EL
La
vi hacer las maletas a través de la ventana de su habitación,
escondido yo entre las azaleas que adornan su jardín, como si fuera
un cazador esperando su presa. No lo pude evitar, me sentía, me
siento, demasiado atraído por ella como para estar cerca y no
prestarle atención
La
noche anterior habíamos acudido a una cena familiar y la ignoré
deliberadamente, ni una mirada, ni una sonrisa, apenas dos palabras
cuando nos retiramos. Permaneció sentada en su esquina, mirando con
expresión ausente a aquellos que la rodeaban y se divertían, en
medio de una algarabía que parecía no ir con ella. Ardía yo en
deseos de ir a su lado, de sacarla a bailar, de rodear con mis brazos
su cuerpo para que me trasmitiera aquella calidez que parecía emanar
de su piel canela y llamarme con desesperado frenesí. Tal vez por
ello fue que tuve que ignorarla. Temía que al prestarle la más
mínima atención, mis gestos me delataran y todos se dieran cuenta
del deseo que me consume cuando estamos cerca.
Todo comenzó unos días atrás, o tal vez unos meses atrás, quizás
incluso en el momento exacto en que nos conocimos, el cual se pierde
en mi memoria amontonado entre los recuerdos de la infancia. La vi
apoyada en la columna del porche, al fresco de la noche, sola. Los
niños dormían y el marido se había tenido que marchar por motivos
de trabajo. Me acerqué a ella y cuando me vio me sonrió. Me invitó
a un café o a una cerveza que rechacé. No debía entretenerme
mucho, mi mujer me esperaba en casa, pero aquella oportunidad no
podía perderla.....estaba sola.
En mitad de una conversación trivial, aprovechando un silencio, me
acerqué a ella y rodeando su cintura con mis brazos la atraje hacia
mi y me atreví a besarla. No opuso resistencia, al contrario, sus
labios se entreabrieron y dejaron que mi lengua explorara su boca,
agitando su respiración. Cuando nos separamos me sonrió y me miró
con ojos pícaros. No dijo nada, yo tampoco. Volví a besarla y
deslicé mi mano a través de la fina tela de la camiseta que vestía,
acariciando sus pechos y arrancándole un leve gemido. El sonido de
mi móvil rompió el hechizo. Mi mujer se preocupaba por mi tardanza.
-Vete – me dijo – te está esperando impaciente.
Me hubiera gustado suplicarle, rogarle que me dejara dormir a su lado
esa noche, pero sólo fui capa de sugerirle que me acompañara hasta
el coche. Lo hizo y al lado del portal volvimos a besarnos. Luego me
fui y ella me acompañó ocupando todo mi cerebro, todo mi corazón,
cada centímetro de mi piel que se erizaba con sólo imaginarla.
Esta tarde la dejé marchar sin siquiera despedirme. La vi meter las
maletas en el coche y emprender el viaje al lado de sus hijos, al
encuentro con su marido, con otra vida en la que yo no pinto nada. Sé
que volverá pronto, sé que volveré a besarla y me corresponderá y
también sé que probablemente no ocurrirá nada más entre nosotros.
Somos demasiado cobardes o tal vez demasiado cuerdos y yo no puedo
hacer otra cosa que desearla en silencio, así, de la misma manera
que la he dejado marchar.
ELLA.
Le he visto como me observaba entre las azaleas, pero he fingido no
darme cuenta de su presencia. Tengo la cabeza hecha un lío, sumida
en una lucha encarnizada entre la pasión que me provoca su sola
presencia y la lógica aplastante de nuestras vidas. Me digo una y
otra vez que nada es posible entre nosotros. Lo conozco desde que
era un niño y casi un niño sigue siendo a mis ojos de mujer madura.
No puedo permitir que se derrumben su matrimonio ni el mío, y sin
embargo sacude mis sentidos en una atracción de deseos inconfesables
No sé por qué no me sorprendieron sus besos de aquella noche. No
puedo decir que los esperara, pero tampoco me parecieron extraños.
Me gustó sentir sus labios sobre los míos, su lengua que se abría
paso en mi boca, el batir de las alas de las mariposas en mi
estómago.... Me gustó darme cuenta de que todavía soy capaz de
levantar pasiones, de hacer tejer sueños prohibidos en la mente de
aquél que no debe soñar conmigo. La inconsciencia del momento casi
me lleva a pedirle que ocupara el hueco vacío que aquella noche
habría en mi cama, pero pudo más el miedo a que aceptara que la
ilusión de un encuentro furtivo a la luz de una luna descarada que
se adivinaba cómplice de nuestra locura.
Hace unos días, durante una cena familiar, me ignoró por completo.
Ni una vez sentí sus ojos sobre mí, ni una palabra susurrada a
escondidas... Confieso que me sentí un poco desilusionada, me
hubiera gustado disfrutar de nuevo de un encuentro clandestino, pero
es demasiado peligroso. No quiero imaginar el revuelo que se podría
armar en la familia si se descubriera que hay algo entre nosotros.
Yo, la madre y esposa amantísima y él, el hermano pequeño de mi
marido, recién casado y aparentemente feliz. Acaso la felicidad en
estos casos no deja de ser la apariencia necesaria que esconde el
submundo real en el que casi todos viven pero nadie conoce... qué sé
yo. Creo que, pensándolo bien, lo nuestro es simplemente
consecuencia inevitable de la conjunción de dos factores, la desidia
que acompaña la rutina y la curiosidad que provoca lo nuevo.
Sé
que esta tarde me vio partir sin atreverse a despedirse de mi. No
importa. Dentro de nada volveré y él seguirá estando ahí. Desearé
estar a su lado, provocaré su caricia furtiva, sus besos a
escondidas y no ocurrirá nada más, aunque él lo desee, aunque lo
desee yo, continuaremos siendo demasiado cobardes o demasiado cuerdos
y no nos quedará otra opción que seguir deseándonos en silencio,
así, de la misa manera que hoy me ha dejado marchar.
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