“Un piano es un ataúd con la tapa levantada. Estaría curioso
que saliera un muerto de su interior” pensaba Gelines con la nariz
pegada al escaparate de una tienda de música, donde un gran cartel
con la foto de un piano de cola pretendía actuar como reclamo
publicitario. “No estaría mal trabajar como concertista aporreando
las teclas y que de pronto surgiera un zombi del interior del piano y
todos los finolis que estuvieran de espectadores se llevaran un susto
de la hostia”.
Gelines pensaba todas esas estupideces mientras caminaba con calma,
mascando chile de forma cansina, hacia la oficina del paro, a ver si
de una vez por todas le ofrecían algún trabajo adecuado a su
formación, que no era mucha, por no decir ninguna. Dos años en el
instituto haciendo un primero de BUP cuyos libros casi sin usar
habían ido a parar al cubo de la basura. Los estudios no eran lo
suyo, eso estaba claro, pero eso sí, le encantaba que las monedas
tintinearan en el bolsillo y ya no digamos verse con algún billete
verde en la cartera, para lo cual hacía falta trabajar, eso era lo
peor. Y es que hoy para todo te piden tener formación, hasta para
barrendero del ayuntamiento hay que pasar un examen. ¡Manda narices!
Sumida en sus cavilaciones llegó a la oficina del paro y cuál no
sería su sorpresa cuando vio que detrás de una de las mesas estaba
Paquito, un antiguo compañero de colegio que bebía los vientos por
ella y al que había dominado a su antojo hasta que se cansó de él
y lo mandó a paseo.
-¡Paquito! ¡Cuánto tiempo, tío! ¿Pero qué ha sido de tu vida?
¿Y qué haces aquí, de funcionario? ¡Menudo nivel!
Al chico, rojo como la grana, le hubiera gustado que se lo tragara la
tierra, no sólo por las voces que daba Gelines, sino por volver a
verla, pues a pesar de lo pasado, nunca había vuelto a encontrar a
nadie a quien querer, ni que le despreciara con la sutileza que ella
lo había hecho. Una vez repuesto del susto, le contó su vida a
grandes rasgos. Había aprobado unas oposiciones años atrás, lo
habían destinado fuera, ahora había vuelto a la ciudad… no tenía
nada mucho más interesante que contar.
-Jo tío, que suerte –repuso Gelines – debes tener pelas a mazo.
Tanto tiempo currando y sin familia ni nada….
-No me puedo quejar. Aunque tal vez me decida a poner algún negocio.
El trabajo de funcionario no es nada creativo.
La conversación no fue más allá y después de comprobar que no
había ninguna oferta de trabajo adecuada a su nulo nivel de
estudios, Gelines salió de la oficina y tomó el camino de regreso a
casa. Pensaba en Paquito y en su negocio. Estaba segura de que a un
idiota como él no se le ocurriría jamás nada original que diera
cuartos de verdad, algo diferente, rompedor.
La imagen del piano con la tapa abierta volvió a aparecer ante la
muchacha, al otro lado del cristal, en la consabida tienda de música.
Entonces, de repente, como surgen casi todas las cosas realmente
buenas, la idea apareció en su mente. Si Paquito tenía dinero y le
faltaba imaginación, ella no tenía un duro pero imaginación le
sobraba. Y con exagerado entusiasmo volvió sobre sus pasos.
*
Treinta años después Gelines y Paquito, ahora Doña Angeles y Don
Francisco, son millonarios. El organizar entierros con acompañamiento
musical de piano, fundamentalmente tocando marchas fúnebres, por
supuesto, fue todo un éxito. Cierto es que tuvieron que emigrar a
América, donde son mucho más excéntricos para todas esas cosas,
pero había merecido la pena. Llegaron a casarse y casados continúan,
aunque Don Francisco tiene más cuernos que un reno y es consciente
de ello, qué más da si junto a él tiene una máquina de hacer
dinero. Y todo por aquel piano que, son su tapa levantada, parecía
una caja de muertos. Así de caprichosa es la vida.
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