SÁBADO DE CARNAVAL
Rosa miraba con
nostalgia el paisaje que se extendía al otro lado de la ventana. Era
temprano y el rocío vestía la hierba de las praderas con miles de
diamantes a los que el sol arrancaba fulgurantes destellos. Se
auguraba un día soleado, el día perfecto para la fiesta, la que
ella también iba a disfrutar, aunque hubiera de hacerlo a
escondidas.
Era sábado de
carnaval. Aquella noche en el pueblo se volvería a celebrar el
“antroido” como muchos años atrás, volverían las máscaras,
las gentes anónimas que jugaban entre ellas a acertar quién era
quién. Rosa recordaba los sábados de carnaval de antes de la
guerra, cuando las calles se llenaban de algarabía, de felicidad, de
sueños... luego la contienda había terminado con todo, también con
la alegría. Decían que habían prohibido el carnaval, que aquello
de andar con las caras tapadas era cosa indecente, que sólo a las
mentes enfermas de pecado les podría atraer semejante atrocidad...
Pero el tiempo había ido transcurriendo y los vetos se habían ido
relajando. Algunos incluso decían que el carnaval nunca se había
ido del todo, que las gentes se las arreglaban para celebrarlo a
escondidas, incluso en los claros del bosque, a la orilla del río,
lejos de miradas censuradoras e indiscretas.
Aquel año, el señor
alcalde había dado permiso para celebrar una pequeña fiesta de
carnaval, con la única condición de que nadie fuera con la cara
tapada del todo. Rosa estaba entusiasmada, pues sabía que allí
estaría Marcos, el hijo del molinero, aquél que había conocido el
día que había acompañado al pueblo a Maruxiña, la hija de los
jornaleros que trabajan las tierras del pazo y que ayudaba a su madre
en las tareas de la casa. Maruxiña había llevado una saca de maíz
a moler y allí estaba Marcos, vaciando los sacos de cereal para que
el molino hiciera su tarea, con aquellos ojos verdes y aquella
sonrisa de fábula que secuestraron el corazón virgen de Rosa. Desde
aquel día no habían dejado de verse a escondidas. Rosa era muy
joven, sólo tenía quince años, y además pertenecía a la nobleza
del pueblo. Era la hija de los señores del pazo, y ellos nunca
permitirían, nunca, que su pequeña se desposara con un simple
molinero. Pero no era momento de pensar en dificultades. Ya se
solventarían cuando llegara el momento.
Rosa tenía
prohibido acudir a la fiesta de carnaval. Su madre le había dicho
que por nada del mundo le permitiría mezclarse entre aquellas gentes
simples y zafias que jamás podrían estar a su altura, y menos en
una fiesta de disfraces, indecente dónde las haya. Ni siquiera sabía
cómo el señor alcalde se había atrevido a permitir semejante
atrocidad.
Ante tal situación,
Rosa acudió a pedir ayuda a Maruxiña, mas para su sorpresa la
muchacha no se mostró presta a ayudarla, sino todo lo contrario.
-¿Ir el sábado a
los carnavales del pueblo? Ni hablar,conmigo no cuentes Rosiña, y
más vale que te vayas sacando esa idea de la cabeza.
Maruxa se persignó
después de la negativa e hizo un gesto extraño con los ojos mirando
al cielo, como si pidiera disculpas a Dios por pensar siquiera en la
posibilidad de disfrutar de las diversiones del antroido. Idéntica
reacción tuvo en las tres o cuatro ocasiones en que Rosa intentó
convencerla de tal cosa. Entonces la muchacha se decidió a
sonsacarla.
-Pero vamos a ver,
Maruxiña, ¿cuántas veces me has ayudado para que pudiera
encontrarme con Marcos? ¿Por qué ahora no?
-La noche de sábado
de carnaval no debes salir de casa. Hazme caso, Rosiña. Yo te ayudo
cualquier otro día, pero ese no.
-¿Y por qué?
-Pues porque no.
-Esa no es una
razón.
-Pues tendrá que
serlo
Se disponía Maruxa
a retomar sus quehaceres, pero Rosa la tomó por el brazo con
brusquedad y la obligó a encararse con ella.
-De eso nada – le
dijo – me vas a explicar cuál es el motivo por el que no quieres
acompañarme a la fiesta. Y ahora mismo, si no quieres que le diga a
mi madre que no lavas bien las verduras de la comida.
-¡Eso no es
verdad! - protestó la otra.
-Lo sé. ¿Pero a
quién te piensas que va a creer?
Maruxa no replicó
y se rindió a la evidencia. Tomó a su amiga de la manó y la llevó
hacia el banco de piedra situado bajo al rosaleda, en el jardín.
Luego suspiró, como si quisiera tomar fuerzas antes de hablar.
-Es una noche
maldita, la noche del sábado de carnaval es una noche endemoniada,
perversa, maligna... ellos salen a la búsqueda de las almas y no
dudarán en hacer lo que sea para encontrarlas, hasta matar.
Maruxa hablaba con
la mirada nublada por el miedo, mientras Rosa estaba a punto de
echarse a reír ante lo que consideraba ingenuidad de su amiga.
-Pero Maruxa, ¿qué
tonterías estás diciendo? ¿No ves que esos sólo son cuentos de
viejas?
-No, Rosiña, yo
tengo unos años más que tú y todavía lo recuerdo. El primer
crimen, y el segundo, y el tercero... y como comenzaron a relacionar
las muertes con la noche del sábado de antroido. Siempre era gente
joven, hombres o mujeres, daba lo mismo, siempre aparecían muertos
en el bosque, con un enorme boquete en el pecho a través del que les
habían extraído el corazón, y la cruz de Santiago marcada a fuego
en el cuello. Así murió Iria, la hija de Raimundo el cartero,
Senén, el hijo de la señora María, la que vivía al lado del
lavadero, y Pedro, y Jesusa, y no sé cuántos más.
-¿Y no cogieron
al asesino? ¿Quién era?
-Ni lo cogieron ni
lo han de coger nunca. Es el demonio, Rosiña, es el mismo diablo que
viene a este mundo a castigar a los que se atreven a unirse a esta
fiesta maldita. Por eso no te voy a ayudar a escapar, y por supuesto
ni se te ocurra hacerlo tú sola.
Maruxa volvió a sus
tareas dando la conversación por zanjada. Rosa no dio ninguna
importancia a las tonterías que le había contado. No eran más que
leyendas estúpidas que circulaban por todos los pueblos. Así que
decidió que el sábado se las apañaría para bajar sola al pueblo.
No iba a quedar sin ver a Marcos por nada del mundo.
Y el día por fin
había llegado, pero las horas pasaban lentas, mucho más lentas que
los demás días, y Rosa no tenía calma. Andaba por la casa de un
lado a otro sin sentido, sin saber qué hacer, sintiendo una
desasosiego extraño. Por primera vez pensaba en las tonterías que
le había contado Maruxiña con cierta preocupación, aunque suponía
que no era más que miedo por tener que cruzar la zona boscosa que
separaba su casa del pueblo en plena noche. Así que luchó por
apartarlas de su mente y cuando por fin dieron las nueve dijo que se
retiraba a su cuarto aduciendo dolor de cabeza, se vistió con
ropajes antiguos y medio harapientos que había encontrado en el
desván y puso rumbo al pueblo. Cruzó el bosque deprisa y en menos
de quince minutos ya estaba en la plaza. Allí reinaba la algarabía.
Los muchachos bailaban al son de la música de una banda de segunda,
pero daba lo mismo, el caso era divertirse. Rosa buscó con la mirada
a Marcos y pronto lo distinguió. Se acercó a él con premura y lo
saludó con entusiasmo.
-Hola, Marcos.
Él la miró
extrañado, como si hubiera visto un fantasma.
-¿Qué haces tú
aquí? ¿Has venido sola? ¡Estás loca! ¿No sabes lo que ocurre en
el bosque todas las noches de sábado de carnaval?
-¿Tú también?
Igual que Maruxiña... no decís más que tonterías.
-No son tonterías
Rosa. Es la verdad. No sé qué te ha contado Maruxiña pero esta
noche está maldita y todo aquel que pise el bosque tiene que saber
que le ronda la muerte. Es la maldición.
Rosa miró de hito
en hito la chico. Jamás había creído en brujas, diablos, meigas y
cosas por el estilo, pero al parecer estaba equivocada y las
conexiones del pueblo con el inframundo existían y eran peligrosas.
-Pero... no puede
ser verdad.
Marcos tomó de la
mano a la muchacha y la llevó hacía un lugar apartado. Luego le
contó la terrible historia que todo el pueblo guardaba dentro de sí.
-Hace mucho tiempo
habitaba en el bosque una meiga llamada Águeda que se jactaba de que
con sus pócimas conseguía cumplir los deseos de la gente. A ella
acudió una muchacha llamada Iria, que estaba enamorada de Roi, el
herrero, el cual no le hacía demasiado caso. Iria deseaba que el
joven se fijara en ella, pero por más pócimas y hechizos que le
recetaba la meiga, éstos no producían el efecto deseado. Entonces
Águeda, temerosa de que su buena fama se fuera al traste por aquel
fracaso, decidió dar un paso más y conectar con las fuerzas del
mal, las cuales se prestaron a ayudarla pero con un horrible pacto de
por medio. Accederían a los deseos de la muchacha y Roi se
enamoraría perdidamente de ella, pero el siguiente sábado de
carnaval Águeda les tenía que ofrecer como sacrificio el corazón
de una joven virgen que no se prestara a los desmadres del antroido.
La meiga accedió, pero desgraciadamente murió de unas fiebres antes
de poder cumplir el trato. Los demonios estuvieron tranquilos
durante unos años, pero de pronto comenzaron a cobrarse lo que se
les debía. El hechizo sólo llegará a su fin cuando una joven
virgen se entregue voluntariamente a ellos.
Rosa estaba lívida y
comenzaba a sentir frío y miedo. Aquella historia desconocida le
ponía los pelos de punta.
-Pero... ¿por qué
sabéis todo eso? Lo del pacto...atribuir al demonio las muertes...
-Águeda se lo
confesó al señor cura unas horas antes de su muerte. Él lo sabe. Y
ahora vámonos Rosa, yo te acompañaré a tu casa. Enciérrate allí
y no salgas hasta mañana.
Marcos acompañó a
Rosa de vuelta a su hogar. Cuando se despidieron, en la puerta de la
casa, Rosa lo abrazó con fuerza.
-Ahora tienes que
regresar sólo al pueblo y cruzar el bosque. ¿No será mejor que te
quedes aquí? Puedes dormir en el cobertizo.
-No te preocupes,
no me pasará nada, tengo que regresar al pueblo, he de vigilar a los
muchachos para que nadie se acerque al bosque.
Marcos emprendió
el viaje de vuelta dejando a Rosa con el corazón encogido. La chica
se retiró a su cuarto con negros presagios revoloteando por su
mente. Poco antes de la media noche escuchó el grito profundo y
horrible que anunciaba la muerte. Supo que Marcos había caído en
manos del diablo. Al día siguiente lo encontraron en un claro del
bosque, sin corazón y con la marca de rigor en la cuello.
Rosa lloró su
muerte con desconsuelo. Se sentía culpable de la misma. Si no se
hubiera empeñado en acudir a la fiesta de disfraces aquella noche...
Entonces se le ocurrió la mejor forma de expiar su culpa. Un año
después, la noche de sábado de carnaval, Rosa salió de su casa, se
adentró en el bosque y se sentó en un tronco. Sólo era cuestión
de esperar y todo habría terminado.
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