Se llamaba Juan
pero era por todos conocido por el mote de Barbarrosa. Él lo sabía
y no le importaba en absoluto, es más, era consciente de que el
apodo que le habían impuesto tenía su razón de ser, puesto que su
barba espesa y larga poseía una sospechosa tonalidad rosada que ni
él mismo sabía a qué se debía. Desde luego no a la falta de
hábitos de higiene, como pensaba la plebe. El doctor le había dicho
años atrás que probablemente fuera algún defecto genético, y como
no le molestaba ni nada de eso, con el tiempo dejó de preocuparle
del todo el color de su barba.
Aparte de esa
cualidad física, Barbarrosa destacaba por otros rasgos que le hacían
sobresalir entre el resto de la humanidad. Era muy alto y fornido,
con cara de pocos amigos, ojos de gato y nariz aguileña, dientes
blancos y perfectos que muy pocas veces enseñaba y un andar de pasos
largos y firmes. En conjunto semejaba un ogro de esos que pueblan los
cuentos infantiles. Pero a pesar de todo tenía mucho éxito entre el
género femenino. Las mujeres se lo disputaban y él se aprovechaba
de tal circunstancia para no estar jamás sin pareja, sin bien es
verdad que cambiaba con inusitada frecuencia. Y lo que es peor, sus
esposas desaparecían sin dejar rastro. Las malas lenguas decían que
cuando se cansaba de ellas las liquidaba y que en el jardín de la
fabulosa mansión que poseía a las afueras de Móstoles tenían
todas ellas sus tumbas bien camufladas entre rosas y gardenias. Pero
jamás tal circunstancia se pudo demostrar, puesto que el jefe de
policía era íntimo amigo suyo y nunca dio crédito a la rumorología
barata que circulaba por el pueblo.
En una de esas
épocas en que Juan, o Barbarrosa, como quieran llamarle, se
encontraba compuesto y sin novia, se fijó en las hijas de un
conocido matrimonio de terratenientes extremeños, tan ricos que ya
habían perdido la cuenta del dinero y de las tierras que poseían,
para conquistar alguna de ellas y hacerla su esposa. En realidad lo
que es conquistar.... Juan no conquistaba. Él elegía a la susodicha
y hablaba con los padres de la misma, los cuales normalmente a cambio
de una generosa dote, dejaban a sus hijas en manos que aquel
energúmeno. Hasta ahí llegaba la sutileza de aquel gorrino.
El matrimonio en
cuestión tenía siete hijas, casi todas ellas hermosas, estudiadas e
independientes y la verdad es que ni a los padres ni a las hijas les
hacía falta el dinero de Barbarrosa, así que el día en que el
muchacho se presentó ante la pareja y le hizo partícipe de sus
planes, éstos lo largaron con cajas destempladas y con la
advertencia de que si se le ocurría insistir en sus poco
convencionales planes, tomarían medidas judiciales. Él se encogió
de hombros y salió de allí sin más. Por mujeres no había de
quedar, de eso estaba seguro.
Pero he aquí que
apareció en escena Mari Puri, la menor de las siete hijas del
matrimonio, la cual era un poco casquivana y avariciosa, todo el
dinero que tenía le parecía poco y la mansión de Barbarrosa
siempre le había encantado, así como la fortuna que decían que
poseía, y en la proposición del hombre vio la oportunidad perfecta
para hacerse con todo aquello por lo que suspiraba. Es cierto que
Juan no le gustaba nada, es más, hacía cosa de unos meses que
estaba liada con Pedro, un primo lejano suyo que parecía tan ruin
como ella y con el que compartía los planes de hacerse todavía más
rica de lo que era. Así que por su cuenta y riesgo y a pesar de la
oposición de sus padres, se presentó en casa de Barbarrosa y le
dijo que ella estaba dispuesta a aceptar su proposición de
matrimonio, ante el regocijo de aquél, que le daba lo mismo que
fuera ella o cualquier otra, como siempre.
El matrimonio se
celebró en seguida y Mari Puri pasó a ser dueña y señora de la
mansión. Juan la molestaba poco, pues se ausentaba con bastante
frecuencia a tratar negocios que a ella le importaban un pimiento y,
cosa que la extrañó pero de lo que se alegró profundamente, ni
siquiera la reclamaba por las noches.
Dos meses después
de su boda, cuando la chiquilla ya empezaba a aburrirse de aquella
vida monacal, pues su marido apenas le permitía salir de casa, se le
ocurrió preguntarle qué guardaba en la casita rosa, una pequeña
edificación un poco alejada de la casa principal que a Mari Puri
nunca le había llamado demasiado la atención, en realidad preguntó
por preguntar, pues se imaginaba que no guardaría en su interior más
que aperos de labranza o cosas por el estilo. Lo que no se esperaba
era la respuesta furibunda y airada de su marido, que de muy malos
modos y poniendo cara del ogro que semejaba ser, le respondió que no
le importaba lo más mínimo, y que no se le ocurriera acercarse por
allí si no quería pagar las consecuencias.
Pero Mari Puri era
como los niños, cuanto más le prohibían las cosas, más
apetecibles le parecían, así que le faltó tiempo para ir a fisgar
qué era lo que escondía en la casa rosa, rosa como las barbas de su
marido y allí se encontró con tremenda sorpresa. Cinco mujeres
estaban allí encerradas, las cinco últimas esposas de Barbarrosa.
Cuando vieron a Mari Puri le dieron la bienvenida, como antes habían
hecho con cada una de ellas todas las mujeres que habían pasado por
allí, advirtiéndole que ella no iba a correr mejor suerte.
-Todo forma parte de
una estrategia – le contó Rosaura, la más veterana – Barbarrosa
en realidad es marica, de ahí su apelativo, y está liado con el
jefe de policía, de ahí su impunidad. Y entre los dos regentan una
docena de puticlubs repartidos por todo el país. Nosotras iremos a
parar a ellos. Aunque parezca extraño, la forma que tiene ese
engendro de elegir a sus putas es casándose y el resto ya lo sabes.
Cuando la curiosidad nos mata y fisgamos en la casita rosa.... zas,
ya somos carne de putiferio.
-¿Y cómo se
enterará él que yo estuve aquí? Yo no pienso decírselo – repuso
Mari Puri muy confiada en sí misma.
-Date la vuelta y
hallarás la respuesta.
Allí estaba
Barbarrosa, riendo a carcajada limpia, pensando que otra estúpida
más había caído en sus redes. Pero los acontecimientos se
precipitaron. De pronto un escuadrón de policías hizo su aparición,
capitaneados por Pedro, el ligue de Mari Puri, que era policía
secreta y sospechaba desde hacía tiempo de las actividades de
Barbarrosa y su pareja, a la postre el jefe de policía de la ciudad.
Barbarrosa fue detenido y las mujeres liberadas. Mari Puri vio sus
planes de hacerse con las propiedades de su marido desmoronarse como
un castillo de naipes y su lío con Pedro desaparecer como por
ensalmo. Pero se equivocó. Porque Pedro estaba enamorado y en aquel
mismo momento le propuso casamiento en cuanto se divorciara de Juan,
prometiéndole confiscar los bienes del susodicho para que así ella
pudiera comprarlos por cuatro duros. La muchacha se sintió querida
por primera vez en su vida y descubrió que también estaba
enamorada. De pronto las propiedades de Barbarrosa dejaron de
importarle. El amor era mucho más bonito. Y fueron felices y
comieron codornices, porque las perdices no les gustaban nada y
además eran un poco caras.
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