Tengo la seguridad de que
todo va a cambiar, pero con este ruido no consigo oír ni mis
pensamientos. Llevo dos horas parada en esta autopista y tan sólo
consigo pensar en los ojos azules del conductor, al que espero volver
a ver pronto cuando por fin pueda bajarme de este maldito trasto. El
bus comienza a moverse un poco, pero lo hace tan lentamente que me
pone nerviosa, muy nerviosa, aunque no hay motivo para ello, no tengo
prisa en llegar a mi destino, nadie me espera, ni siquiera sé con
seguridad cuál es mi destino, puede que me apee al final del
trayecto, o que decida quedarme en la primera parada. El caso es
escapar del infierno en que se ha convertido mi vida, ya no soporto
más sus golpes, sus desplantes, sus miserias. Necesito cambiar,
olvidar, sentir que valgo mucho más de lo que él me dice y no he
visto más salida que alejarme
El ruido de la
música se me hace insoportable por momentos. Me levanto y le pido al
conductor que baje un poco el volumen, me mira un segundo y me dejo
envolver de nuevo en la absurda ilusión que me provoca el azul de
sus ojos, pero él lo ignora y sin mediar palabra hace lo que le
pido. Es guapo, realmente guapo y su cara me suena, sé que lo he
visto en algún lugar pero no consigo recordar dónde, tampoco
importa demasiado, en realidad nada importa salvo escapar.
El bus sigue
avanzando lentamente, miro el reloj y me doy cuenta de que ya
deberíamos haber llegado al final del viaje y sin embargo todavía
no ha hecho la primera parada. Esto es desesperante. No consigo
apartar de mi mente la posibilidad de que mi marido me persiga y me
de alcance si este trasto continúa parado mucho tiempo más.
Por fin rebasamos el
obstáculo que impedía nuestra marcha, un accidente brutal. Los
bomberos están intentando rescatar a alguien del interior de unos
coches. Vuelvo la cabeza hacia el otro lado, ya me es suficiente con
soportar mi propia tragedia, pero las luces de las ambulancias
parecen decirme que no, que no puedo evadirme de la realidad, que
está ahí fuera, tan cerca que sólo me separa de ella el fino
cristal de la ventanilla. Son muy puñeteras las luces de las
ambulancias, también las sirenas, ambas desgraciadas y asiduas
compañeras en estos últimos meses, compañeras mías y compañeras
también de los golpes que desfiguraban mi rostro y ajaban mi menudo
cuerpo.
Recorremos unos
cuantos kilómetros a velocidad normal. De pronto el autobús se
desvía a la derecha, entramos en una pequeña ciudad y aparca en una
gris y lúgubre estación.
-Haremos una
parada de media hora – dice el conductor a voz en grito –si
quieren pueden aprovechar para comer algo, ir a los baños o estirar
las piernas.
La gente
comienza a levantarse y a bajar del bus. Yo me mantengo acomodada en
mi asiento hasta que queda vacío. Dudo qué hacer pero finalmente
opto por bajarme también e ir a la cafetería a tomar algo caliente.
Es una estancia oscura y sucia que invita más bien poco a permanecer
allí mucho tiempo, pero no hay otra cosa. Me siento en un rincón
apartado, pero de pronto me doy cuenta de que el conductor está
sentado en la barra, revolviendo con parsimonia y un café y me
acerco a él.
-Hola – le digo
–¿Por casualidad no serás de Cuenca? Es que me parece haberte
visto por la ciudad, haciendo fotos, como si fueras reportero o algo
así.
El muchacho me
mira como si fuera estúpida y me responde igualmente como si se
estuviera dirigiendo a una estúpida:
-¿Te crees que
si fuera reportero iba a estar conduciendo un bus?
-Bueno... ya. En
realidad lo de ser reportero ha sido una apreciación mía, bien
podía ser que sólo estuvieras haciendo fotos por afición.
-Pues no, no era
yo, la fotografía no está entre mis hobbies.
Parece que no
tiene muchas ganas de hablar así que me vuelvo a mi esquina, me tomo
mi café mientras observo sus movimientos y cuando termino me vuelvo
al bus.
Es de noche y hace
frío. Me acurruco en mi asiento y me tapo con mi cazadora forrada de
borreguillo. Cierro los ojos e intento dormirme pero no lo consigo.
Entonces entra el conductor y se dirige a mi asiento, se sienta a mi
lado y me habla.
-Oye tía siento
haberte contestado como lo hice en la cafetería. Hoy no es un buen
día.
Me mira mientras me
habla y pienso una vez más que es muy guapo y que no estaría mal
acostarse con él. A lo mejor es tierno, cariñoso y puede incluso
que ponga empeño en que el asunto nos guste a los dos.
-No te preocupes –
le contesto mientras intento apartar de mi cabeza tan perversos
pensamientos- Yo tampoco estoy en mi mejor momento.
-Vivo en
Cuenca, si quieres, cuando vuelvas, podemos quedar un día y tomarnos
un café.
-No voy a
volver a Cuenca nunca más – le digo – mi marido me maltrata y
tengo que escapar lejos, lo más lejos posible, dónde él no pueda
encontrarme nunca. Pero sí que me gustaría verte de nuevo, y me
gustaría también hacer el amor contigo y sentir unas manos que me
acarician... hace tanto tiempo que no las siento....
La puerta de la
habitación se abrió de repente y Celia escondió debajo de la mesa
el papel con la historia que estaba escribiendo, pero cuando vio que
era él, sonrió y se lo tendió.
-Hola Celia ¿cómo
estás? ¿Escribiendo otra vez? Muy bien, así me gusta. Escribes muy
bien, me encantan tus cuentos. ¿Sabes que los tengo todos guardados
en una carpeta?
Celia no
contestaba, nunca lo hacía, simplemente esbozaba una tímida sonrisa
y se ponía a escribir de nuevo, mientras su marido, sabedor de sus
males y de sus secretos, le acariciaba el pelo y con gesto cansino se
sentaba a su lado y leía aquel relato que era siempre el mismo.
Luego lo doblaba con cuidado y lo guardaba en su carpeta azul,
mientras recordaba una vez más el tiempo en el que la vida les
sonreía y Celia y él eran una pareja feliz.
Aquella noche,
hacía ya muchos años, Celia había tomado un autobús para visitar
a una amiga que necesitaba su ayuda, una mujer a la que su marido
maltrataba y estaba en el hospital víctima de una brutal paliza,
pero nunca llegó a su destino, un fatal accidente se cruzó en su
camino y dejó su vida pendiente de un hilo. Cuando volvió en sí
una parte de su mente se había quedado en algún lugar desconocido e
inaccesible y jamás regresó. Desde entonces su limitada existencia
consistía en pasar las horas delante de su escritorio escribiendo
siempre la misma historia, increíblemente lúcida, increíblemente
real, pero fruto de su imaginación enferma.
Jonás se inclinó
y besó a su mujer en la mejilla. Ella cesó por un instante en su
incansable labor escritora y le miró. Se quedó, una vez más,
prendada de aquellos ojos azules y pensó, una vez más, que había
tenido mucha suerte. El conductor del autobús se había quedado a su
lado.
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