En la soledad de la
noche y a la luz de unas velas Jara se arrebujaba bajo las mantas,
mientras rogaba a Dios que su padre se olvidara de nuevo de regresar
al hogar, como tantas otras noches en las que el alcohol nublaba su
entendimiento y el callejeo nocturno le disipaba la razón. En
realidad lo que esperaba era que desapareciera de su vida para
siempre, que encontrara la muerte entre las ruedas de un coche bajo
el que cayera con la borrachera, o que algún jugador sin escrúpulos
al que debiera dinero acabara con él de una paliza de una vez por
todas. Jara no sintió remordimientos por el hecho de que noche tras
noche su mente se entretuviera en semejantes pensamientos, muy al
contrario, se dijo a si misma que como todo ser humano tenía derecho
a ser feliz y su padre, el hombre que no merecía tal calificativo
pero al que pertenecía el mismo por derecho biológico, era la
ponzoña que le impedía no ya ser feliz, sino llevar una vida
normal, tan simple como eso.
Hubo un tiempo,
cuando su madre vivía, en que las cosas funcionaban mejor. Eran una
familia corriente y como tal se comportaban y nada, absolutamente
nada, hacía presagiar que todo fuera a cambiar radicalmente. El
padre trabajaba en un taller mecánico, la madre se ocupaba de la
casa y ella, le pequeña Jara, iba al colegio y se divertía con sus
amigos, como cualquier niña de su edad. Pero el mismo día en que
cumplió los catorce su madre murió dicen que de un ataque al
corazón, aunque Jara piensa que pudo morir de cualquier cosa, al fin
y al cabo se puso el plato de comida en la mesa y sin más se
desplomó sobre él. En realidad la causa de aquella muerte absurda
dejó de importarle casi desde el mismo instante en que se produjo,
lo que realmente le importaba era la ausencia de su madre, daba lo
mismo cuál fuera el motivo, porque fue entonces cuando comenzó su
cautiverio.
Es cierto que su
padre no pudo superar la muerte de su esposa y que por eso emprendió
una loca carrera a ninguna parte, comenzó a beber, perdió su
trabajo, se envició en el juego..... echando sobre las espaldas de
Jara la responsabilidad de tomar las riendas de una vida para la que
no debería estar preparada, pero que no le quedó más remedio que
afrontar. Con sólo dieciséis años tuvo que abandonar sus estudios
y ponerse a trabajar si quería sobrevivir, comportándose como madre
en lugar de hacerlo como hija.
Encontró trabajo
en la floristería de la señora Leocadia, una vieja cascarrabias que
no le dejaba levantar cabeza y le pagaba cuatro perras, pero había
sido la única dispuesta a admitir a una persona tan joven y con
nula formación, entre otras cosas porque, como decía la vieja, para
hacer ramos de flores no se necesitan demasiados conocimientos. Jara
no estaba de acuerdo con ello, pero no dijo nada, no fuera ser que la
señora Leocadia se volviera a atrás y le diera la ocupación a
otra.
La mujer era buena en
su trabajo y Jara era muy observadora, así que en poco tiempo no
había adorno floral que se le resistiera. Además descubrió que
nada le gustaba más que vivir entre el aroma y los colores de las
flores, lo cual contribuyó a hacer más llevadera la triste realidad
de su vida cotidiana, que, por otra parte, cada día se hacía más
cuesta arriba. Su padre se gastaba todo el dinero que ella ganaba en
la floristería y las facturas impagadas comenzaron a acumularse en
la mesita del recibidor. Les cortaron la luz y el teléfono y sólo
podían comprar víveres en el colmado del señor Antonio, un hombre
bueno al que la muchachita le daba pena y que se prometió a si mismo
no dejarla pasar hambre jamás en aras a la amistad que tiempo atrás
le había unido con su madre. Antonio le fiaba, a pesar de que sabía
que, cuando la chica cobrara a primeros de mes, apenas tendría para
pagarle la mitad de la cuenta del mes anterior, pues al mal nacido de
su padre le habría faltado tiempo para hacerse con el resto de los
cuartos.
Pero lo peor estaba
por llegar. La noche en que el hombre llegó con su habitual
borrachera y se plantó en la puerta de la habitación de su hija,
mirándola con aquellos ojos vidriosos, Jara supo que las cosas para
ella podían torcerse todavía más. Intentó salir del cuarto pero
él se lo impidió, y sin demasiadas contemplaciones la tiro en la
cama y la poseyó allí mismo, con torpeza, dejando marcada la piel
de la joven con sus babas de borracho y su alma con el estigma del
odio.
Desde aquel
instante Jara deseó su muerte, y muchas noches, mientras acostada en
la cama esperaba su llegada rogando a Dios que no reparara en ella,
planeó matarlo con sus propias manos de una y de mil formas
diferentes, a pesar de que sabía que por mucho que dejara volar a su
imaginación todo se quedaría en eso, en quimeras imposibles de
realizar por causa de su propia y natural cobardía. Y tomó la única
decisión posible: resignarse.
Una mañana, entró
en la floristería un muchacho que tímidamente se acercó a ella y
le pidió una flor. Jara lo reconoció como el mismo chico que hacía
días rondaba los escaparates de la tienda sin atreverse a entrar.
-¿Una flor? - le
preguntó ella sorprendida -¿Qué flor? Aquí hay muchas.
El muchacho
recorrió la tienda con la mirada sin parecer decidirse por ninguna
en concreto.
-¿Cuál te gusta a
ti? - preguntó por fin.
-A mi me gustan las
rosas, las rosas amarillas. - le contestó ella con una sonrisa.
-Pues quiero una
rosa amarilla.
Jara tomó una rosa
amarilla del recipiente en que se encontraba, la envolvió en papel
de celofán transparente y se la entregó al muchacho, que salió de
la tienda satisfecho, regalándole una bonita sonrisa. Ella lo siguió
con la mirada hasta que se perdió de su vista, sin poder evitar
pensar lo que le hubiera gustado ser la destinataria de aquella flor.
Aquel fue sólo el
primer día, porque las visitas del muchacho a la floristería para
comprar una rosa amarilla se convirtieron en habituales y con ellas
los sueños de Jara echaron a volar. Y aunque en el fondo de su alma
sabía que sus deseos únicamente podían quedarse en eso, en deseos,
no podía evitar dejarse llevar por su ingente imaginación y verse
caminando por la vida de la mano de aquel chico, libre de la tortura
de su padre y de todos aquellos problemas que la atosigaban
injustamente.
La mañana que Jara
llegó a su trabajo con la cara morada por los golpes, deseó con
todas sus fuerzas que él no se presentara en la tienda. La noche
anterior había intentado resistirse a la brutalidad de su padre y lo
único que había conseguido fue que la moliera a palos. Por primera
vez por su mente pasó la idea de escaparse, a dónde fuera, no
importaba el lugar, pues en cualquier sitio estaría mejor que en su
casa. Acababa de cumplir dieciocho años y ya no podría buscarla.
Tenía un poco de dinero ahorrado, cierta cantidad que se había
ocupado en guardar bien de su mano para que el desgraciado de su
padre no diera con ella y no pudiera fundirla en sus vicios. No era
mucha, pero quizá suficiente para empezar a vivir en otro lugar,
lejos, lo más lejos posible.
En esos
pensamientos andaba cuando le vio entrar. Intentó ocultarse detrás
de las azaleas pero fue tarde, él ya la había visto. Se acercó a
su lado y la tomó del brazo con suavidad.
-¿Quién te ha
hecho eso? -le preguntó.
Jara le miró a los
ojos y en ellos vio reflejado todo el cariño que necesitaba para
seguir adelante. Por toda respuesta se echó a llorar y se dejó
abrazar. *
-¿Para quién
compras las rosas amarillas? - se atrevió a preguntarle mientras él
se afanaba por curarle las heridas de su rostro.
-Para ti – le
respondió. - Ven.
La tomó de la mano
y la llevó a su cuarto. Fue tomando libros de una estantería y los
fue abriendo. Dentro de cada uno, había una rosa amarilla prensada.
-Nunca me atreví a
dártelas. No me preguntes por qué. Pero ahora serán todas para ti.
Jara me voy a vivir a París por motivos de trabajo ¿quieres venirte
conmigo?
La chiquilla miraba
alternativamente al joven y a las rosas, mientras pensaba que todo
aquello que estaba ocurriendo no era sino un sueño del que
desgraciadamente pronto tendría que despertar. Mas al pellizcarse
disimuladamente en el brazo el dolor le dijo que todo era real, que
estaba allí, en una casa desconocida, frente a un hombre del que no
sabía mucho más que su nombre y que la invitaba a compartir su vida
lejos de su infierno. Y a pesar de saber que era una locura, no lo
dudó.
-Si -dijo con
absoluto convencimiento -me voy contigo a París.
No regresó a
España hasta muchos años después, cuando sus hijos le pidieron
conocer sus raíces. Venciendo unas reticencias que siempre habían
estado muy presentes a pesar del transcurso del tiempo, un día se
decidió a subir a un avión y emprender el viaje hacia el
reencuentro con su pasado.
La ciudad le
pareció un lugar diferente y desconocido y una extraña sensación
la acompañó durante su estancia. Se encontraba totalmente
desubicada, sentía que ya no pertenecía a aquel tiempo ni a aquel
entorno y tuvo que luchar con desesperación contra el deseo
imperioso de regresar a París, de vuelta con su esposo, con su vida
de siempre.
El día anterior a
su marcha se atrevió a dar un paseo por el barrio que la vio crecer.
El bajo en el que un día había estado la floristería lo ocupaba un
banco, el ultramarinos del señor Antonio se había convertido en un
moderno supermercado y sin embargo su casa.... allí estaba, como
siempre, como antes, alzándose con desidia entre tanto edificio
moderno entre el que no parecía encajar, de igual manera que ella
misma ya no encajaba en aquel lugar desconocido y triste. Levantó la
vista hacía la ventana del que mucho tiempo atrás había sido su
cuarto y por unos instantes se adueñó de ella una infinita ternura
al recordar su infancia, a su madre, muerta tan prematuramente.
Entonces se fijó en él, en el mendigo que, sentado en las escaleras
de la iglesia que todavía se empeñaba en alzar sus torres al cielo,
pedía limosna en silencio, con la mirada perdida, con la expresión
vacía de aquellos a los que la vida ha dado ya la espalda. Como si
una fuerza misteriosa lo atrajera, el hombre alzó los ojos hacia
ella y sus miradas se encontraron. Ella lo reconoció en seguida y ni
siquiera sintió odio por él, sólo una completa y absoluta
indiferencia. El, no sin esfuerzo, consiguió entreabrir sus labios y
pronunciar su nombre, “Jara”, a la vez que una lágrima surcaba
su mejilla dejando un reguero de suciedad en su rostro.
Jara le sostuvo la
mirada unos segundos, luego tomó a sus hijos de la mano y se fue de
allí sin ni siquiera echar unas monedas en la lata vacía del
mendigo. Se metió en la primera floristería que encontró y compró
un ramo de rosas amarillas. Lo depositó en el cementerio, sobre la
tumba de su madre, no sin antes rezar con torpeza unas oraciones de
las que casi se había olvidado. Antes de salir del camposanto tomó
una rosa del ramo y volviendo sobre sus pasos regresó a la
escalinata de la iglesia con la esperanza de que el viejo mendigo
todavía se encontrara allí. Tuvo suerte, allí seguía. Se paró
ante él y esperó a que reparara en su presencia. Cuando lo hizo,
tiró en la lata vacía la rosa que había sustraído del ramo de su
madre.
-Me hubiera gustado
más echarla sobre tu tumba, pero ya veo que la mala hierba nunca
muere. Así que ahí te la dejo, para que no digas que tu hija no
tuvo un gesto de generosidad contigo.
No esperó respuesta
alguna. Dio media vuelta y se fue. Al día siguiente regresó a París
con la sensación de haber cerrado por fin la etapa más negra de su
vida
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