Susana se miraba al
espejo con la indiferencia de la costumbre, sin apenas percatarse de
la cruel imagen que el cristal le devolvía: el pelo estropajoso y
sin brillo, la piel ajada y con evidentes síntomas de descolgamiento
prematuro, las pupilas de un azul desvaído que en nada recordaba ya
al color marino de antaño….. Se sentó al borde de la bañera y se
ajustó los pantis con resignación, terminando de vestirse con la
desgana propia de quién no espera nada nuevo. La jornada que tenía
por delante en nada se iba a diferenciar de la anterior, ni de la que
comenzaría mañana, ni, previsiblemente, de ninguna otra que fuera
llegando a lo largo de su insulsa vida.
Se dirigió a la
cocina y se sirvió una generosa taza de café negro, su gasolina
indispensable para poder afrontar los interminables quehaceres
diarios, limpiar la casa, ir a la compra, preparar la comida para dos
hijos adolescentes que la ignoraban y para un marido al que su sola
presencia molestaba…. Se acercó a la ventaba con la taza humeante
entre las manos y miró hacia fuera. Caía una lluvia fina y
persistente y una espesa niebla gris envolvía la ciudad. “¡Qué
día más triste!” pensó, mas de inmediato se dijo que no, que no
era especialmente triste, era simplemente como todos sus días, daba
igual que lloviera o que luciera un sol radiante, que los relámpagos
iluminaran el cielo o que la nieve cayera extendiendo su manto blanco
de seda. Por vez primera sintió una punzada de dolor en su pecho y
un deseo de llorar que se le antojó nuevo y extraño y por primera
vez, igualmente, se atrevió a cuestionar su pobre vida.
Había conocido a su
marido siendo una niña, con apenas quince años, y la ilusión del
cortejo la cegó llevándola a cambiar los libros del bachillerato
por unas promesas de amor hechas a escondidas en las tibias noches de
un verano de fiesta que quedaba ya muy lejano; promesas que quedaron
tiradas en el cajón del olvido cuando el matrimonio convirtió en
rutina el entusiasmo. De pronto se terminaron los besos, los gestos
de cariño, los regalos de cumpleaños…. Pero Susana pensó que así
debía ser, al fin y al cabo el matrimonio conllevaba unas
obligaciones mucho más serias que todos aquellos detalles sin
importancia.
Pronto llegaron los
hijos, pedacitos de su propia persona en cuyo cuidado se volcó de
manera casi obsesiva, olvidándose hasta de sí misma y de aquel
marido que pronto dejó de prestarle atención. Ni siquiera la
reclamaba ya por las noches, aunque eso era lo que menos le
importaba, pues ella siempre había aceptado los juegos amorosos como
una tediosa obligación que debía afrontar sin remedio. Su cuerpo de
mujer hoy entrada en la cuarentena jamás se había sentido vivo.
Un día, cuando sus
pequeños fueron creciendo y comenzaron a necesitarla menos, Susana
quiso rescatar sus sueños de juventud, las pequeñas cosas, o tal
vez no tan pequeñas, a las que había ido renunciando con gusto y
abandonando por el camino en un gesto de generosidad que jamás nadie
le había agradecido. Tal vez fuera el momento de retomar sus
estudios. O quizá pudiera montar algún negocio que le permitiera
aportar algo de dinero a la maltrecha economía familiar y a la vez
matar el tedio de sus horas vacías. Pero cuando se lo planteó a su
marido éste le dijo que ni hablar, que una mujer casada y respetable
no debía hacer más que ocuparse de la familia y de la casa y que
dinero ganaba él bastante, no iba a pasar por la vergüenza de poner
a trabajar a su mujer. Y Susana transigió de nuevo, y de nuevo pensó
que su marido tenía razón, siempre tenía razón, también el día
en que se enteró de que tenía una amante, una muchacha joven y
guapa con la que compartía únicamente momentos felices y a la cual
no importaban nada sus miserias, al fin y al cabo ella ya hacía
tiempo que había dejado de mostrar el más mínimo interés por el
sexo.
Así fueron pasando
los años, demasiado rápido para unas cosas, demasiado lentos para
otras, pero siempre inexorables y firmes, convirtiendo en rutinarias
desde las más bellas ilusiones hasta los más simples gestos, como
las miradas que Susana echaba en el espejo del baño todas las
mañanas mientras se preparaba para afrontar un día más, un día
cualquiera, un momento cualquiera que pasaría sin pena ni gloria a
engrosar la abultada lista de los momentos perdidos, de los días
perdidos, de una vida perdida.
Aquella mañana
húmeda y gris, después de tomar su taza de café negro, Susana
regresó al cuarto de baño y se miró de nuevo al espejo, pero esta
vez sin rutina, sin indiferencia y lo que vio no fue lo que el espejo
reflejó, sino lo que guardaba dentro de sí sin darse cuenta, una
mujer con ganas de vivir, de recuperar el tiempo perdido.
Empezó a tejer son
sutileza unas alas con las que echar a volar, discretamente y en
silencio. Fraguó la huida sin que nadie se diera cuenta, tan poca
era la atención que le prestaban. En la peluquería arreglaron su
pelo, en el salón de belleza devolvieron la tersura a su piel, en la
tienda de la esquina se compró ropa bonita y su ilusión y su empeño
devolvieron el azul intenso a sus ojos desvaídos. Y el espejo, todas
las mañanas, le devolvía generoso la imagen real en la que se
estaba convirtiendo, la imagen que siempre deseó ver y que siempre
le fue negada.
El día en que se
atrevió a disfrazar su cobardía de coraje se levantó temprano,
metió unas pocas pertenecías en una maleta, se tomó su café de
todas las mañanas y por unos instantes se sentó en el sofá de la
sala y se dedicó a recordar. Por su mente pasaron retazos de su vida
como si de una
sucesión de fotogramas
se tratara. “Dicen que esto es lo que ocurre cuando uno se ve cerca
de la muerte” pensó, y no le faltaba razón, porque si bien ella
no se iba morir, sí que iba a dejar atrás aquello por lo que hasta
entonces había vivido y que tan pocas satisfacciones le había
reportado. El amor de su marido, su odio, su indiferencia; el cariño
de sus hijos, su desapego, su indiferencia; sus propias ilusiones, su
indiferencia…..sus ganas de volar.
Recorrió la estancia
con la mirada antes de levantarse. Cuando lo hizo tomó papel y lápiz
y garabateó unas letras: “Me voy, no intentéis buscarme, no
pienso volver”. Depositó la nota encima de la mesa de la cocina y
sin sentir el más mínimo atisbo de nostalgia ni remordimiento tomó
su maleta y salió de la casa. Cuando escuchó el ruido sordo de la
puerta al cerrarse sonrió y respiró aliviada por primera vez en
mucho tiempo. Había terminado de tejer sus alas y con la seguridad
que le daba la satisfacción de estar a punto de conseguir sus
anhelos hizo lo que siempre había deseado hacer: volar
¿Qué ha sido de los números de Gaudí? Qué pena...
ResponderEliminarBien por Susana y su vuelo.
Un abrazo.