Esta mañana me he despertado y el otro lado de la cama estaba vacío.
Me asusté. Me levanté apresuradamente y me dirigí a la cocina.
Respiré aliviado cuando comprobé que el único vestigio que quedaba
de la noche anterior era una ligera mancha granate en una esquina del
suelo. Rebeca se había marchado, una vez más.
Volví a mi cuarto y, ya más calmado, escogí mi ropa en el armario,
unos pantalones azul marino, una americana del mismo color y una
camisa beis. Estiré las prendas con cuidado encima de la cama y me
dirigí al baño para darme una ducha que me despejara un poco.
Todavía sentía la cabeza embotada y mis sentidos no funcionaban al
cien por cien. Al enjabonarme sentí escozor en los nudillos y Rebeca
regresó a mi mente. Supuse que se habría marchado a casa de sus
padres, como cada vez que nos peleábamos. Sería fácil hacerla
regresar, sólo tenía que dejarme caer por allí, pedirle perdón y
ofrecerle un regalo que le ablandara el corazón. Siempre
funcionaba, esta vez no tenía por qué ser diferente.
Salí de la ducha y envolví mi cuerpo mojado en una toalla azul de
felpa suave y mullida. Me miré al espejo y me devolvió la imagen de
siempre, la de un hombre joven, de rostro agradable y de cuerpo
atlético.....la de un triunfador. Me afeité y me vestí. Después
me preparé un café que tomé con rapidez y salí de casa. Mientras
caminaba iba pensando qué regalo podía comprarle a mi esposa.
Tenía que ser algo impactante. De pronto recordé aquellos
pendientes de oro blanco y brillantes que habíamos visto días atrás
en una joyería cercana y que a ella le habían gustado tanto. Ese
sería el regalo perfecto para Rebeca.
Rebeca....Mi esposa es una mujer bella, la más guapa, la más
elegante, por eso me conquistó. Hace ya tantos años que casi se
pierde en mi memoria el día aquel en que la vi por primera vez, en
la playa, enfundada en un diminuto bikini verde, jugando a las palas
con una amiga a la orilla del mar. Ella tenía diecisiete años y yo
recién había terminado mi carrera de Derecho. Había comenzado a
trabajar en el bufete de mi padre, que un día sería mío, y el
momento de buscar esposa y formar una familia había llegado. Desde
el primer momento supe que quería una mujer joven a la que pudiera
amoldar a mi gusto, una mujer de su casa que supiera darme lo que un
hombre de mi posición se merece, que fuera discreta y supiera
mantenerse en ese segundo plano necesario para no hacerme sombra.
Al principio pensé que había dado en el clavo, Rebeca se enamoró
de mí como la chiquilla que era y su mayor satisfacción era mi
propia complacencia. Pero todo se torció después de casarnos.
Supongo que pensó que el matrimonio le daba ciertas atribuciones,
no se dio cuenta de que las riendas de las situaciones las había de
llevar yo, en todo momento y en cualquier lugar. Mi adorable esposa
pretendía comportarse de casada igual que de soltera y tuve que
hacerle ver que eso no puede ser. Al principio intenté hacerlo de
una manera sutil, procurando hacerle entender con toda clase de
razonamientos que su actitud no era la correcta, que no podía pasear
a mi lado vestida con minifalda, como si fuera una furcia cualquiera;
ni enfundarse en aquellos mini bikinis que no hacían otra cosa que
despertar las miradas lascivas de los hombres que la rodeaban; ni
mucho menos salir sola con sus amigas. Nada de eso era correcto en
una mujer de su posición, una dama con todas las de ley cuya
principal misión era permanecer al lado de su esposo y complacerle
en todos sus deseos.
Me di cuenta de que Rebeca tomaba todo como una broma el día que
llegué a casa y ella no se encontraba. No me importaba que saliera
por las tardes a darse una vuelta, para “airearse” como ella
misma solía decir, pero me gustaba hallarla en el hogar a mi llegada
y aquella tarde la casa estaba impregnada de la soledad más
absoluta. Lo peor era que las horas pasaban y ella no aparecía. No
le importaba nada que yo estuviera solo, esperando su llegada, y para
colmo desatendiendo sus deberes, pues, evidentemente, la cena estaba
sin hacer.
Llegó alrededor de las diez de la noche, cargada con un montón de
bolsas y completamente feliz por haber pasado la tarde con sus amigas
derrochando el dinero. Se pensó que estaba de broma cuando le
recriminé su actitud chabacana y simple, impropia de una mujer de su
clase, pero cuando insistí en mis reproches y se dio cuenta de que
hablaba en serio, tuvo la desfachatez de contestarme que ella tenía
derecho a hacer lo que le diera la gana y que la cena podía
habérmela hecho yo mismo. Comprendí que mi esposa no aprendía con
razonamientos y no me quedó más remedio que actuar de otro modo
mucho menos ortodoxo, pero necesario. Le propiné una bofetada que me
dolió más a mí, pero imprescindible para que comprendiera.
Lo peor de todo fue que a partir de entonces Rebeca no cesó de
provocar mi ira. Como sabía que no le quedaba más remedio que
obedecerme, lo hacía; pero en cada uno de sus actos, por simple que
fuera, subsistía una actitud chulesca que me irritaba sobremanera y
que me empujaba a corregirla de la única manera posible, a palos,
como a los niños.
Con el tiempo, cada vez que nos peleábamos tomó la costumbre de
irse de casa a la casa de sus padres. Reconozco que en alguna ocasión
me dejaba llevar de mala manera por mi irritación y me pasaba un
poco con las palizas. Entonces no tenía, ni tengo, reparo alguno en
pedirle perdón, incluso en rogarle que volviera a mi lado. Ella sabe
que la quiero y que no podría vivir si ella me faltara. La
compensaba con algún regalo caro imposible de rechazar, como esta
última vez. Supuse que no iba a ser diferente a las demás. Pero me
equivoqué.
Rebeca no estaba en casa de sus padres. En su lugar, cuando me
personé allí dispuesto a llevármela de vuelta a nuestro hogar, la
policía me detuvo por intento de homicidio, malos tratos y no sé
cuántos cargos más. Pedí una y otra vez que me dejaran verla pero
me negaron lo que yo considero el derecho a estar con mi mujer. En su
lugar me trajeron a este sucio y maloliente calabozo en el que he de
pasar la noche hasta que me lleven ante el juez. Al parecer ella
misma ha puesto la denuncia y está refugiada en una casa de acogida
para que yo no pueda encontrarla. ¿Por qué me hace esto la muy
zorra?.....¿no se da cuenta de que la quiero? ¿de que no puedo
vivir en su ausencia? ¿de que removeré cielo y tierra hasta dar con
ella y conseguir que regrese conmigo?
No puedes esconderte Rebeca, allá dónde vayas te encontraré y
volverás conmigo.... y seremos felices....muy felices.
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