Mamá se murió una soleada tarde marzo, cuando la incipiente
primavera comenzaba a hacer brotar de nuevo la vida. Sus últimos
meses habían transcurrido a mi lado, pues cuando la atacó la
enfermedad y no se pudo valer por sí misma, no me quedó más
remedio que llevarla conmigo para poder atenderla como era debido. Y
digo que no me quedó más remedio porque mi madre y yo nunca nos
llevamos bien. Recién cumplidos los veinte años, harta de nuestros
continuos enfrentamientos, hice las maletas y me marché bien lejos,
a la capital, donde el bullicio y las prisas me permitieran olvidar
el pueblo y toda mi existencia anterior, incluida a ella, a mi propia
madre. Siempre fui consciente, sin embargo, de que una de las causas
de mi inquina hacia ella fue el resentimiento que me horadó el
corazón por no permitir que me despidiera de mi padre.
Aquel verano, el verano de mis doce años, fue el último que pasé
con papá. Y fue especial, tan especial que no pasó un día de mi
vida sin que asomara a mi mente el recuerdo de aquellas semanas. Mi
padre nunca fue muy cariñoso. Era un hombre rudo, tosco, un hombre
de campo que llegaba por las noches a casa oliendo a tierra y a
hierba seca, cansado del trabajo y sin muchas ganas de cuentos.
Cenaba lo que mamá le ponía en la mesa y se sentaba un rato a ver
la tele, aunque la mayoría de las veces acababa durmiéndose en el
sofá y cuando despertaba se marchaba a la cama refunfuñando. Así
era su vida un día tras otro.
Un día de aquel verano, papá me preguntó si quería acompañarle a
pescar al río. Él iba con frecuencia, pero jamás me había
invitado, así que, gratamente sorprendida y sin saber a ciencia
cierta si sería muy de mi agrado el tema de la pesca, le dije que
sí. Me enseñó a poner el cebo en el anzuelo, a lanzar el hilo de
seda que surcaba el aire con un silbido tenue que me recordó al
viento, a desprender de la caña las truchas que se agitaban
inútilmente en un vano intento por esquivar la muerte, y cuando
regresamos a casa, al anochecer, juntos cocinamos nuestros tesoros
robados al río. Aquella noche, en la oscuridad de mi cuarto,
observando en el techo las extrañas formas que reflejaba la luz de
la luna, fui consciente por primera vez de que papá, a pesar de su
carácter huraño, me quería. Y yo, a mi vez, le amé mucho más de
lo que ya le había amado hasta entonces.
Aquella sensación de amor paternal se fue haciendo más intensa
durante las semanas siguientes. Mi padre no desaprovechaba instante
alguno para estar conmigo, incluso robando momentos a sus duros
quehaceres en el campo. Juntos cazamos grillos, compramos golosinas
en la tienda de la señora Martina, me llevó a la era montada en la
carretilla e incluso un domingo fuimos al cine, en la ciudad. Fueron
los días más felices de mi vida.
A principios del mes de septiembre, como todos los veranos, me fui a
pasar unos días a casa de mis tíos, que vivían en un pueblo de la
costa, a disfrutar un poco de la playa y de los últimos rayos del
sol. Antes de subir al tren, mi padre me abrazó con fuerza y después
de darme un sonoro beso en la mejilla me dijo:
-Te quiero, lagartija, no lo olvides nunca.
Fue la primera vez y la última que me declaró su cariño. Cuando
regresé de mis vacaciones papá no estaba en casa, ni en el campo,
ni siquiera estaba ya en la vida. Papá se había muerto de un
infarto fulminante. Cuando escuché a mi madre darme la noticia solté
un grito desgarrador y llorando desconsoladamente le reproché el no
haberme avisado. Me dijo que no quería hacerme sufrir, como si no
fuera sufrimiento regresar al hogar y enterarme de que mi padre
estaba bajo tierra y que jamás podría disfrutar de nuevo de su
compañía. La odié por ello y ese odio me acompañó toda mi vida.
Hoy sé que de manera injusta.
Con la muerte de mi madre, el arreglo de papeleos me llevó a
regresar al pueblo a buscar una partida de defunción de mi padre,
mas para mi sorpresa, en el registro civil me comunicaron que allí
no constaba defunción alguna a nombre de Constantino González.
Supuse que tenía que ser un error así que, una vez en nuestra casa
de antaño, me puse a revolver todo papel que encontré a ver si, de
casualidad, mamá había guardado algo relacionado con el deceso, por
lo menos una esquela, pero mi búsqueda no dio fruto alguno. Durante
unos días le di vueltas una y otra vez al problema que se me
presentaba hasta que algo en mi interior me dijo que tal vez mi padre
no se hubiese muerto, al fin y al cabo yo jamás había visto el
cadáver.
Supe que la única que podía disipar mis dudas era mi tía Virtudes,
la que vivía en la costa y a ella acudí dispuesta a descubrir lo
que fuera, incluso una verdad cuya cada vez más tangible posibilidad
me daba miedo. No hizo falta insistir mucho para que mi tía
hablara. Hacía ya tantos años que había ocurrido todo que ya no
tenía sentido guardar el secreto.
-Es verdad, tu padre no murió, se enamoró de otra mujer y os
abandonó a tu madre y a ti. Aquellas semanas que vivió intensamente
a tu lado, de las que tú tanto hablas todavía y mantienes vívidas
en tu memoria, sólo fueron el preludio de su despedida silenciosa.
Él ya le había dicho a tu madre que se iba, que se iba muy lejos
con aquella mujer y que no volvería jamás. Le rogó que le
permitiera pasar contigo aquellos días y ella, haciendo un esfuerzo
sobrehumano, accedió, al fin y al cabo tú también eras su hija,
aunque desde luego él no se merecía tal deferencia. Luego, cuando
finalmente se marchó, tu madre nos hizo prometer a todos que jamás
te contaríamos la verdad. Sabía que le querías ciegamente, y que
seguramente, a la larga, te dolería menos su muerte que sentirte
abandonada. Él vive en Francia y allí tiene otra familia.
Salí de aquella casa con el corazón oprimido por la angustia. En
apenas unos segundos mis ojos se habían abierto a una realidad
cruel. Los días de ensueño al lado de mi padre habían sido sólo
una quimera absurda, una ilusión ciega que me había llevado a
despreciar a quien con mucho esfuerzo había conseguido lanzarme a la
vida. Pero ya era tarde para pedir perdón. Seguirá siendo tarde
para siempre.
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