Quién me lo iba a decir a mí, que después de tanto andar de acá
para allá, de mano en mano, como la falsa moneda ( y que conste que
yo de falso nada, soy de curso legal y muy legal), haya venido a
parar de nuevo al lugar de donde salí. Ahora me tocará volver a
empezar y me ha gustado tanto esta primera aventura que espero no
tardar mucho tiempo en andar de nuevo por el mundo, pues en este
reducido cubículo me siento tremendamente agobiado. Sé que no
debería quejarme, pues en el fondo tengo mucha más suerte que mis
primos los de 500, esos casi no ven la luz del día, todo el tiempo
metidos en cajas fuertes, oscuras y tétricas. Claro que todo tiene
sus ventajas, ellos se mantienen jóvenes más tiempo, a mí y a mis
hermanos nos salen las primeras arrugas en menos que canta un gallo.
El caso es que yo estoy de nuevo en la máquina esta, esperando que
alguien se acerque, teclee su número secreto y....zas, me haga caer
en sus manos y me lance de nuevo a la aventura.
Las primeras manos en las que caí fueron las de Don Manuel, un
hombre entrado en la cincuentena, gordinflón y con aspecto de buena
persona, alto funcionario en el Ministerio de Hacienda. Don Manuel
está casado desde hace muchos años con Doña Margarita. Ella es de
esas mujeres de abrigo de piel y rostro bien maquillado e
impecable. Le gusta que la traten de doña, aunque el tratamiento le
llegó de rebote, por matrimonio, ella, en realidad, no era más que
una muerta de hambre. Ahora, sin embargo, es mujer de las que ya no
quedan, decente y de misa diaria, de las que tratan a su marido como
un rey, como lo que se merece, para eso trabaja el pobre y
trabajó toda su vida. Doña Margarita se cree que su matrimonio es
perfecto, que su marido la adora y que cuando le dice que va a llegar
tarde a casa porque tiene que sacar trabajo atrasado en el Ministerio
es porque efectivamente es así. ¡Ay, si ella supiera!
Del bolsillo de Don Manuel fui a parar al tanguita de una estriper
brasileña en un club de carretera. Por lo visto el hombre es cliente
asiduo, como pude comprobar más tarde. Pasé mis primeros minutos
con la muchacha prendido de la gomita de su tanga, mientras ella
danzaba como posesa alrededor de una barra de metal. Confieso que en
esos momentos deseé ser algo más que vil papel, hacerme de carne y
hueso para poder deleitarme en aquella piel morena, en aquel cuerpo
de escándalo. Evidentemente no fue posible y tuve que conformarme
con ser mero espectador, pues el que terminó disfrutando de los
encantos de la brasileña evidentemente fue Don Manuel. Subieron
juntos al cuarto de la espectacular muchacha y allí dieron rienda
suelta a su pasión. Pude observarlos desde la mesita de noche, donde
la chica me había colocado. Prefiero no entrar en detalles, pero se
notaba a las leguas que él estaba disfrutando seguramente lo que
nunca pudo disfrutar al lado de su esposa; tanto era el goce que en
algún momento hasta creí que le iba a dar un infarto.
Afortunadamente no fue así y cuando remató la faena se despidió de
su putita con la promesa de visitarla de nuevo la semana próxima.
Ella , en cuanto él salió por la puerta, cambió su cara de
felicidad por otra de asco y musitando no se qué llamó a alguien a
través de su móvil. La mayor parte de sus palabras fueron
incomprensibles para mí. Aun así, y a grandes rasgos, creo que le
contaba a alguien que le estaba sacando al viejo todo el dinero que
podía y que en cuanto reuniera el suficiente le mandaría un buen
puñado de euros. No supe a quién ni a dónde pensaba hacer el
envío, en todo caso tampoco me importaba mucho. Ella me cogió de
encima de la mesita y junto con otros como yo me guardó en un cajón.
Allí me quedé durante varios días, días que se me hicieron
interminables, eternos, y cuando ya pensaba que no vería la luz en
mucho tiempo por fin llegó el momento.
Carmen fue a ver a la brasileña (de la que nunca supe su nombre)
para entregarle el pedido de cosméticos que la muchacha le hacía
todos los meses. Cremas, pintura de ojos y de labios, base de
maquillaje....60 euros del ala. Me sacaron del oscuro cajón y me
metieron en un billetero de plástico rojo. Carmen era mi nueva
propietaria, una muchacha con tres hijos, a la que su marido había
abandonado con la excusa de que se le había terminado el amor. La
pobre mujer luchaba sin tregua por sacarlos adelante. No era tarea
fácil, pero ella era valiente y decidida y lo mismo le daba limpiar
escaleras que hacer de cajera de supermercado. La venta de cosméticos
no le proporcionaba demasiadas ganancias, pero le gustaba y con ello
sacaba para algún capricho que de otra forma no hubiera podido
conseguir. En cuanto salimos del garito de carretera, a Carmen
le faltó tiempo para dirigirse a comprar el vestidito aquel tan mono
que había visto en el escaparte de la tienda de la esquina. No era
muy caro, marcaba sesenta euros, y estaba rebajado a cuarenta,
perfecto. Este mes lo de la cosmética le había dejado un buen pico,
así que se iba a dar el gusto. Cuarenta euros no era demasiado, bien
se los podía gastar, el resto lo guardaría, que el mes de
septiembre no tardaría en llegar y había que comprarles los libros
a los chicos. Carmen entró en el probador con el vestido rojo y se
lo puso. Le quedaba como un guante, vamos, ni que se lo hubiesen
confeccionado ex profeso para ella. Dio unas cuantas vueltas ante el
espejo viéndose realmente guapa. Soltó un suspiro, pensando que
ojalá la viera así de guapa Juanito, el carnicero, por el que bebía
los vientos desde hacía unos meses, aunque él no le hiciera el
menor caso. Muy amable y cariñoso con ella, eso sí, pero de ahí no
pasaba. Claro, bien pensado, quien iba a querer salir con una
muchacha con tres hijos. Suspiró de nuevo, se vistió con su ropa y
fue a la caja a pagar el precioso vestido. Me sacaron del billetero
de plástico y me metieron en una moderna caja registradora.
Cada
vez que Sara abría la caja se nos quedaba mirando como una boba. La
muchacha había conseguido aquel trabajo de dependienta hacía poco
más de un mes, y si llevaba a cabo la idea que le rondaba por la
cabeza, era más que probable que no le durara demasiado. El sueldo
que le pagaban no era mucho, aunque para una chica joven que vivía
con sus padres, los cuales se ocupaban de atender sus necesidades
básicas, y sin otras responsabilidades familiares, era más
que suficiente. Ochocientos euros para gastar en diversión y poco
más, no estaban mal, si no fuera porque Sara tenía un problema, y
bien gordo. Todo había comenzado aquella tarde que había acudido a
un bingo animada por una compañera. Juntas pasaron unas horas de
diversión y encima ganaron unos eurillos. Pero a aquella tarde
siguió otra, y otra más...y muchas. Sara se enganchó al juego y lo
que empezó siendo una inocente diversión acabó convirtiéndose en
una auténtica tortura. A estas alturas ya no hay dinero que le
llegue. La nómina le dura una semana como mucho y el vicio es tan
fuerte que tiene que sacar el dinero de donde sea para poder
comprarse unos cartones. Así que no se lo pensó más. Metió mano
en la caja y se hizo con tres billetes de 50, yo entre ellos. Sara
supuso que entre tantas chicas como allí trabajaban, iba a ser
muy difícil descubrir a la culpable del hurto. Se equivocaba de
parte a parte, por supuesto, pero estaba tan ofuscada que su adicción
no le dejaba pensar claramente. En cuanto salió de trabajar se
dirigió al bingo con la adrenalina al máximo nivel. Se gastó un
billetito de 50 en cartones. Esa tarde hubo suerte: recuperó los 50
y ganó 20 más. Y todavía le quedaban los otros 100 euros para los
próximos días. Pero por mucho que ella creyera que sí, la divina
providencia no estaba de su parte y en el momento que sacó su
monedero del bolsillo para pagar el bus de vuelta a casa, arrastró
uno de los billetes que le quedaban, que no era otro que yo mismo. Me
quedé tirado en la acera, empujado unos metros por la cálida brisa
que soplaba en aquel atardecer de verano. No duré mucho allí. Si la
fortuna le había dado la espalda a Sara, por el contrario, se le
presentó de cara a Ernesto.
Cuando
vio el billete de 50 tirado en la acera cual inservible papel, a
Ernesto se le iluminó la mirada y los ojos se le hicieron
“chirivitas”. Volvió la cabeza a un lado y a otro para
asegurarse de que nadie le veía hacerse con el preciado botín, me
cogió con rapidez y me introdujo en el bolsillo de su pantalón
vaquero. Cuando se sintió con dinero cambió sus planes. No le
apetecía ir a casa y escuchar de nuevo el sermoneo de sus padres que
se repetía todos los días cuando llegaba un poco tarde. Que si en
qué andas metido, que si déjate de historias y ponte a estudiar,
que si qué piensas hacer en la vida...bah, que lo dejaran en paz. A
él no le preocupaban esas estúpidas monsergas, él era feliz con la
vida que se había montado y así pensaba seguir mientras pudiera.
Por la mañana instituto, de paseo nada más por supuesto, los libros
no eran lo suyo, y por la tarde, por ahí con los amigos. A veces
cogían las motos y se daban un garbeo por los pueblos vecinos, o
iban hasta la playa, se compraban unas chinas y se pasaban las tarde
fumando porros junto al mar. El otro día lo habían invitado a
esnifar coca. Había flipado. ¡Era una sensación fuera de serie! La
energía y el bienestar que había sentido no eran comparables a
nada. No tenía pensado comprar, pero ya que había encontrado el
preciado billete de 50 euros, se acercaría en un momento a la casa
del Rata y se haría con una dosis. Quería experimentar de nuevo
aquel momento de plenitud. En medio de sus pensamientos se vio casi
de repente frente a la puerta de la mansión del Rata. Joder, vaya
casa que se había construido el tío a cuenta de la droga. Bueno, si
había un montón de imbéciles que se habían enganchado de tal
manera como para hacer engordar su cartera, allá ellos. Él no
pensaba caer en esa trampa, él sabía dominarse y no pasaría de
unos cuantos escarceos, eso lo tenía muy claro. Pulsó el timbre y
una muchacha con cara de asustada le abrió la puerta. Tenía toda la
pinta de ser la chacha. Lo hizo pasar y se fue a llamar a Don Carlos.
Ja, don Carlos, así que al Rata, en su casa lo trataban de don, vaya
nivel. Apareció pronto. Ernesto no se anduvo con rodeos y le pidió
50 euros de coca. No tenía ni idea de cuantas dosis serían, pero
daba igual, las que fueran, si le sobraba las guardaría, o invitaría
a sus amigos. Cuando las tuvo en sus manos, me sacó del bolsillo y
me entregó a Don Carlos, alias el Rata.
He de decir
que no me gusta nada ser dinero sucio, por lo tanto estar en las
manos de aquel hombre, que había amasado una fortuna a costa del
sufrimiento de los demás, es, de momento, lo peor que me ha pasado.
Menos más que no duré mucho. Él tiene tanto dinero que no aprecia
ya su valor. Cuando Ernesto se fue, se dirigió a la parte de atrás
de la casa. Allí un grupo de hombres con la misma pinta de mafiosos
que él, bebían y se divertían alrededor de una piscina. Por lo
visto, estaban montando una fiestecilla de las suyas. Dio la
casualidad de que el licor que los animaba y les soltaba la lengua y
los hechos, estaba tocando a su fin, así que el tal Rata llamó a la
criada, la misma que había abierto la puerta a Ernesto, le dio un
billete de 50 y la mandó ir al super de la esquina, ese que está
abierto 24 horas, y traer unas cuantas botellas de lo que fuera, con
tal de que tuviera alcohol.... Así fue como pasé a manos de Raquel.
Pobrecilla, en mi corta vida como trotamundos jamás me topé con una
carita tan asustada. Raquel sabía que su jefe se dedicaba a negocios
sucios. Se imaginaba cuáles, aunque no estaba muy segura, ni falta
que le hacía. Lo cierto es que las pintas que veía entrar y salir
de aquella casa eran de lo más raras, por eso cada vez que sonaba el
timbre y tenía que acudir a abrir la puerta, el miedo la acompañaba,
pensando que tal vez pudiera encontrarse con uno de esos hombres
portando un arma, en plan ganster, de esos que salen en las películas
de acción que tan desagradables le parecen. Ciertamente no le gusta
trabajar en aquella casa, pero de momento no le queda otro remedio.
Su familia se había quedado al otro lado del mar. Sólo ella se
había atrevido a venir a España en busca de un futuro mejor.
Aquel era el primer trabajo que había encontrado. Le pagaban bien,
lo que le permitía enviar dinero a su familia y así contribuir a
sacarla de la miseria. Tenía que aguantar un poco más allí,
ahorrar algo y luego buscarse otra cosa, aunque le pagaran menos. En
la tienda de 24 horas estaba Roberto, como siempre por las noches.
Roberto era muy amable con ella y ella estaba perdidamente enamorada
de él, aunque se cuidaba mucho de decírselo. De todas formas ,
seguro que se había dado cuenta, porque cuando estaba con él notaba
que el rubor cubría sus mejillas y no podía parar de sonreír.
¡Ojalá algún día fuese correspondida! Después de charlar un
ratito con él (lo típico, "hola cómo estás, qué haces aquí
a estas horas....) le pidió los licores que le había encargado su
jefe y le pagó con los cincuenta euros. Así fui a parar de nuevo a
una aburrida caja registradora.
Pasé
la noche allí, hasta que a la mañana siguiente alguien me metió en
una bolsa y me llevó de nuevo al banco. No era el mismo de donde
había salido, pero me imaginé que el proceso que me esperaba más o
menos sería el mismo. Un hombre cogió un buen fajo en el cual
estaba yo, contó los billetes y un poco más tarde nos metió en el
cajero automático. Aquí me encuentro ahora mismo. Mi aventura
mundana apenas duró una semana, pero me gustó tanto que deseo
revivirla de nuevo. A ver si se acerca alguien pronto. ¡Anda! por el
ruido que ha empezado a hacer el aparato este parece que si. Y hasta
creo que me va a tocar a mí,¡ por Dios, qué nervios! ¡Qué
si, qué si, que voy a salir! Guau, ya estoy fuera de nuevo. Adiós
amigos, me voy de nuevo a recorrer mundo, a ser felicidad y tristeza,
ventura y desventura. A ser, al fin y al cabo, vil metal.
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