CAPÍTULO
1
Conocí a Conchita cuando se vino a vivir con su marido al piso de
encima del nuestro. No debía de tener yo mucho más de diez años.
Vivíamos en El Ferrol, en la Plaza de Amboage, en un edificio de
seis pisos, antiguo, señorial, aunque las paredes de la fachada
estaban desconchadas y las ventanas de madera carcomidas por el sol.
Las habitaciones eran amplias y luminosas, sobre todo el salón,
cuyos enormes ventanales nos permitían ver el mar y las lluvias
torrenciales que caían en los crudos inviernos gallegos, y sentir el
viento gélido que de vez en cuando azotaba la ciudad convirtiendo
sus calles en un hervidero de hojas muertas y de desolación. A mí
me gustaba pasar las tardes con la nariz arrimada a la cristalera,
mientras las gotas de lluvia golpeaban con fuerza los cristales, y
pasarme las horas contemplando el mar gris y amenazador, que allá, a
lo lejos, se extendía por la entrada de la ría.
Conchita apareció un buen día con su marido, Don Ricardo, un hombre
extraño, de aspecto y de hechos, bastante mayor que ella, teniente
de navío al que habían destinado al cuartel de infantería de la
ciudad. Hacía unas semanas que yo escuchaba a mis padres hablar de
Don Ricardo y su mujer. Al parecer él era primo de mi padre, pero
por los comentarios que yo oía en casa, no le tenía en gran estima,
más bien al contrario. Don Ricardo tenía fama de mala persona. Más
que respetado, era temido, pues en aquel tiempo, en plena dictadura
franquista, nadie deseaba tener problemas con un militar, y menos con
uno como él, de esos capaces de buscar la ruina a cualquiera por
una simple nadería.
Conchita, por contra, era una muchachita de poco más de veinte años,
dulce, frágil, de cuerpo voluptuoso y mirada inocente. Yo no me
explicaba cómo podía estar casada con aquel gerifalte. En realidad
nadie se lo explicaba. Mamá decía que se había unido a él
acuciada por las circunstancias. Su padre había muerto y había
dejado a la familia en la miseria y no le había quedado más
remedio, pero papá le argumentaba que esas eran figuraciones suyas,
que Conchita era maestra y si lo deseaba podía encontrar un buen
trabajo con el que mantenerse.
-Aunque te parezca inexplicable Conchita está enamorada de mi primo.
El amor es así de caprichoso. - decía papá.
Y mi madre seguía a sus tareas, meneando la cabeza en una clara
señal de desaprobación.
Unos días antes de su llegada, mamá se ocupó de limpiar un poco el
piso que habían de habitar. Era exactamente igual al nuestro, aunque
como estaba un poco más alto, desde allí se veía mucho mejor el
mar. Yo me sentí muy contento, pues seguramente, al ser nuestra
familia, no tendrían inconveniente en dejarme pasar las tardes con
la nariz pegada al ventanal, para eso, para ver el mar.
El día que Ricardo y Conchita llegaron, mis padres los invitaron a
cenar. Mamá, que era muy buena cocinera, preparó un delicioso caldo
gallego capaz de calentar el cuerpo a un esquimal. Y allí, en la
mesa, tuve mi primer contacto con tan singular pareja. Recuerdo la
mirada oscura y profunda de Conchita, su sonrisa infantil y su manera
de acariciarme el pelo. A mi me pareció una chica muy guapa. También
recuerdo la voz atronadora de su marido, sus modales oscos y su forma
de engullir la comida, como si estuviera desesperado por llevarse
algo al cuerpo.
Durante la cena, la conversación giró en torno al nuevo destino del
teniente. Procedía de Madrid y decía que se sentía muy orgulloso
de haber venido a dar con sus huesos a El Ferrol, la tierra del
Caudillo.
-No puedo tener más grande satisfacción que poder ejercer mi
profesión en la ciudad que vio nacer a la persona que hizo resurgir
a España de sus cenizas. Además me han dicho que aquí la gente es
honrada, cabal y católica, como debe ser. ¿No te parece primo?
Mi padre asentía y sonreía estúpidamente. Yo, a pesar de que
todavía era un niño, me daba cuenta de que papá le daba la razón
como a los locos. No quería meterse el líos. No era un hombre de
convicciones políticas. A él le bastaba con tener trabajo y con
ello una vida digna que le permitiera el sustento de su familia, no
pedía más. Si para ello tenía que mantenerse callado, se mantenía.
Creo que nunca le importó demasiado la falta de libertad.
Conchita miraba a su marido con un mirada extraña, entre la
adoración y el odio, entre la gratitud y el miedo. Sentada a su
lado, sin pronunciar apenas palabra, se limitaba a servirle la comida
y a posar su mano sobre el antebrazo de su esposo cuando veía que se
exaltaba demasiado al hablar.
En algún momento de la cena, mamá le preguntó a Conchita si le
gustaría ejercer como maestra. A la muchacha no le dio tiempo a
abrir la boca.
-No es necesario – dijo su marido con aquel vozarrón que dañaba
los tímpanos –, el sitio de la mujer está en su casa, cuidando de
su esposo y de los hijos si los hay. A las mujeres casadas y decentes
se les debería prohibir el trabajo remunerado, para eso ya estamos
nosotros. Si se las deja salir del hogar.... podría ser la perdición
de su alma. ¿No lo crees, prima?
Mi madre no dijo nada. Tampoco sonrió, como hacía mi padre. Se
limitó a posar sus ojos en Conchita mientras la muchacha bajaba la
cabeza y escondía una sonrisa cargada de melancolía.
Aquella noche, cuando la pareja se retiró al piso de arriba y yo me
acosté en mi cama, no podía dejar de pensar en ellos, en los dos.
Don Ricardo me daba miedo y Conchita despertaba en mí un sentimiento
extraño. Era una persona mayor, pero yo la veía tan boba como mi
hermana Gracia, que solo tenía tres años y que se limitaba a jugar
con sus muñecas y a obedecer sin rechistar, cosa que no hacíamos mi
hermano Senén y yo, a los que de vez en cuando nos gustaba trastear
un poco por ahí.
-Senén – llamé a mi hermano, que dormía en la cama de al lado –
Senén ¿estás despierto?
-Vaya pregunta más tonta ¿Tú te crees que si estuviera dormido te
iba a contestar? - hasta mí llegó su voz apagada por las mantas.
-¿No te da miedo Don Ricardo? - le pregunté pasando por alto su
comentario anterior.
Senén se dio la vuelta en la cama y se quedó frente a mí.
-Un poco ¿y a ti?
-A mi mucho. Tenemos que tener cuidado con él. Si nos ve robar la
fruta del huerto de Juancito el tuerto seguro que se lo cuenta a papá
y nos castigará.
-Buf... para el verano falta mucho. Mientras no llegue el verano no
hay fruta.
-Ya... pero te lo digo por si acaso. ¿Tú crees que mataría muchos
rojos en la guerra?
-No sé, supongo. Tengo sueño, Teo.
-Oye, Senén y ¿qué te parece Conchita? - insistí.
-Pues.... muy guapa, supongo. Como mamá. Y ahora déjame dormir, por
favor.
Me arrebujé entre las sábanas y cerré los ojos. Creo que aquella
noche soñé con Conchita y con un militar sin rostro que la mataba
con un fusil.
*
Don Ricardo pasaba muchas horas fuera de casa. No solo las necesarias
por su trabajo, sino las que se tiraba de juerga con los amigos en el
burdel de Petra Castellote, o de borrachera por ahí, según palabras
de mi padre. Petra era una mujer entrada en años que había llegado
a El Ferrol recién terminada la guerra, procedente de Madrid. Por la
ciudad se había corrido el rumor que había sido el propio Caudillo
el que le había abierto el negocio, sabedor de sus buenas artes y
con la loable intención de tener contentos a los respetables
caballeros de su ciudad natal. Nunca supe si aquello era verdad o no,
en todo caso me importaba más bien poco.
El burdel de Petra Castellote se encontraba en la calle del Sol,
cerca del Ayuntamiento, convenientemente camuflado en coctelería
fina. Allí no podía entrar nadie que no llevara el bolsillo bien
repleto de billetes. A mis amigos y a mi nos fascinaba aquel lugar,
pues ninguno de nosotros sabía con exactitud qué se guarecía
detrás de lo que se mostraba a los ojos de todos los mortales.
Escuchábamos rumores y la palabra “puta” rondaba por nuestras
cabezas con descaro y casi con precisión, pero nada más.
A veces, los sábados, a la salida del cine, nos apostábamos en la
acera, a la entrada del burdel, y observábamos su interior con el
mayor disimulo posible, que no era mucho, por ver si podíamos echar
el ojo a alguna de esas maravillosas putas que muchos hombres decían
conocer pero que parecían no existir más que en su imaginación.
Otras veces nos dedicábamos a sentarnos en un banco y a elucubrar
sobre lo que podríamos encontrarnos de tener la posibilidad de poner
un pie allí dentro.
-¿Pues qué va a haber? – decía yo, tratando de parecer lógico
–. Si dicen que hay putas... pues habrá putas.
-Ya ¿pero tú sabes qué es lo que hacen las putas? – preguntaba
mi amigo Federico dándoselas de entendido –, las putas juegan con
el pito de los hombres.
Los demás soltábamos una carcajada sonora y nos poníamos nerviosos
ante tal posibilidad.
-¿Y duele? – preguntaba alguno.
-Que va – respondía Federico –, al contrario, al parecer es
agradable.
En nuestra mente infantil no cabía semejante posibilidad, así que
todos callábamos y continuábamos con nuestra baldía labor de
vigilancia. Jamás veíamos salir de allí a ninguna furcia, ni
siquiera a ninguna mujer, hasta que por fin salió una tipa entrada
en años y en carnes, vestida de cualquier manera con una falda negra
y un jersey de lana enganchado aquí y allá. Los pelos grasientos se
le pegaban a la cabeza y sus mejillas flácidas se descolgaban de su
rostro mofletudo y colorado.
-¿Será esa una puta? – pregunté yo asombrado, pues por nada del
mundo dejaría yo que semejante adefesio jugase con mi pito.
Federico, que estaba tan asombrado como yo, pero quiso dárselas de
entendido una vez más, respondió con rotundidad:
-Pues tiene que ser. Mi madre dice que en el bar de Petra sólo
entran putas.
-¡Mi madriña querida! – exclamó mi hermano – Y tanta cosa
para esto. Si lo supiera no hubiera perdido el tiempo montando
guardia aquí.
En ese momento a quién vimos salir de la coctelería fue a don
Ricardo, confirmando así las palabras de mi padre. No dejé de
pensar, con mi mente infantil que empezaba a despertar al mundo, en
lo estúpidos que podían llegar a ser algunos hombres, que teniendo
una mujer tan bonita en su casa, se iban con putas que eran más feas
que Picio, a la vista estaba.
¡Hola, Gloria! No recuerdo bien cómo he llegado a parar a tu blog, pero me encanta esta historia así que la seguiré de cerca. ¡Gracias por compartirla! Te iré comentando mi opinión conforme avance la lectura, por el momento puedo decirte que Don Ricardo no me gusta nada y que veremos a ver qué sucede a continuación jeje.
ResponderEliminarSaludos <3
Hola: me alegro mucho que te guste y estoy encantada de que hayas venido a parar a mi blog, de la manera que sea, eso da igual. Espero que te guste la novela completa, de la que ya he colgado el ultimo capítulo. Un beso muy fuerte
Eliminar