-¿Me alcanzas un vaso de agua, por favor?
Mara abandonó por unos segundos su bordado, se levantó, se dirigió
a la cocina y al poco rato regresó al salón con el vaso de agua que
le había pedido su marido. Se lo acercó con una sonrisa y,
sentándose de nuevo en el mullido sofá de piel marrón, continuó
con su labor, mientras él se entretenía pintando un cuadro que
probablemente no terminaría nunca y la televisión mostraba imágenes
y emitía sonidos a los que ni uno ni otro prestaban atención. No
era más que una forma de paliar los incómodos silencios que se
asentaban entre ambos cuando estaban juntos, pero solos, casi todas
las tardes de casi todos lo días de su vida.
Mara era consciente de que el amor habían abandonado su casa y su
lecho hacía ya mucho tiempo, lo fue desde el instante en que supo
que ya era hora e cambiar de vida y decidió marcharse con la maleta
vacía, sin llevarse ni siquiera los recuerdos de una etapa que, a
pesar de todo, tuvo sus buenos momentos. Pero entonces llegó aquel
accidente inesperado y todo cambió, todo tuvo que cambiar, no hubo
más remedio. Rafa, el amor de su vida, aquél por el que había
renunciado a tanto y por quién lo había dado todo, aquel a quién
quería pero había dejado de amar asediada por la rutina y el
desencanto, aquel al que estaba a punto de decir adiós, se había
quedado, de pronto, atado a una silla de ruedas y a unos dolores que
sólo a veces daban tregua. Ya no podía dejarlo, no podía marcharse
y echarlo de su vida como si tal cosa, no podía. Se resignó a vivir
una vida que no le pertenecía, a sonreír cuando deseaba llorar, a
mirar un futuro que no existía, se resignó a morir un poquito cada
día al lado de un hombre al que no amaba, pero que la necesitaba, y
eso era lo único que importaba. Daba igual si ya no había besos, si
su cuerpo ya no vibraba con unas caricias que antaño lo despertaban
al tiempo que el sol se colaba por la ventana, daba lo mismo si el
mundo de los sentidos había dejado de existir; él precisaba de sus
cuidados y su compañía, y eso estaba por encima de todo.
Mara no puede precisar en qué momento de su ingrata existencia llegó
el otro amor trayendo de nuevo ilusión a su vida. Conocía a Luca
desde hacía tiempo. Era el muchacho que se ocupaba del mantenimiento
del sistema informático de la tienda en la que trabajaba. Pasaba por
allí al menos una vez por semana, y cuando la veía la saludaba, le
sonreía, la miraba con aquellos ojos negros y profundos y le decía
dos o tres cumplidos, “hoy te has cortado el pelo”, “te queda
muy bien ese vestido” “qué guapa estás esta mañana”,
arrastrando las palabras con aquel leve acento italiano que a Mara
tanto le gustaba escuchar. Siempre había pensado que los italianos
hablaban música y Luca no era diferente.
Un día la invitó a tomar un café y Mara aceptó. Fue un encuentro
extraño. La muchacha, tímida de por si, no sabía qué decir, y se
limitaba a escuchar lo que Luca le contaba sobre su Italia natal,
sobre los campos verdes de la Toscana, aquel lugar que se dibujaba
tranquilo y casi enigmático en la imaginación de la mujer. Mara a
veces preguntaba, Luca siempre respondía y sonreía, y aquella
sonrisa de dientes blanquísimos iluminaba sin intención las tristes
horas que la chica pasaba trabajando en aquella tienda gris y
anodina.
Después de aquel café vino otro, y otro, y otro más, y muchos más,
y un día Mara se vio haciendo confidencias ante quien se estaba
convirtiendo en un amigo necesario. Y las confesiones de una vida
insatisfecha se hicieron mutuas. Luca no era feliz con su mujer y
soportaba las cenizas de una unión que agonizaba porque no quería
perderse la infancia de su hija. Mara no era feliz, y soportaba el
abandono de un matrimonio fenecido porque nunca sería capaz de
echar más dolor sobre el dolor de alguien a quien una día había
amado tanto. Ninguno de los dos se cuestionaba si valía la pena el
sacrificio porque no era cuestionable. Su vida tenía que ser así,
no había más. Se conformaban con los minutos que pasaban juntos un
día a la semana, descubriéndose, destapándose y, de regreso a
casa, soñando el uno con el otro en un baile de ilusiones, de
anhelos, de esperanzas.
Mara se enamoró de Luca y Luca se enamoró de Mara. Ninguno de los
dos lo pudo evitar, porque nadie manda en los sentimientos y éstos a
menudo brotan en el momento menos adecuado. Y en el mismo instante en
que ese amor surgió, ambos renunciaron a él y guardaron el secreto
en su corazón cansado.
Todavía siguen reuniéndose una vez a la semana para tomarse un
café. Se hablan, se sonríen y a veces se dicen cosas que les da
miedo decir, “te echo de menos”, “quedemos para cenar un día”,
“¿a dónde me llevarás?” “a un hotel”, y ambos ríen a
carcajadas, como dos chiquillos, sabiendo que aquellas palabras que
se dicen juegan a no ser la verdad que son, el deseo que son, la
realidad que nunca llegarán a ser. O tal vez sí...
No hay comentarios:
Publicar un comentario