doña Paquita
dejó todo lo que tenía, que no era ni más ni menos que el burdel y
bastante dinero en el banco, a Ana, aduciendo que era la que más lo
necesitaba de todas. Ello no hizo más que despertar las envidias de
las otras chicas, que no comprendían que una recién llegada se
hiciera con todo aquello que ellas mismas un día habían ayudado a
levantar, por eso dejaron a la pobre de Ana en la estacada, tomaron
sus pertenencias y se despidieron con viento fresco, dejando la mejor
casa de putas de Cadiz, triste y desolada. Así fue como nuestra
mujer se quedó compuesta y sin negocio, yéndose al tacho sus planes
de convertirse en mujer de la vida. Pero no se amedrantó. Si se
había quedado sin negocio, abriría otro. Hizo su estudio de mercado
particular, recorrió barrios y calles olisqueando por negocios ya
abiertos y divagando sobre los que quedaban por abrir. Al final
utilizó parte del dinero en remodelar el medio derruido edificio
heredado y abrió una pensión. La llamó "La Media Estrella",
porque no creía que pudiera llegar a categoría de una. Aún así,
se sentía orgullosa. El día de la inauguración, con su hijo en
brazos, le habló situándose frente a la fachada.
-Mira Paquiyo, este
será a partir de ahora nuestro sustento.
Y
miró melancólicamente el letrero de neón. Acababa de nacer La
Media Estrella.
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Se
arregló como no lo había echo nunca, intentando sacar un poco de
partido a su picassiano físico. Se cambió de nombre, Ana era
demasiado simple, y pensando en aquella maravillosa actriz objeto de
sus mas profundas admiraciones, se puso Silvana, como Silvana
Mangano. Y encaró su nueva vida, deseando hacer de su pensión la
mejor de la ciudad.
Así fueron pasando
los años sin que su sueño acabara de cumplirse. En ocasiones algún
huésped recalaba en La Media Estrella haciendo un alto en el camino
y poco más. Ella y su hijo malvivían, pero con dignidad. El
muchacho heredó lo peor de sus progenitores. Era feo como su madre
y sucio como su padre, mas con una extraña habilidad para el
contorsionismo. Se pasaba los días danzando y haciendo piruetas,
volteretas sin sentido, calle arriba, calle abajo. De vez en cuando
se tomaba un descanso, pero no como cualquier mortal, sino colocando
su cuerpo en posiciones imposibles.
Cierto día apareció
por la ciudad una banda de titiriteros de los que se encandiló sin
remedio. Ellos también vieron en él una apetecible posibilidad de
aumentar enormemente sus ingresos y le propusieron formar parte del
grupo. Él no lo dudó un instante. Corrió a su casa a despedirse de
su madre, a la que prometió enviar una postal desde cada una de las
ciudades donde montaran su espectáculo. Ella, que sabía que aquel
momento llegaría más temprano que tarde, aceptó con resignación
la decisión de su hijo y se quedó, por primera vez, absolutamente
sola, llorando, sentada en una banqueta en una esquina de la cocina,
maldiciendo su mala suerte.
Meses más tarde,
Paquiyo envió a su madre la primera postal prometida. Con letra
torpe y desigual le contaba que se encontraban en Pekín de la China,
donde su espectáculo estaba teniendo un éxito desmesurado. Silvana
no se percató de que el matasellos era de Almendralejo y guardó la
postal amorosamente en el cajón de su mesilla de noche, feliz de que
su hijo estuviera disfrutando un éxito que ninguno de los dos había
llegado nunca a imaginar. Poco después las cosas comenzaron a
marchar un poco mejor.
Cierta mañana,
apareció por la pensión un caballero pidiendo habitación. Era un
hombre alto y extremadamente delicado. De su rostro, serió y
blanquecino, sobresalía su larga, aunque bien formada, nariz
puntiaguda. Silvana lo miró con cierta desconfianza. No era habitual
que un hombre tan correcto, tan exquisitamente vestido, de traje y
corbata, apareciera por su pensión solicitándole cobijo.
-Si, tengo
habitaciones libres- respondió ella a su petición - ¿Se va a
quedar muchos días?
-De momento
indefinidamente. Puedo pagarle por meses, por semanas, por
días....como usted quiera.
A
SIlvana casi le da un mareo cuando oyó al hombre decir que se
quedaría allí indefinidamente.
-¿
Quiere usted dormir solamente o desea también manutención?
-Ambas cosas, si es
tan amable.
-Entonces tendré
que cobrarle.... - Silvana echó rápidos cálculos mentales,
estudiando la mejor manera de sacar tajada a aquella inesperada
situación - tendré que cobrarle cinco mil pesetas por semana.... a
pagar los viernes y un adelanto de dos mil pesetas...ahora mismo, si
no le importa.
El
hombre sacó de su cartera las dos mil pesetas sin rechistar y se las
tendió a Silvana, que las recogió con rapidez guardándoselas en el
escote ante la mirada sorprendida de su huésped.
-Venga conmigo, le
enseñaré su cuarto.
La
pensión tenía solamente seis habitaciones y un cuarto de baño para
compartir. No obstante, todo hay que decirlo, Silvana las mantenía
limpias y pulcras. Así condujo al hombre a la mejor alcoba. Daba a
la calle, era amplia y luminosa y olía a espliego y a limón, aunque
con un ligero toque de humedad rancia.
-Aquí tiene, este
será su cuarto. Y si me lo permite ¿cómo es que ha venido a parar
aquí?
La
mirada furibunda que le dirigió el hombre le hizo darse cuenta al
momento de que había metido la pata.
-
Ese no es su problema. Limítese a cumplir con sus obligaciones y yo
le pagaré puntualmente. Pero por favor, no me haga preguntas. Mi
vida ha sido demasiado turbulenta para poder contarla.
Silvana se dio la
vuelta sin decir nada. Que no se preocupara el huésped, que no le
iba a molestar con sus preguntas. A ella mientras le pagara....el
resto le daba igual. Aunque ¿por qué sería tan turbulenta la vida
de aquel hombre?
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