Por
la mañana seguía teniendo fiebre. Me pareció que el doctor pasaba
por mi habitación, aunque no me di demasiada cuenta de ello, ni de
nada de lo que ocurrió a lo largo de la jornada. Así, en un
duermevela enfermizo, pasé casi tres días, hasta que la tarde del
tercer día la fiebre comenzó a remitir y me encontré mejor. Por lo
menos podía mantenerme despierta.
Aquella noche Jesús
me trajo una taza de sopa caliente. Cuando vi la comida se me
revolvió el estómago. A pesar de que hacía días que no probaba
bocado seguía sin tener apetito.
-Tienes que comer
algo. Estás tomando un antibiótico muy fuerte y necesitas llenar el
estómago. Yo te lo daré.
Me puso unos cojines
en la espalda y me incorporó en la cama. Luego me fue dando la sopa
a cucharadas, en silencio. Cuando iba por la mitad le dije que no
podía más.
-Si me haces comer
más, vomitaré.
Posó la taza en la
bandeja, preparó mi medicamento y me lo dio. Mientras me lo tomaba,
me miraba y sonreía, lo cual no dejó de sorprenderme. Jesús jamás
me había sonreído, más bien al contrario.
-Me has tenido muy
preocupado – dijo – Marcelo decía que era mejor trasladarte al
hospital. Menos mal que por fin parece que estás mejor ¿verdad?
-¿Quién es
Marcelo? - pregunté sin contestar su pregunta.
-El médico, el
muchacho nuevo. Es español, como tú. Se ha interesado mucho por ti.
Ha venido a verte todos los días.
-¿Desi ha venido?
-Desi ha estado aquí
a pie quieto conmigo. Entre ella y yo hacíamos turnos para no
dejarte nunca sola.
No sé por qué me
conmovieron sus palabras.
-Gracias – dije.
-No tienes que
dármelas. A veces.... a veces no se valoran las cosas hasta que te
das cuenta de lo mucho que significaría perderlas.
De nuevo me
sorprendieron sus palabras. No parecía el Jesús de siempre. Era
como si quisiera pedirme perdón por los agravios de antaño y
comenzar una nueva andadura sin reproches ni malos rollos que nunca
habían venido a cuento.
Estaba sentado muy
cerca de mí y me miraba con una ternura desconocida en sus ojos de
color indefinido, casi extraño. Sonrió de nuevo y por primera vez
me fijé en su hilera de dientes blanquísimos y perfectos. Jesús
era muy guapo, una lástima que fuera sacerdote. De pronto alargó su
mano hacia mi y acarició mi mejilla. El contacto de su mano con mi
cara hizo que se espigara mi piel. Cerré los ojos e incliné mi
cabeza para prolongar un poco más la caricia. Cuando los abrí él
me miraba fijamente sin apartar su mano de mi mejilla. Yo le sostuve
la mirada sintiendo dentro de mi una sensación nueva. Parecía
flotar entre los dos una nube densa de caramelo, una nube de
sentimiento, de amor tal vez. Por un momento pensé que se iba
atrever a salvar la escasa distancia que nos separaba y que me iba a
besar. La simple idea de que eso pudiera ocurrir aceleró los latidos
de mi corazón. Pero de pronto unos golpes sonaron en la puerta y
Jesús retiró su mano apresurado, para no ser pillado en falta.
Luego la puerta se abrió y asomó la cara de Marcelo, el médico.
-¿Se puede? -
preguntó . Yo asentí con la cabeza y pasó a mi dormitorio - ¿Cómo
se encuentra hoy mi paciente favorita?
Antes de que yo
contestara Jesús se retiró.
-Os dejo solos- dijo
– así podréis hablar mejor. Hasta luego, Marcelo, adiós Paula,
sé buena ¿vale?
Por todo saludo me
sonrió y yo le devolví la sonrisa. El cambio de actitud de Jesús
me estaba haciendo más bien que los propios medicamentos. Y las
sonrisas no tenían miedo de asomar a mi cara.
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