La pensión fue
tomada por una caterva de obreros, uno de los cuales no pasó
desapercibido a ojos de doña Silvana. Era un hombre mas bien de baja
estatura, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo, con el pelo blanco y
una prominente verruga en la punta de la nariz que en opinión de
Silvana le daba un toque muy varonil. Trabajaba en silencio y con
mucho empeño, y tenía escasa relación con sus compañeros. Ella
pensaba que guardaba un secreto dentro de sí y aquello le hacía
admirarlo profundamente.
Un día en el
que se encontraba sola en la pensión, cuando los trabajadores
recogían sus cosas y se disponían a marchar hasta el día
siguiente, Silvana invitó al hombre a una cerveza.
-Hace calor –
le dijo con voz sensual y sugerente, aunque estaban en febrero y el
calor que hacía era más que soportable - ¿le apetece una cerveza?
El hombre la
miró asombrado ante semejantes confianzas y a continuación la
obsequió con una sonrisa que le daba a su cara un aspecto simiesco,
dejando a la vista una dentadura amarillenta y estropeada por la
piorrea que, no obstante, a nuestra protagonista le pareció
celestial. El caballero aceptó el ofrecimiento de buena gana, pues
hacía muchísimo tiempo que nadie lo invitaba a nada, ni siquiera a
una mísera cerveza, y se sentó a la mesa de la cocina en la que,
además de la bebida, Silvana había puesto unas olivas.
-Y dígame –
se atrevió a decirle -¿por qué no me cuenta ese secreto que tiene
tan bien guardado?
Ante tan
extraña pregunta, el hombre estuvo a punto de salir corriendo.
Estaba claro que aquella mujer no estaba bien de la cabeza, el no
tenía ningún secreto y aunque lo tuviera, desde luego que no tenía
intención de contárselo a una desconocida. No obstante aguantó el
tipo y como se sentía tan solo, decidió darle un poco de
conversación a aquella horrenda mujer que, vestida con una blusa
roja de gran escote, le enseñaba con clara provocación el canalillo
de sus tetas.
-Yo no tengo
ningún secreto – le respondió por fin – sólo tengo una vida
solitaria e insulsa, fruto de mi mala cabeza y de mis peores
acciones.
-Ah bueno, pues
cuente, cuente, soy todo oídos.
El hombre se
seguía preguntando por qué diablos aquel esperpento quería saber
su vida, ¿sería tal vez porque su lozanía había despertado los
sentidos dormidos de aquel engendro? Fuera por lo que fuera, de
repente vio una excelente oportunidad para recuperar la comunicación
perdida con el género humano y sin más preámbulos comenzó su
relato vital.
-Pues verá
usted,- empezó el hombre- comenzaré presentándome. Soy José
López Pérez, ya ve que nombre más simple, como simple fue mi vida
hasta que se me ocurrió hacer lo que hice. Yo era un hombre modesto
y trabajador. Vivía con mis padres en la calle del Medio en una
corrala, ya sabe, esas edificaciones de vecinos donde compartíamos
muchas cosas, desde el baño hasta a veces la propia intimidad. No me
importaba, yo era feliz. Trabajaba de peón caminero, no ganaba
mucho, pero tampoco tenía demasiadas necesidades. Un día conocí a
Margarita y me enamoré de ella como un idiota. Margarita era
enfermera y trabajaba en el hospital psiquiátrico. Una muchacha
bella y culta. Tenía un pequeño defecto y es que cojeaba debido a
una polio que había padecido de pequeña. También tenía la boca un
poco torcida y un perro le había arrancado una oreja, pero a mi me
daba igual, para mí era la más bella del mundo. La veía todos los
días en el autobús, cuando regresaba a casa del trabajo. Un día
me bajé con ella y la seguí. No supe ser muy discreto y enseguida
se dio cuenta. Volvió la cabeza y yo me paré; a ella le entró
miedo y empezó a correr, aunque debido a su pertinaz cojera no
consiguió llegar muy lejos. Cuando la alcancé le declaré mi amor
de carrerilla. Ella, pensando que me burlaba, me mandó a tomar por
el culo y siguió su camino. Ante semejante negativa decidí
escribirle una carta declarándome de nuevo y afirmándole que mis
intenciones eran buenas. Aquella misiva fue un revulsivo, pues al día
siguiente de recibirla se acercó a mí en cuanto subió al bus y me
empezó a contar sus planes de matrimonio conmigo. Esa carta, fíjese
lo que le digo, fue el primer error que cometí. Estaba llena de
mentiras. Entre otras cosas le contaba que tenía mucho dinero y que
a mi lado podría disfrutar de los mayores lujos que pudiera
imaginarse. Es evidente, pues, que si se acercaba a mí era por mi
supuesta fortuna, una fortuna que no poseía, como tampoco tenía
posibilidad de ganarla. Pero estaba tan enamorado que me cegué, me
dejé llevar por mi propia mentira y ahí empezó mi declive. Acepté
casarme con ella, con lo cual lo primero que tuve que hacer fue
vestir de aparente verdad mis embustes. Tuve que pedir un préstamo
que me permitiera cambiarme de casa y pagar una boda y un viaje de
novios que no estaban al alcance de cualquiera. Compré un piso de
lujo en la mejor zona de la ciudad, nos casamos por todo lo alto,
aunque el menú tuvo que ser bastante simple, pues de lo contrario no
me quedarían fondos para pagar la luna de miel a las Malvinas, como
ella deseaba, y en la boda tuvimos que comer callos y patatas fritas
con huevos, que a mí me encantan, pero que no es menú para un
bodorrio y dio mucho que hablar.
A la
vuelta de nuestro viaje fue cuando Margarita cambió. Dejó de ser la
esposa cándida y amorosa para convertirse en una mujer fría y sin
escrúpulos. Empezó a decir que mi sueldo no llegaba a nada y que
tenía que pedir un aumento. Yo le había ocultado mi verdadera
profesión, ella creía que trabajaba de jefe de mecánicos en una
conocida casa de venta de vehículos y claro, esperaba más dinero
del que en realidad ganaba. Yo hacía mis números, para lo que me
tuve que comprar una calculadora porque las matemáticas nunca fueron
mi fuerte, pero las cuentas jamás me salían, ni con calculadora ni
sin ella. Tan desesperado estaba que se me ocurrió un plan tan
absurdo como descabellado y que estaba desde el principio abocado al
fracaso. Recorrí las casas de ventas de coches y utilizando las más
burdas triquiñuelas conocí a los jefes de mecánicos con la
intención de suplantar a alguno de ellos matándole y haciéndome
pasar por él. Finalmente me decidí por un hombre más o menos de
mi edad, callado y reservado y, al igual que Margarita, con una leve
cojera. Me informé de todo lo relacionado con su vida. Pude saber
que era soltero y que vivía solo en un apartamento junto a la playa,
lo cual era perfecto pues nadie se interesaría por él, o al menos
eso creía yo. Lo vigilé durante unos días y una tarde en que se
encontraba solo en el taller finalmente puse mi plan en marcha. Entré
y le pedí una lata de aceite para el coche y cuando se dio la
vuelta para buscarla, cogí un extintor y le di un golpe en la
cabeza. Cayó al suelo sangrando como un cerdo. Lo envolví en una
manta, lo metí en el maletero del coche y después de limpiar como
pude los restos de sangre lo llevé a un descampado y allí abandoné
el cuerpo. Luego, desde una cabina llamé al taller y haciéndome
pasar por él, les dije que me ausentaría durante unos días, pues
me habían llamado de un hospital americano para corregirme la cojera
y de paso hacerme la cirugía estética.
Pasé
quince días muy nervioso. Por un lado, estaba muy pendiente de la
prensa, por si acaso publicaban la noticia de que un hombre había
aparecido muerto en un descampado, cosa que nunca ocurrió. Por otro
lado me daba miedo el momento de incorporarme a un trabajo sobre el
que no tenía ni la menor idea, pero claro, tuve que hacerlo. Pasados
los quince días aparecí por el taller haciéndome pasar por mi
víctima, que se llamaba Casimiro. Los demás empleados se quedaron
mirándome como idiotas, no hace falta decir la causa. Tuve que
explicarles que me habían operado la pierna para corregir mi cojera
y que de paso me habían hecho la cirugía estética, puesto que
habían observado que era muy feo y que eso, en el futuro, podría
acarrearme graves problemas psicológicos. No contaba yo con que uno
de mis subordinados, un muchacho muy observador y avispado de nombre
Juan Onofre, no se tragara mi mentira y me preguntó, mirándome con
expresión detectivesca, que por qué me habían dejado esta horrible
verruga que adorna mi nariz.
-Vaya cirujanos
de mierda – dijo con socarronería – antes eras feo, pero ahora
te han dejado precioso.
Como no
encontré argumentos para justificar aquel lamentable fallo médico
dije que era muy tarde y que había que ponerse a trabajar , con lo
cual cada uno se fue a su puesto. Yo me dediqué a vigilarlos. Como
era el jefe, ninguno se atrevía a mandarme trabajar , aunque yo me
daba cuenta de que Juan Onofre no cesaba de observarme por el rabillo
del ojo, seguramente para pillarme a la menor oportunidad que yo le
diera. Así estuve más o menos durante dos meses. Mis sueldo aumentó
considerablemente y Margarita estaba contenta por ello, aunque por
otro lado, tenía una expresión de preocupación en su rostro a la
que yo no encontraba explicación.
Una tarde,
estando en el taller solos Juan Onofre y yo, se presentaron dos
trabajos urgentes que había que llevar a cabo en el acto.
-Jefe – me
dijo con ironía – un coche lo arreglo yo y el otro usted.
Yo, que nunca
había tocado un motor, cogí el toro por los cuernos y me puse manos
a la obra. Desmonté, limpié, saqué, metí, hice y deshice y
cuando finalmente volví a montar el motor de nuevo, vi que me
sobraban dos o tres piezas. Las escondí para que el joven Onofre no
las viera y me metí en el coche para ver si funcionaba. No se puede
usted imaginar el alivio que sentí cuando al darle al contacto
escuché el ruido del motor. El coche funcionaba y aquellas
piececillas de nada seguramente serían inservibles.
A la mañana
siguiente me extrañó ver un gentío arremolinado a la puerta del
taller. En cuanto yo me aproximé se hizo el silencio. Todos los
jefazos estaban allí, más dos coches de la policía. Las piernas
comenzaron a temblarme. Juan Onofre me señaló cual Judas señalando
a Jesús.
-Ese es –
dijo.
Un policía se
acercó a mí con intención de ponerme una esposas, mas el director
del concesionario lo detuvo.
-¿Es usted
Casimiro Antares? - me preguntó.
-Si señor, yo
soy – respondí.
Entonces hizo
un gesto y apareció ante mí lo que jamás hubiera esperado ver. Mi
mujer empujando una silla de ruedas en la cual iba sentado el
verdadero Casimiro Antares al que yo no había conseguido matar,
simplemente había quedado tonto. Yo no entendía nada, pero me lo
explicaron enseguida. El coche que yo había creído arreglar el día
anterior no era más que una trampa. Hacía tiempo que sospechaban
que ni yo era Casimiro, ni era mecánico. La prueba de que no era
mecánico la habían conseguido el día anterior, con aquel maldito
coche que yo no había conseguido reparar, aunque yo creyera que si.
La prueba de que no era Casimiro fue mucho más compleja y fruto de
la casualidad. Porque dígame usted si no es casualidad que yo fuera
a elegir para suplantar al amante de mi mujer. Casimiro y Margarita
eran amantes, se habían conocido en la asociación de cojos a la que
ambos pertenecían. Margarita empezó a sospechar que algo raro
ocurría el día en que Casimiro no acudió a su cita. Entonces llamó
al taller y le contaron la absurda historia que yo me había
inventado para justificar la ausencia del pobre hombre. Ella no se la
tragó, y después de pasados unos días en los que esperó a ver si
Casimiro daba señales del vida, se dedicó a investigar. Lo primero
que hizo fue hurgar en los hospitales. No tuvo que hacerlo durante
mucho tiempo. Encontró a su amor en el hospital de Caridad, a donde
un mendigo lo había llevado, después de encontrárselo en el
descampado medio muerto. Fue entonces cuando mi esposa llamó de
nuevo al taller para darles la noticia. Le contestaron que era
imposible, que Casimiro estaba allí trabajando, sin cojera y con una
nueva cara, como había dicho él mismo. Mi mujer fue un día por
allí y comprobó que el que se hacía pasar por su amante era yo.
Huelga decir que, descubierto el cotarro, a mí me detuvieron y mi
mujer me dejó. Me cayeron quince años de cárcel, de los que cumplí
doce. Salí hace unos meses y aquí me tiene, sólo, sin familia, sin
amigos.... pero bueno, con el consuelo de que una dama tan gentil
como usted se digne a invitarme a una cerveza.
Silvana se
quedó asombrada ante el magnífico relato que acababa de escuchar y
definitivamente se sintió enamorada de aquel criminal arrepentido,
como hacía años lo había estado de aquel gitano que la abandonó.
Estaba claro que la atraían los hombres con problemas, no obstante
esta vez era distinto. Todos nos merecemos una segunda oportunidad y
José también. Ella estaba dispuesta a dársela y a hacer que
Margarita quedara relegada al mundo de los recuerdos. Después de
haberle contado ella también su vida, la que todos conocemos, el
hombre se levantó cansinamente de su silla y se dispuso a marchar.
-¿Y ahora dónde
vive? - le preguntó Silvana - ¿sigue conservando el piso?
-Que va , el
piso lo vendí para poder pagarle la indemnización a Casimiro,
duermo en un banco del parque.
- De ninguna
manera va usted a dormir a la intemperie -dijo Silvana con compasión
-Ahora mismo no tengo habitación libre debido a las obras, pero
puede usted dormir en el sofá de la sala.
José se lo
agradeció en el alma, le dijo que tenía que salir a arreglar unos
asuntos y que en una o dos horas regresaría. Silvana lo miró
marchar, ilusionada. Estaba segura de que iba a iniciar un romance,
pero no lo haría público hasta que la cosa estuviera consolidada.
Después de la acostumbrada tertulia, cuando los demás marcharon a
sus respectivas habitaciones, ella abrió el sofá-cama de la salita
y lo preparó para que José pudiera pasar la noche en él.
Entretanto,
José paseaba por la calle pensando en lo ocurrido aquella tarde.
Había vaciado su corazón y su alma con una desconocida que estaba
loca por él, se le veía a las leguas, por eso tenía que ser muy
cauto. No quería que aquella mujer con cara de caballo interpretara
mal sus gestos o sus palabras. Él no quería saber nada de mujeres.
Las odiaba hasta el punto de no acudir a ellas ni para satisfacer sus
necesidades sexuales. Se limitaba a comprar revistas guarras cuya
visión era suficiente para hacer que se entregara con fruidez a los
placeres solitarios. Lo mejor sería no hacerle demasiado caso a Doña
Silvana, así se iría desengañando.
José se
fumó un último cigarrillo antes de entrar en la pensión. La
perspectiva de dormir al calor le animaba bastante. Fue directo a la
salita, donde se introdujo entre las confortables mantas y se quedó
dormido en menos que canta un gallo.
*
Paco se
despertó a las cinco de la mañana con unas tremendas ganas de
orinar, debido, probablemente a las cinco o seis cervezas que se
había tomado la tarde anterior. Tan pronto como abrió la puerta de
su cuarto para ir al baño, escuchó los ronquidos. Sus sentidos se
agudizaron cual animal vigilante. Fuera lo que fuera el ser que
emitía aquellos horrendos sonidos, se había colado en la casa sin
formar parte de ella y merecía su castigo. No podía permitir que
terminara destrozando a los demás habitantes. Dio dos o tres
volteretas sencillas en dirección a la salita y, en la penumbra,
pudo distinguir un bulto echado en el sofá. A tenor de los bramidos
que brotaban de aquel ser, no cabía duda de que se trataba de una
fiera, tal vez de una especie desconocida, pues jamás había
escuchado bufidos semejantes. No se lo pensó mucho. Cogió una
estaca y con ella comenzó a atizar al bulto sospechoso semejantes
golpes que al pobre José casi le da un infarto del susto y del
dolor.
-Toma fiera,
toma fiera- escuchaba el hombre sin poder articular palabra, mientras
caía sobre él tan ingente cantidad de palos que por un momento
pensó que aquello era el fin.
Finalmente sacó
fuerzas de flaqueza y comenzó a gritar pidiendo ayuda. A sus voces
Paquiyo cesó en los golpes y los demás acudieron en su ayuda,
aunque no les quedó mucho más que hacer que llamar a una
ambulancia, dado el deplorable estado en que se encontraba el hombre.
Una conmoción
cerebral, dos costillas rotas y una luxación en un hombro fue el
resultado de la brutal paliza. José quedó ingresado en el hospital
con pronóstico reservado. Los médicos preguntaron a Silvana qué le
había ocurrido a aquel muchacho para presentar tan lamentable
aspecto, a lo que ella respondió que se había caído por la
escalera. Tan exigua explicación no convenció a los doctores, que
sospechaban que la cara de caballo aquella había vapuleado al hombre
en medio de un encuentro sexual clandestino, no obstante como la
versión de la mujer fue corroborada por el lesionado, dejaron de
hacer preguntas.
-Que conste
-dijo José a Silvana – que no culpo a su hijo por lo bien que
usted se está portando conmigo, si no ya lo hubiera denunciado.
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