Me llamo Carlos Villarroel y necesito ayuda urgente. Si
estás leyendo esto, por favor, acude al ático b del número 6 de la
calle Real. Estoy atrapado y no sé cómo salir de aquí.
Todo empezó hace unos meses, cuando llegué a la
ciudad. Apenas había terminado la carrera de medicina y había
conseguido que el jefe del departamento de neurología pediátrica
del Hospital Universitario tuviese la deferencia de dirigirme la
tesis doctoral que llegaba dispuesto a realizar. No había sido
fácil, era un médico de mucho renombre y estaba muy solicitado,
pero el tema que le propuse, relacionado con los tumores cerebrales
en la infancia, le atrajo especialmente, según me contaría después,
lo cual resultó determinante a la hora de ser elegido su pupilo. Fue
entonces cuando me decidí a buscar un piso donde poder no sólo
residir, sino también estudiar y trabajar con la mayor tranquilidad
posible. Se me presentaban por delante dos o tres años de dura tarea
y no quería que nada me distrajese. Deseché por completo los
típicos pisos de estudiantes y por supuesto la idea de compartir no
entraba en mis planes, así que pensé que debía armarme de
paciencia y buscar con tino hasta encontrar lo que deseaba.
Contrariamente a la idea que tenía apenas tardé en dar donde caerme
muerto. Una tarde, de regreso a la pensión, vi el cartel anunciando
el alquiler que parecía estar llamándome a gritos. Era un edificio
en la parte vieja de la ciudad, antiguo, pero bien conservado, con
las escaleras de madera y sin ascensor. Todavía conservaba el puesto
de portera, una mujer mayor bastante agradable, que se ofreció en
seguida a enseñarme el ático en cuanto entré a preguntar.
El piso no era muy grande, pero suficiente para mi, dos
habitaciones, salón, cocina y baño, extremadamente cuidado y recién
pintado de un blanco impoluto, tanto las paredes como las puertas y
ventanas. A cualquiera podría parecerle demasiado aséptico, pero a
mi me pareció el lugar perfecto, sobre todo cuando pregunté por el
precio del alquiler y la mujer me informó que los dueños pedían
doscientos euros.
-Como verá usted es bastante barato – me dijo –
pero los señores no tienen falta de dinero, sólo quieren tenerlo
ocupado con alguien que se lo cuide.
No lo dudé un instante. Soledad, la portera, me informó
de que el pago debía de hacerse entre el uno y el cinco de cada mes.
-Usted me paga a mí, yo ya me encargo de todo. Si
quiere le puedo enseñar la autorización de los dueños.
Rehusé tal ofrecimiento, pues no me parecía que
aquella mujer mayor albergara malas intenciones y le pregunté si
podía trasladarme al día siguiente, a lo que me contestó que me
trasladara cuando quisiera, como si quería hacerlo en aquel mismo
instante.
-Si no estoy aquí me timbra en el bajo, yo misma le
ayudaré a subir sus cosas.
Se
lo agradecí, aun a sabiendas de que no iba a solicitar su ayuda y me
fui más contento que unas castañuelas. Al día siguiente hice el
traslado y me instalé.
La habitación que elegí como dormitorio era la más
luminosa de la casa. Un amplio ventanal recorría la pared de lado a
lado permitiendo la entrada de luz a raudales y dejando a la vista un
mar de tejados y antenas de televisión. En su extremo izquierdo se
podía contemplar, no obstante, parte de la fachada de los edificios
de enfrente, que daban a la calle. El paisaje no era muy bello, todo
sea dicho, pero a mi no me importaba, es más, lo prefería así,
pues suponía un elemento de distracción menos.
Así empecé una vida que creí sería rutinaria. Me
pasaba la mañana en el hospital o en el departamento de la facultad;
por las tardes me dedicaba al estudio o a la lectura, me acostaba
temprano y me levantaba igualmente temprano y sólo los fines de
semana me permitía alguna licencia, saliendo a tomar unas copas con
los amigos y si se terciaba, disfrutando de una noche de pasión
sexual con alguna muchacha que se prestara a ello.
Llevaba ya unas semanas viviendo en mi nuevo hogar
cuando lo escuché por primera vez. Era de noche y llovía con
fuerza. Entremezclado con el ruido de las gotas de agua al golpear
los cristales y el tejado pude oír el arrullo de unas palomas. No le
di demasiada importancia, incluso estoy seguro de que no me hubiera
dado cuenta si no fuera porque la lluvia me despertó, mas el caso
fue que después de aquella primera noche algo, no se qué, me
despertaba todas las madrugadas y me hacía escuchar no sólo el
arrullo, sino también el leve aleteo de aquellas aves que siempre se
me antojaron repulsivas. Con la llegada del día cesaban los sonidos,
hasta que comenzaron a verse paseando con tranquilidad por los
tejados. No me molestaban lo más mínimo, más no sé bien por qué,
sentía una extraña inquietud cuando se acercaban demasiado a mi
ventana y hacía todo lo posible por espantarlas.
Una tarde, al llegar a casa después de mis quehaceres
diarios, comprobé con gran consternación por mi parte que una de
aquellas asquerosas aves se había colado en la cocina. Había dejado
puertas y ventanas bien cerradas, siempre lo hacía, así que por más
que le di vueltas no fui capaz de dilucidar por qué hueco había
conseguido entrar. Pensé que tal vez la portera hubiera tenido que
acudir al piso por algún motivo, así que bajé a preguntarle.
-No, no he entrado en su casa, pero ándese con ojo,
esas aves son muy falsas, muy astutas y se cuelan por el hueco más
pequeño que encuentran. Además son un foco de infecciones. Si
encuentra usted el agujero por el que entran yo tengo yeso con el que
taparlo, pase por aquí y se lo daré. – me contestó la vieja sin
dejar de barrer una y otra vez el pequeño espacio de la portería.
-Pero dígame – insistí yo - ¿alguno de los
inquilinos anteriores se quejó de lo mismo?
-Que yo sepa no – me contestó la mujer encogiéndose
de hombros y dando por zanjada la conversación.
Me subí de nuevo a mi casa y me puse a buscar como un
loco el posible hueco, pero no conseguí dar con él. Sin embargo, y
como no volví a encontrar ninguna de aquellas aves pululando por mi
vivienda, pronto me olvidé del tema y continué con mi vida de
siempre, que bastante ajetreada era ya como para tener semejante
estúpido motivo de preocupación.
Semanas más tarde conocí a Janeth, una muchacha
inglesa de piel blanca y suave e increíbles ojos verdes que me
encandilaron. Janeth estaba de paso por la ciudad haciendo un curso
de español, lo cual me pareció fantástico, pues había de
permanecer a mi lado el tiempo necesario para poder pasar ratos
agradables sin darme tiempo a enamorarme como un imbécil, corriendo
el riesgo de desatender mi ocupación principal, que no era otra que
mi tesis doctoral.
Aquel sábado Janeth y yo nos mostramos especialmente
cariñosos el uno con el otro, tanto que nuestra temperatura subió
hasta límites insospechados, lo que nos llevó a buscar un lugar
tranquilo y lejos de miradas indiscretas en el que poder dar rienda
suelta a toda la pasión que pugnaba por estallar en nuestros
cuerpos. Así fue que mi aséptica alcoba se convirtió en nuestro
nido de amor por unas horas, después de las cuales caímos rendidos
en un sueño profundo del que me despertaron los arrullos de las
palomas bien entrada la mañana.
Al principio creí estar soñando, tan espantado me
quedé con lo que estaba viendo, más en seguida comprendí que todo
era real, sorprendentemente real. Cinco palomas campeaban a sus
anchas por mi cuarto, mientras un número indefinido de ellas
permanecía fuera, sobre el tejado, tan arrimadas a las ventanas que
parecía que en cualquier momento el cristal cedería y todas se
colarían en la habitación.
Desperté a Janeth muerto de miedo y de asco, pero ella
se limitó a soltar una carcajada burlándose de mi alarmismo,
calificando la situación de pintoresca. Sólo cuando al intentar
levantarse de la cama las palomas la atacaron, llenando sus piernas
de picotazos, cambió de opinión. Nos deshicimos de aquellos pájaros
medio salvajes como pudimos, golpeándolos con cualquier objeto que
estuviera a nuestro alcance, y cuando lo conseguimos Janeth salió de
mi casa como alma que lleva el diablo, recomendándome que me buscara
otro lugar en el que vivir si no quería ser pasto de semejantes
monstruos.
En cuanto hube recogido los cadáveres de las palomas
bajé de nuevo a la portería a presentar mis quejas a la vieja
Soledad. Consideraba que la situación no era ya anecdótica, y menos
después de haber observado la ferocidad con la que atacaban a mi
femenina acompañante.
-Le dije que buscara al agujero por el que se cuelan
¿lo hizo? – se limitó a preguntar después de escuchar mis
protestas con bastante indiferencia.
-Lo hice a conciencia y no encontré agujero alguno.
No tengo idea de cómo consiguen colarse en mi casa, pero si esto no
se soluciona no me quedará más remedio que buscarme otro sitio
dónde vivir. Esta situación se está volviendo insoportable.
Doña Soledad no contestó, simplemente se limitó a
lanzarme una mirada extraña que yo no supe interpretar y a la que no
di demasiada importancia, al fin y al cabo era una vieja a la que en
ocasiones, como había tenido ocasión de comprobar, se le iba la
cabeza.
Me volví a mi casa y pasé aquel domingo entre el
estudio y la observación del enjambre de palomas de pululaban sin
cesar por los tejados y cuando de noche llegó la hora de irme a la
cama, me aseguré de que todas las puertas y ventanas quedaran bien
cerradas, de manera que fuera absolutamente imposible que se colara
ni siquiera un mosquito. Pero esta mañana, cuando desperté, el
panorama con el que me encontré fue el peor posible. El suelo de mi
cuarto no se veía. Estaba absolutamente cubierto de palomas. Eran
tantas que no las hubiera podido contar aunque quisiera. En cuanto
hice ademán de levantarme de la cama ellas lo hicieron de picotearme
las piernas. Comprendí que no tenía mucha salida. Aquellos bichos
no tenían otra intención que devorarme y yo no podía pedir ayuda
por ningún lado.
Cuando miré la mesita de noche y vi el cenicero de
cristal se me ocurrió la idea. Escribí el mensaje en una hoja de
una revista que también andaba por allí, envolví con ella el
cenicero y lo lancé con fuerza contra los cristales, con la
esperanza de que fuera rodando por los tejados, cayera en la calle y
alguien lo viera. Espero que haya ocurrido así. Ahora sólo me queda
esperar.
*
Le vieja portera barría la acera pasando la escoba por
el mismo sitio una y otra vez, limpiando donde ya no había nada que
limpiar. Cuando escuchó el ruido de los cristales al hacerse añicos
volvió la cabeza y se dirigió hacia el objeto que, envuelto en un
papel de revista, había caído rodando de los tejados. De inmediato
supo que era del inquilino. Leyó la nota y, sonriendo, la tiró
directamente al contenedor de la basura.
-Como si mis palomas no tuvieran derecho a comer. En
unas semanas prepararé de nuevo el cartel de “se alquila”,
cuando hayan terminado su festín.
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