Eran
más de las cuatro de la mañana cuando Elena llegó a casa después
de una agotadora jornada en el bar. A pesar de encontrarse
terriblemente cansada no tenía sueño. Abrió la puertaventana del
salón y salió al balcón. La noche era perfecta, el cielo estaba
estrellado y no hacía demasiado calor. Recordó las noches en el
cenador de la casa de Navacerrada, cuando Enrique y ella conversaban
a la luz de la luna compartiendo cigarrillos y confidencias. Le
entraron ganas de fumar y encendió un cigarrillo. No fumaba
normalmente pero siempre había un paquete de tabaco en casa, para
cuando le entraban las ganas tontas. Se sentó en el suelo del
balcón, apoyó su espalda contra la pared y se dedicó a bucear
entre su mente. El encuentro con Laura había trastocado la firmeza
de su decisión. Volver al lado de Enrique sería hermoso, sin duda
alguna, y aunque seguía pensando que tal regreso iría de la mano
de muchas más sombras que luces, también era verdad que
significaría recuperar la felicidad perdida. Además necesitaba
compañía, no le gustaba la soledad, y añoraba despertar cada
mañana entre los brazos del hombre que amaba. No podía ser que su
destino fuera pasar por la vida sumida en la nostalgia, en la
pesadumbre de no tener con quién compartir, con quien soñar, con
quien reír, pero bien es verdad que su trayectoria vital no apuntaba
a otra cosa. Primero el abandono de su madre, después la muerte de
su padre, el paso por el orfanato, la esperanza siempre vana de que
algún día una familia cualquiera decidiera llevarla a su mundo... y
finalmente verse de nuevo en la calle. Todavía recordaba con
sorprendente nitidez el momento en que Sor Caridad le dijo que tenía
que dejar el convento, que ya era mayor de edad y allí no podían
seguir ocupándose de ella. Le dio algo de dinero y le recomendó la
casa de unos conocidos que al parecer necesitaban una chica para el
servicio. Desde el primer momento decidió no ir, a pesar de la
intensa sensación de desolación, de desamparo, incluso de fracaso,
que la envolvió cuando se vio en la calle; la misma impresión que
había sentido cuando Enrique la invitó a abandonar la casa de
Navacerrada, a la que también, desde que puso el pie fuera, decidió
no volver. Y sin embargo en aquella noche estrellada de otoño,
volvía a renacer en su corazón herido todo el amor que había
querido esconder sin conseguirlo del todo.
Se
levantó y cogió su bolso. Sacó el móvil y buscó a Enrique entre
sus contactos. Cuando lo encontró se quedó mirando la pantalla
durante un rato. Su dedo pulgar se posó con suavidad sobre la tecla
de llamada. Cerró los ojos y apretó. Pero antes de que se efectuara
la conexión cortó la comunicación. A pesar de que lo echaba de
menos no estaba preparada para el reencuentro.
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