En esta nueva entrega conoceremos a Dolores y su desgraciada vida y también a Antoñito, un hombre muy peculiar que acabará con sus huesos en La Media Estrella. Espero que os divierta.
Mi
madre estaba obsesionada con la religión y con los pecados de la
carne, cualquier relación, por inocente que fuera, era pecaminosa a
sus ojos. No se imagina usted la que armó cuando se enteró de que
Luciano, el hijo del deshollinador, me pretendía. Era un buen chico,
pobre, pero bueno, y a mí su posición me daba lo mismo. Me esperaba
todas las tardes a la salida de misa y me acompañaba a casa. A veces
me invitaba a tomar un refresco en la tasca de Marcelo, que estaba
junto a la Iglesia. Éramos muy correctos, fíjese usted que a lo
máximo que llegamos fue a rozar nuestras manos, con decirle que
tengo cuarenta y cinco años y aún estoy entera, se lo digo todo. Un
día mi madre, entre visillos, me vio llegar a casa acompañada por
Luciano. Cuando entré por la puerta me la encontré tan furiosa que
se estaba arrancando el pelo a tirones. Me llamó de todo y me dio
una paliza, mientras me decía que ya podía ir a confesar mi pecado
y hacer penitencia. Por aquel entonces, días antes, yo me había
comprado lencería muy mona, lo que se llevaba en aquella época,
unas braguitas y un sujetador de lo más decentes. Ella me los vio y
me los arrebató alegando que eran obscenos y que lo mejor era
tirarlos a la basura para alejar tentaciones. Pero no lo hizo y el
día que nos ocupa me los devolvió diciéndome que los iba a
estrenar y que me iba a encantar hacerlo. Me obligó a ponérmelos,
estiró las bragas hasta que me llegaron debajo de los pechos y me
las prendió al sujetador con alfileres que se me clavaban en la
carne. "Toma ropa fina”, repetía una y otra vez. Me tuvo así
cinco días con sus noches, sin dejarme siquiera cambiarme las
bragas, a mí, que soy tan limpia que me ducho una vez por semana y
me cambio de ropa interior día sí y día no. Hasta llegó a ir a
casa del deshollinador garrote en mano, y sin mediar palabra comenzó
a atizarle en la cabeza con tal fuerza que si no es por los vecinos
lo hubiera matado. Aquello fue la gota que colmó mi paciencia y
decidí que no podía seguir dejando que aquella malvada mujer
gobernara mi vida a su antojo.
A
partir de aquel día me mostré sumisa e hice todo lo que me mandaba
sin rechistar, por no darle motivos para regañarme. Si hasta aquel
entonces me había tratado como a una criada, no quiero ni contarle
lo que ocurrió después. Se fingió enferma y se metió en la cama,
luego se hizo con una campanilla que hacía sonar cada vez que quería
algo de mí. Me llamaba para cosas tan estúpidas como que le
alcanzara algo de la mesilla de noche y me lo decía con voz
lastimosa, echándome la culpa de su desgracia. Pero cuando creía
que yo no estaba en la casa, se levantaba y campaba a sus anchas la
mar de bien. Yo callaba y preparaba mi plan en silencio,
concienzudamente.
Esa situación duró
ni más ni menos que cuatro años, durante los cuales, por las
noches, me dediqué a estudiar y a formarme, a la vez que le fui
sisando dinero pues ella no me daba un duro. Cuando obtuve mi título
y algunos durillos en el banco para valerme por mí misma, me fui de
casa. Eso fue justo el día en que llegué a aquí. Antes me di el
gusto de decirle lo que pensaba de ella, que no se lo voy a contar
pues no merece la pena, pero sí le diré que según yo le soltaba
mis palabras envenenadas ella se iba poniendo roja, los ojos se le
salieron de las órbitas y por las narices echaba humo cual toro
enfurecido y se levantó de la cama dispuesta a abalanzarse sobre mí.
Me escapé a tiempo y allí la dejé sola, que es mucho menos de lo
que se merece. La odio, aunque sea duro decirlo, y lo único que
deseo es que se muera, sólo así me quedaré tranquila.
-Pues tiene razón,
doña Dolores, ha tenido usted una vida muy dura. Y dígame ¿qué
estudios completó? - preguntó Silvana, después de escuchar con
gran atención el relato de su amiga.
-Estudié turismo,
pues mi ilusión siempre fue poder viajar, conocer mundo - contestó
doña Dolores suspirando y mirando al infinito - ahora intento buscar
trabajo, pero está tan difícil.....sólo espero que no se me
termine el dinero antes, porque si eso ocurre me quedaría en la
calle, no tendría con qué pagarle.
-
Por eso no se preocupe. Si no me puede pagar unos meses ya lo hará,
mujer, ya lo hará. Pero ahora que lo pienso....¿sabe usted que el
otro huésped tiene una agencia de viajes?
-Ah pues no, no lo
sabía ¿y tendrá algún puesto para mí?
-Pues no lo sé,
pero se lo podemos preguntar.
Se
dirigieron ambas al cuarto de Don Ángel, sin darse cuenta de que
eran las dos de la mañana y de que el hombre estaba durmiendo a
pierna suelta. Golpearon la puerta tres o cuatro veces.
-¿Quién es? ¿qué
pasa? - se oyó dentro.
-Don Ángel ¿puede
salir un momento? tengo algo que decirle.
A
los pocos segundos la puerta se abrió y apareció el hombre con cara
soñolienta y en ropa interior. Semejante visión hizo tartamudear a
Silvana, que no había visto un hombre de aquella guisa desde su
aventura con el gitano.
-Ve...verá, es
que.....me..me parece que ti...tiene usted.
-Que tengo yo qué,
por favor acabe de una vez, que no son horas.
-Que tiene usted una
agencia de viajes y precisamente Doña Dolores anda buscando trabajo
de guía turístico.
El
hombre miró a Doña Dolores con interés.
-¿Ah si? Pues no me
vendría mal que alguien me echara una mano, la verdad. Pero, lo
siento, no puedo ayudarla, acabo de comenzar el negocio y no tendría
dinero para pagarle. Si me disculpan, buenas noches.
Se disponía a
cerrar la puerta, cuando Dolores se lo impidió.
-Por favor, si no
puede pagarme un sueldo....tal vez pueda...pagarme la pensión, con
eso me conformo. Cuando el negocio haya arrancado, entonces me paga.
El hombre la
escudriñó detenidamente. No tenía mal aspecto, a pesar de sus ojos
torcidos, y parecía agradable. Seguro que a los viejos verdes para
los que organizaba las excursiones les encantaría y la harían musa
de sus fantasías.
-Acepto. Pero ahora
me voy a dormir, mañana hablamos con más calma, si no le importa.
-Claro, buenas
noches.
Las dos amigas se
felicitaron por el éxito obtenido y se fueron a la cama contentas y
felices.
A la mañana
siguiente Doña Dolores y Don Ángel concretaron los puntos de su
nueva relación laboral.
-Las cosas
parece que están respondiendo - le dijo él - y si siguen así en
dos o tres meses podré pagarle un sueldo modesto, aunque le prometo
que en cuanto me sea posible se lo revisaré.
Doña Dolores
accedió gustosa, divisando por fin la luz al final del túnel negro
que había sido su vida. Aprendió pronto los entresijos del negocio
y a pesar de su timidez y de su falta de experiencia, pronto se movió
en el mundo de los viajes (cortos, eso si) como pez en el agua. Los
muchachos de la tercera edad que se apuntaban masivamente a las
excursiones que la agencia organizaba, la adoraban por su simpatía y
su buen humor, pasando por alto el estrabismo recalcitrante que
padecía la mujer, que muchos interpretaban como mirada ausente y
melancólica. Algunos, tal como había vaticinado don Ángel en su
día, la hicieron protagonista de sus extintos sueños eróticos,
apuntándose a excursión tras excursión para poder disfrutar del
mero hecho de tenerla ante sí, con el consiguiente menoscabo
económico de sus exiguas pensiones. Todo fue tan bien que al segundo
mes doña Dolores ya cobró su primer sueldo, cuarenta mil pesetas
del ala que la pusieron más contenta que unas castañuelas.
Don Ángel,
por su parte, fue suavizando su carácter al tiempo que su negocio
evolucionaba. Por fin su sueño se estaba haciendo realidad, lo único
que le faltaba era, ya olvidado su suegro, encontrar un amor sincero
con el que compartir penas y alegrías. Mientras, concentró todas
sus fuerzas en el trabajo y en una vida que cada vez le resultaba más
agradable. Empezó a trabar amistad con su empleada y con Doña
Silvana, compartiendo con ambas las noches de tertulia en la salita.
Su existencia anterior, marcada por la incomprensión y el
infortunio, comenzaba a desdibujarse en su mente, al igual que
ocurría a las dos mujeres.
Pero en la
Media Estrella la vida no había hecho más que comenzar y un nuevo
huésped iba a recalar en ella.
*
Antoñito hacía
la maleta con desgana y tristeza. Tenía que irse de aquella casa que
había sido la suya durante más de treinta años. Nadie lo echaba,
eso era cierto, pero se sentía solo. Le parecía que ya no pintaba
nada allí ahora que faltaban todos sus habitantes,.
Antonio
Martinez Roldán eran un muchacho larguirucho, de tez morena y ojos
tan pequeños que parecían dos puñaladas, lo que unido a su boca
diminuta y de dientes medio prominentes le daba un aspecto de topo o
de castor, dependiendo del punto desde donde se le mirase. Hombre
fijo en sus ideas y en sus maneras. Le gustaba cambiarse de camisa
una vez a la semana, aunque el cuello empezara a mostrar signos
evidentes de suciedad o la tela desprendiera olor inconfundible a los
fritos cocinados el día anterior. Algo parecido le ocurría con los
zapatos, calzado que compraba, no lo sacaba de los pies hasta que le
caía a trozos y debía comprar otro nuevo. Por otro lado era un
muchacho serio y culto, o al menos eso se creía él.
Conoció la
desgracia muy pequeño, cuando poco después de cumplir los dos
años, su madre murió prematuramente a causa de un faringitis mal
curada, según la versión oficial que les dio el médico y que su
padre creyó como un idiota. Antoñito, después de leer muchos
libros de medicina y de bioquímica, llegó a la conclusión de que
su madre había muerto, probablemente, de un cáncer en las
amígdalas, pero claro, ya no lo podía demostrar y tampoco merecía
la pena desenterrar antiguas desgracias.
Su padre Antonio
Martínez Expósito, maestro de escuela, contrajo segundas nupcias
con Baltasara Jiménez, una gitana con mucho remango que vio en aquel
matrimonio la posibilidad de salir de la miseria en la que vivía. Al
cabo de los años pudo comprobar cuan equivocada estaba. El sueldo
del maestro daba justito para vivir y caprichos los mínimos, tanto
más cuando, aparte de Antoñito, que a pesar de estar más delgado
que una escoba devoraba la comida casi sin mirarla, había cuatro
bocas más que alimentar. Y es que de aquel matrimonio nacieron
cuatro niñas preciosas y tan tontas y superficiales como trabajador
e inteligente era su hermano. Antoñito, sin embargo, no quiso
estudiar. Argumentaba que ninguna carrera era lo suficientemente
interesante para él. Le hubiera gustado hacer una amalgama de tres o
cuatro disciplinas para así formarse a gusto, pero como eso no era
posible decidió convertirse en autodidacta. Se compró la
enciclopedia Espasa y se dedicó a leerla, punto por punto,
definición tras definición, aumentando así su natural sapiencia.
Además, como ya se señaló, leía libros de medicina, de
bioquímica, de física cuántica y de física nuclear, creyendo que
con eso se convertiría en un erudito. Pero el hecho era que no podía
pasarse la vida leyendo, por mucha cultura que con ello adquiriese.
Había que ganarse el sustento y por ello su padre le consiguió un
empleo en una fábrica de confeti. A Antoñito no le gustó aquel
trabajo, creía que con sus conocimientos se merecía algo mejor y se
dedicó a enviar currículums imaginarios a empresas que seguro
estarían encantadas de contar con sus servicios. Por eso no se
sorprendió cuando lo llamaron de una farmacéutica para el puesto
de supervisor químico. Se presentó el día acordado para la
entrevista, firme y decidido, vestido con un traje estilo príncipe
de gales heredado de su abuelo, dentro del que se sentía la mar de
incómodo, mas sabía que era necesario para dar buena impresión. El
jefe de recursos humanos, cuando lo vio entrar en su despacho de
semejante guisa, a punto estuvo de cancelar la entrevista con
cualquier excusa, pero su decencia y educación se lo impidieron.
Cierto es que comenzó a hacerle preguntas vanas sin esperanza de que
las respuestas mostraran atisbo de cordura, dada la pinta de chiflado
del muchacho, pero a la primera de cambio comprobó su equivocación.
Antoñito contestaba mostrando toda su erudición, yéndose por los
laureles la mayoría de las veces, pero con tanta sutileza que ni el
mismo entrevistador se percataba de ello. Lo contrató para el puesto
sin dudarlo, con la certeza de que una persona con semejantes
conocimientos sería muy difícil de encontrar.
Los primeros
tiempos en la empresa fueron perfectos, pues el muchacho se limitaba
a meter la nariz en las pruebas y los experimentos químicos que los
otros llevaban a cabo, pero todo cambió cuando fue él el que tuvo
que tomar cartas en el asunto. Le encomendaron la elaboración de un
medicamento para el estreñimiento que tuviera mínimos efectos
secundarios. Durante dos semanas se encerró todas las tardes en el
laboratorio con un libro que química orgánica, otro de física
nuclear y un potente microscopio. Hizo, deshizo, mezcló todo lo que
encontró a su alcance, terminó con la vida de media docena de
ratoncillos ante el asombro y el estupor de sus subordinados y una
tarde presentó por fin el nuevo medicamento, argumentando que era
tan eficaz que cambiaría la vida de millones de personas en el
mundo. Sus superiores ya se frotaban las manos a la vista de las
suculentas ganancias que se avecinaban. Sólo cuando la primera
remesa de jarabes casi mata a media población, sus jefes empezaron
a sospechar que habían cometido un tremendo error. Lo llamaron ante
su presencia y le pidieron dos cosas: explicaciones y prueba
documental de las titulaciones que decía poseer. Su labia le
permitió dar las primeras, aunque, evidentemente, no lograron
convencer a nadie, pero ante la falta de presentación de los
consabidos títulos, sus jefes lo largaron con viento fresco, no sin
antes advertirle de que había tenido mucha suerte, pues habían
decidido no emprender acciones legales contra él, más por piedad,
pues lo consideraron un desequilibrado mental, que por otra cosa.
No tuvo más
remedio, pues, que aceptar el trabajo en la fábrica de confeti,
aunque no por ello dejó de alimentar su sabiduría que, a su saber y
entender, era cada vez mayor. El caso es que la fábrica de confeti,
a la que acudía en turno de mañanas, le dejaba toda la tarde libre
y cumplidos los veintiocho, cuando consideró que los conocimientos
adquiridos ya eran más que suficientes, decidió buscarse alguna
afición para matar su tiempo libre. Como en principio no le gustaba
ningún entretenimiento en especial, recurrió de nuevo a sus
lecturas. Consultó estudios y estadísticas y finalmente llegó a la
conclusión de que dada su erudición y sus conocimientos los
pasatiempos que iba a adoptar serían tres: el fútbol, los toros y
la cría de aves en cautividad. Empezó a ir todos los domingos al
estadio con la radio pegada a la oreja, a cubrir quinielas y a
interesarse por tal o cual fichaje. También se hizo asiduo de las
corridas de toros, aunque antes de ello se compró una enciclopedia
taurina para familiarizarse con los términos propios de la
disciplina, así como conocer alguna que otra vida de toreros
famosos.
En la
práctica, la afición que le dio más problemas fue la de la cría
de las aves. Todas las habitaciones de la casa estaban ocupadas y no
había hueco en el que colocar nidos para la cría, comederos y
demás, así que decidió hacer sitio en su armario. Sacó de allí
la ropa que consideró innecesaria y acomodó jaulas y demás
accesorios. Compró tres jilgueros y cinco canarios que alegraron sus
mañanas con sus dulces trinos. Los inconvenientes comenzaron cuando
se olvidaba de limpiarlos porque estaba absolutamente enfrascado en
las faenas de la Ventas o en el último partido de la liga. El olor
que desprendían era tan fuerte y nauseabundo que su padre, ante las
protestas de sus hermanas, le dijo que o limpiaba las aves, o la
Baltasara haría una fritada de pajaritos. Horrorizado antes
semejante perspectiva, intentó tener más cuidado con el aseo de los
animales, pero como no siempre lo conseguía, finalmente se limitó
a tener dos pajarillos en sus jaulas, centrándose en sus otras dos
aficiones, que ya eran bastante.
Así fueron
pasando los años hasta que dos acontecimientos voltearon su
tranquila vida. Por un lado, su padre, jubilado y cansado de aguantar
a tantas mujeres en casa, decidió que ya no podía más y se marchó
con una mulata jovencita, de tetas turgentes y culo prieto, que se
comprometió a hacerle feliz los pocos años de vida que le quedaran.
Una noche convocó una reunión familiar y les comunicó la noticia.
-Lo siento
Antoñito - le dijo- tendrás que buscarte la vida. Yo ya no podré
defenderte de estas cinco arpías.
Lo último que
supo de él fue que se había marchado con la mulata a Brasil y allí
vivía a cuerpo de rey.
El otro
acontecimiento que contribuyó a cambiar su vida vino de parte de su
hermana pequeña, Marta, muchacha de gran hermosura y cabeza
absolutamente hueca. En un concurso de belleza había salido elegida
Miss Cádiz, pero nadie se esperaba que finalmente ganara también el
concurso de Miss España. Fue el principio de una prometedora
carrera, cuyas riendas tomó la Baltasara, faltaría mas
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