Regresa el hijo de Silvana, Paquillo y nos cuenta su singular vida.
Aquella
noche el sueño de Antoñito fue inquieto y desasosegado, por eso
cuando Silvana acudió puntual a avisarle para que se levantara,
fingió continuar con su imaginario malestar estomacal y le pidió
por favor que avisara a Don Ángel de que no pasaría por la agencia
debido a lo que probablemente era una gripe galopante de esas que
afectan al aparato digestivo. Silvana dio el recado a Don Ángel al
instante, percatándose el hombre de su metedura de pata. Lo había
asustado, pero no lo había podido evitar. Saber que el hombre que
amaba estaba enamorado de otra mujer le partió el corazón. Estaba
visto que el amor no era lo suyo. Por segunda vez se le negaba el
derecho a ser feliz. Sintió tanta pena de si mismo que se echó a
llorar cual adolescente despechado. Sólo los quehaceres de la mañana
fueron capaces de mitigar un poco su desdicha.
Antoñito no
acudió a trabajar en varios días, durante los cuales no dejó de
meditar y de darle vueltas al asunto que le atormentaba, hasta que
finalmente llegó a una conclusión que consideró sumamente
acertada. Él no conocía los placeres propios de la fornicación y
aunque nunca había entrado en sus planes tener amoríos con otro
hombre, tal vez fuera el momento de probar, simplemente por eso, por
probar, por saber lo qué se siente cuando uno se entrega a otro.
Sería sincero con su amigo, le diría que aceptaría tener sexo con
él para aprender. Por eso una noche acudió de nuevo a su alcoba. El
otro lo recibió tímida y humildemente, dispuesto de pedirle
disculpas por su comportamiento, pero no le dio tiempo. Antoñito
soltó de carrerilla lo que llevaba preparado, ante la estupefacción
de Ángel al que, al escuchar semejante proposición, se le nubló el
entendimiento. Ni que decir tiene que accedió gustoso. Era su
oportunidad. Tenía que hacerlo tan bien que Antoñito se olvidara
de Dolores para siempre. Así que no perdió el tiempo y allí
mismo lo besó con pasión, mientras le reventaba los botones de la
camisa para acariciar su peludo pecho. Antoñito se dejó llevar, se
dejó arrastrar por la pasión y su amigo le hizo sentir placeres
jamás disfrutados, ni siquiera imaginados.
*
Las
dos mujeres no dejaron de mostrar su extrañeza ante la falta de
asistencia de los muchachos, una vez más y ahora que Antoñito ya
estaba mejor, a la acostumbrada tertulia nocturna. Estuvieron
esperando hasta cerca de las dos de la mañana, hora a la cual se
retiraron a sus respectivas alcobas. Pero su sorpresa fue todavía
más grande cuando a la noche siguiente tampoco hicieron acto de
presencia, ni a la siguiente, ni a la otra tampoco. Ante el asombro
de las dos mujeres, Angel y Antoñito salían de la pensión bien
temprano y cuando regresaban, al anochecer, se metían en sus
respectivas habitaciones y no se volvía a saber nada de ellos.
Fue al sábado
siguiente cuando, sin buscarla, encontraron la respuesta. Los
muchachos habían comido en la pensión, sin mirarse, en silencio,
mas ni una ni otra se atrevió a preguntarles qué les ocurría.
Después ambos se sentaron en la salita a disfrutar un rato de las
supinas estupideces que echaban en la televisión. No parecían estar
enfrentados, mas no se dirigían la palabra. Dolores invitó a
Silvana a dar una vuelta por la ciudad, aprovechando la magnífica
primavera de la que estaban disfrutando. Salieron pues a dar el paseo
deseado, charlando sobre sus cosas. Dolores contaba que se había
comprado un conjunto de lencería de lo más mono, de encaje, color
rojo pasión, mientras la otra sonreía como una boba, pensando para
qué rayos aquella mujer que no había conocido todavía el calor
masculino se compraba semejante ropa interior. Luego fue ella quien
relató a su amiga como había conseguido una crema para el cutis,
carísima, pero de lo mejorcito, de esas que te dejan el rostro terso
y suave. Esta vez era Dolores la que sonreía, mientras se decía a
sí misma que por mucha crema que se diera la pobre Silvana, aquella
cara entre caballo y sapo no había quien se la cambiara. Entre
charla y charla, tomaron un helado y cuando el sol empezaba a ponerse
emprendieron el camino de regreso. Cuando llegaron, la puerta de la
pensión estaba abierta, como siempre, más al poner el pie en la
primera escalera que conducía al interior escucharon una respiración
jadeante y pararon en seco. Se miraron entre alarmadas y divertidas.
-Entremos
despacio - dijo Silvana con aire detectivesco – aquí hay gato
encerrado.
Así lo
hicieron. Los jadeos procedían de la salita. De vez en cuando se
dejaba oír algún gemido pasional que se hacía más fuerte según
se iban acercando. Finalmente entraron en el cuarto y pudieron
contemplar la dantesca escena que las dejó estupefactas. Don Ángel,
sentado cómodamente en el sofá, sostenía en sus rodillas a
Antoñito mientras se besaban. Antoñito estaba desnudo y con sus
enormes atributos empinados cual mástil de bandera al viento. El
otro se los acariciaba, a veces suavemente, a veces con una bravura
que hacía que el muchacho se derritiese de gusto. No se percataron
de la presencia de las mujeres y durante un rato continuaron a lo
suyo. Don Ángel se metió la mano en la bragueta del pantalón y
liberó su miembro, que era más pequeñito y morcillón que el de
Antoñito. A éste la faltó tiempo para corresponder a las sensuales
caricias de su amigo con otras semejantes. Las mujeres, que llevaban
muchísimo tiempo sin catar varón, Dolores, concretamente, no lo
había catado jamás, dudaban si retirarse silenciosamente, si pedir
a aquellos dos que las dejaran unirse al festín, pues tanto una como
otra, empezaban a sentir humedades en salva sea la parte. Pero un
gemido reprimido de Silvana los sacó bruscamente de la vorágine
sexual en la que estaban sumergidos. Los dos se separaron y se
apresuraron a tapar sus vergüenzas. Durante un rato ninguno de los
cuatro supo qué decir. Luego Silvana los animó a seguir.
-Por nosotras no
se corten, continúen, continúen ¿verdad, Dolores?
Ésta, que no
podía apartar su mirada de la pasional pareja, asintió tenuemente
con la cabeza, mientras un hilillo de baba resbalaba por su barbilla.
Los otros, tan excitados estaban que les hicieron caso y continuaron
con su juego erótico, animados todavía más al saberse observados,
hasta llegar al clímax final, momento en el cual, las mujeres
rompieron a aplaudir, cual si hubieran sido espectadoras del más
maravilloso espectáculo.
*
Despejadas
pues las dudas sobre los amoríos de Antoñito, tranquila Dolores
ante la evidencia de su equivocación y felices por la nueva pareja,
la vida volvió a su rutina diaria, hasta que una lluviosa y gris
tarde de invierno, un nuevo personaje apareció en escena. Silvana
había salido a hacer unos recados dejando la pensión a cargo de una
vecina. Fue precisamente en ese intre cuando apareció el muchacho.
Debía de rondar los treinta años, baja estatura, cuerpo atlético y
cara de búfalo salvaje, el hombre entró en la pensión como perico
por su casa, e ignorando a la pobre mujer que lo miraba asombrada
desde la recepción, se dirigió a la cocina como si esperase
encontrar allí aquello que venía buscando. Desconcertado salió de
la estancia y finalmente reparó en la mujercilla que no le quitaba
ojo desde detrás del viejo mostrador.
-¿No está
Silvana? - preguntó.
-Ha salido a
hacer unos recados, vuelve enseguida, pero si lo desea le puedo
atender yo.
-No es necesario
muchas gracias, la esperaré.
No pasarían ni
diez minutos cuando la dueña de nuestra pensión regresó al hogar.
En cuanto entró y vio al hombre, las bolsas se le cayeron al suelo y
las lágrimas asomaron a sus ojos.
-¡Paquiyo! Hijo
mío ¿eres tú?
El muchacho se
levantó de su asiento y abrazó a la mujer con fuerza. Un nudo en la
garganta le impedía pronunciar palabra. Después de recorrer
prácticamente el mundo entero, de conocer las mieles del éxito,
pero también la amargura del fracaso, por fin se encontraba de nuevo
en su casa. Por fin podía abrazar de nuevo a aquel ser que ahora
estrechaba con ternura y que tanto había recordado en su trotar por
el mundo: su madre.
Aquella noche
la tertulia tuvo un nuevo miembro. Silvana presentó con orgullo su
hijo a sus amigos, que se mostraron encantados de conocerlo, sobre
todo Dolores, a la que no pasó desapercibida la buena planta de
muchacho, a pesar de que apenas medía unos centímetros más del
metro y medio. Su madre le pidió que, ante tan exquisita audiencia,
tuviera por bien relatar las andanzas que lo habían retenido lejos
de la ciudad tantos años. Paquiyo, acostumbrado como estaba a ser el
centro de atención de aglomeraciones mucho mayores que aquel exiguo
público, no tuvo inconveniente en deleitarles con sus aventuras y
después de un leve carraspeo, comenzó su relato.
-Como
sabréis, pues seguro os lo habrá contado mi madre, siempre sentí
una especial atracción por el mundo del circo en general y del
contorsionismo en particular. Me gustaba tanto que hice de ello el
“leiv motiv” de mi vida – en este punto su madre sonrió y miró
de soslayo a los demás, buscando un gesto que delatara la admiración
de sentían por la formidable oratoria del muchacho, como en su día
habían hecho con Antoñito, sin embargo no lo encontró y siendo
así, continuó escuchando – Y cuando aquella pandilla de
titiriteros acudió a la ciudad y se interesaron por mis habilidades,
no dudé ni un momento en emprender mi aventura a su lado, pensando
haber encontrado la gran oportunidad de mi vida. Craso error, se lo
puedo asegurar. Me hicieron creer que el mundo entero sería
espectador de nuestro espectáculo, pero nada más lejos de la
realidad. Aquella postal que le envié, madre, no le llegó desde
Pekín, sino desde Almendralejo, aquí al lado, pero la engañé
porque me dada vergüenza reconocer mi fracaso. Esos malditos
titiriteros casi no me dejaban actuar, me trataban como un esclavo y
sólo en los entreactos de su nimio espectáculo me permitían
deleitar al público con mis saltos, acrobacias y difíciles
posturas. Por lo demás yo era el que hacía las tareas más pesadas,
buscar agua, alimentar y limpiar a los animales, cortar leña para
calentarnos.....ni siquiera me pagaban por mis servicios,
argumentaban que con la comida y el vestido iba más que pagado. Me
sentí engañado y caí en una profunda tristeza. Fue tal mi desgana
por todo que ya ni me interesaba actuar en los intermedios de sus
funciones, me limitaba a hacer lo que me mandaban, callado y
cabizbajo, sin rechistar.
Tampoco
recorrimos el mundo, ni siquiera España. Su estancia aquí fue
casual, pues ellos se limitaban a transitar por aldeas escondidas de
la mano de Dios. Después de Almendralejo ya iniciamos la ruta por
esos puebluchos donde no había ni servicio de correos, por eso no le
pude enviar más postales, madre. Así pasé casi tres años, durante
los cuales, a pesar de todo, nunca dejé de entrenarme y fue esa
perseverancia la que me ayudó a salir del agujero donde había
caído.
Un día, de
camino no recuerdo a qué lugar, hicimos parada para aprovisionarnos
de agua a la vera de un río. Como siempre, me armé con unos cubos
para acarrear el agua y me alejé un poco del campamento, pues nada
deseaba más que perderlos de vista. Caminé río abajo, dando
volteretas mientras hacía equilibrios con los calderos y cuando
paré, me topé con un hombre que me miraba fijamente sentado sobre
un lecho de erizos. Era un fakir, que al ver mi buen hacer se levantó
y vino hacia mí como hipnotizado. Me dijo que jamás había visto
alguien que se moviera como yo, que fuera capaz de dar semejantes
saltos y hacer tan grandes piruetas con tanta elegancia y me ofreció
trabajar en su circo como primera figura. Yo no podía creer que mi
suerte fuera a cambiar de un momento a otro, pero así fue. Ni
siquiera me despedí de los malditos titiriteros, allí dejé los
cubos vacíos y me fui con el fakir río abajo, más abajo todavía,
donde estaba el circo acampado. Cuando llegamos me pareció estar
viviendo un sueño. Todo lo que había deseado en mi vida estaba
allí. Payasos, trapecistas, saltimbanquis, malabaristas, la mujer
barbuda, domadores, ilusionistas....y yo iba a formar parte de ellos.
Me acogieron como si fueran mis hermanos, incluso aquella noche
celebraron una gran fiesta en mi honor, y a partir de entonces
comenzó mi época de bonanza. Recorrí el mundo entero, cosechando
éxitos por doquier, embriagándome con los aplausos del público que
caía rendido a mis pies. Sólo una vez tuve un percance. Haciendo un
quíntuple salto mortal calculé mal las distancias y fui a caer
encima de la mujer barbuda. Fue mi salvación, pues además de
barbuda pesaba algo mas de ciento ochenta kilos y amortiguó mi
caída. A ella no le pasó nada y yo tan agradecido quedé de su
casual hazaña que, sabiendo desde hacía tiempo que bebía los
vientos por mí, la hice mi esposa. Estuvimos casados durante dos
años al cabo de los cuales, por un descuido de ella misma, el león
la devoró y después él mismo falleció a causa del empacho.
Después de su muerte, que a pesar de todo me dejó muy apenado, me
centré en mi trabajo y en mis éxitos, sin que haya más meritorio
que contar. Ahora que han pasado los años, tengo una buena fortuna y
una artrosis galopante en la rodilla izquierda ya no me permite hacer
mis piruetas como antes, he decidido retirarme y aquí me tienen.
Al acabar su
discurso de levantó a saludar con galantería y a continuación en
lugar de sentarse normalmente pasó su pierna derecha por detrás de
su cabeza y la dejó apoyada sobre su cuello.
Silvana rompió
a aplaudir con vehemencia y sus amigos la siguieron. Dolores no podía
dejar de mostrar su entusiasmo y su admiración por aquel hombre que
había conocido hacía unas horas y que a partir de entonces ocupó
todos sus sueños y se convirtió en el objeto de sus más oscuros
deseos, sobre todo después de observar el bultillo que se le formaba
en el pantalón al ponerse en aquella postura imposible.
Lo que no sabía
Dolores era que al hijo de Silvana le había pasado lo mismo que a
ella. Desde que la había visto por primera vez sintió una sensación
que identificó como amor y, a partir de entonces, puso todo su
empeño en la conquista de su enamorada. Cada mañana le dedicaba
las frases más galantes y los gestos más elocuentes, algo que a
ella le producía una excitación tan grande que se tenía que
cambiar la ropa interior dos veces al día. Una tarde el muchacho la
esperó a la salida del trabajo con un ramo de rosas. Entonces ya no
pudo aguantar más y lo besó en los labios, beso que fue gratamente
correspondido, preludio de lo que ocurrió al llegar a la pensión.
Presos ambos de un furor inexplicable, se dirigieron a la habitación
de Dolores y allí consumaron su amor. Paco fue delicado y se
sorprendió gratamente al darse cuenta de que había tenido el honor
de estrenar a su novia, aunque no entendía bien el porqué, dada su
belleza y su simpatía sin par. Se hicieron novios y esa misma noche
lo comunicaron a los demás con grandilocuencia. De nuevo Silvana
rescató el champán para brindar por la felicidad, tanto de su hijo
como de su amiga. Realmente que Paco y Dolores se hicieran novios no
podía hacerla más dichosa, pues consideraba que era la mejor mujer
que su hijo podía tener y estaba segura de que serían muy felices.
Poco tiempo después contrajeron matrimonio en un ceremonia íntima,
a la que únicamente acudieron los habitantes de la pensión y los
antiguos compañeros del circo.
Con aquel
matrimonio la pensión perdió un huésped, pues Dolores pasó a ser
parte de la familia, mas eso no fue ningún obstáculo para la buena
marcha de aquella. Es más, Paco, que había hecho de verdad una
pequeña fortuna y era un muchacho emprendedor como el que más,
tuvo la feliz idea de ampliar el edificio, dándole un piso más e
incorporando cuarto de baño a cada una de las habitaciones. La idea,
que a primera vista puede parecer descabellada, dada la poca
afluencia de público a la posada, no lo era, puesto que también le
propuso a Ángel que en su agencia diera publicidad al
establecimiento. Huelga decir que la agencia de viajes iba viento en
popa, tanto que incluso organizaba ya viajes en avión y al
extranjero. A Ángel le pareció una idea estupenda y no hubo más
que decir, desde aquel momento los dos negocios casi se fundieron en
uno.
Silvana tenía
que estar contenta con la marcha de las cosas. Y no es que no lo
estuviera, pero a veces notaba que le faltaba algo. Algunas mañanas
se levantaba con la sensación de que su vida era una mierda, como
ocurrió el día en que comencé a narrarles esta historia. En
realidad lo único que le ocurría era que se sentía sola. Antoñito
y Ángel se querían y Dolores había visto a Dios cuando se casó
con su hijo, y no es que Silvana no se alegrara por ello, que va, al
contrario, pero tenía que reconocer que una casi cincuentona, con
los ojos tan retorcidos que no se sabía si miraba a Pinto o a
Valdemoro, y nada agraciada, había tenido mucha suerte de ser
cortejada por un muchacho apuesto y fornido como Paquiyo, que encima
era casi veinte años más joven. Siendo así que su amiga lo había
conseguido, ¿por qué ella no? Pero en fin, la vida era así de
injusta, y no le quedaba más remedio que asumirlo. Ese día
empezaban las obras de remodelación de la pensión y el follón iba
a ser muy gordo.
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