Érase una vez un mundo, a veces bello y maravilloso, a veces hostil y despiadado, donde siempre ocurrían cosas, cosas que quiero contarte...
lunes, 30 de marzo de 2015
sábado, 28 de marzo de 2015
jueves, 26 de marzo de 2015
martes, 24 de marzo de 2015
EL ÚLTIMO VUELO
Susana se miraba al
espejo con la indiferencia de la costumbre, sin apenas percatarse de
la cruel imagen que el cristal le devolvía: el pelo estropajoso y
sin brillo, la piel ajada y con evidentes síntomas de descolgamiento
prematuro, las pupilas de un azul desvaído que en nada recordaba ya
al color marino de antaño….. Se sentó al borde de la bañera y se
ajustó los pantis con resignación, terminando de vestirse con la
desgana propia de quién no espera nada nuevo. La jornada que tenía
por delante en nada se iba a diferenciar de la anterior, ni de la que
comenzaría mañana, ni, previsiblemente, de ninguna otra que fuera
llegando a lo largo de su insulsa vida.
Se dirigió a la
cocina y se sirvió una generosa taza de café negro, su gasolina
indispensable para poder afrontar los interminables quehaceres
diarios, limpiar la casa, ir a la compra, preparar la comida para dos
hijos adolescentes que la ignoraban y para un marido al que su sola
presencia molestaba…. Se acercó a la ventaba con la taza humeante
entre las manos y miró hacia fuera. Caía una lluvia fina y
persistente y una espesa niebla gris envolvía la ciudad. “¡Qué
día más triste!” pensó, mas de inmediato se dijo que no, que no
era especialmente triste, era simplemente como todos sus días, daba
igual que lloviera o que luciera un sol radiante, que los relámpagos
iluminaran el cielo o que la nieve cayera extendiendo su manto blanco
de seda. Por vez primera sintió una punzada de dolor en su pecho y
un deseo de llorar que se le antojó nuevo y extraño y por primera
vez, igualmente, se atrevió a cuestionar su pobre vida.
Había conocido a su
marido siendo una niña, con apenas quince años, y la ilusión del
cortejo la cegó llevándola a cambiar los libros del bachillerato
por unas promesas de amor hechas a escondidas en las tibias noches de
un verano de fiesta que quedaba ya muy lejano; promesas que quedaron
tiradas en el cajón del olvido cuando el matrimonio convirtió en
rutina el entusiasmo. De pronto se terminaron los besos, los gestos
de cariño, los regalos de cumpleaños…. Pero Susana pensó que así
debía ser, al fin y al cabo el matrimonio conllevaba unas
obligaciones mucho más serias que todos aquellos detalles sin
importancia.
Pronto llegaron los
hijos, pedacitos de su propia persona en cuyo cuidado se volcó de
manera casi obsesiva, olvidándose hasta de sí misma y de aquel
marido que pronto dejó de prestarle atención. Ni siquiera la
reclamaba ya por las noches, aunque eso era lo que menos le
importaba, pues ella siempre había aceptado los juegos amorosos como
una tediosa obligación que debía afrontar sin remedio. Su cuerpo de
mujer hoy entrada en la cuarentena jamás se había sentido vivo.
Un día, cuando sus
pequeños fueron creciendo y comenzaron a necesitarla menos, Susana
quiso rescatar sus sueños de juventud, las pequeñas cosas, o tal
vez no tan pequeñas, a las que había ido renunciando con gusto y
abandonando por el camino en un gesto de generosidad que jamás nadie
le había agradecido. Tal vez fuera el momento de retomar sus
estudios. O quizá pudiera montar algún negocio que le permitiera
aportar algo de dinero a la maltrecha economía familiar y a la vez
matar el tedio de sus horas vacías. Pero cuando se lo planteó a su
marido éste le dijo que ni hablar, que una mujer casada y respetable
no debía hacer más que ocuparse de la familia y de la casa y que
dinero ganaba él bastante, no iba a pasar por la vergüenza de poner
a trabajar a su mujer. Y Susana transigió de nuevo, y de nuevo pensó
que su marido tenía razón, siempre tenía razón, también el día
en que se enteró de que tenía una amante, una muchacha joven y
guapa con la que compartía únicamente momentos felices y a la cual
no importaban nada sus miserias, al fin y al cabo ella ya hacía
tiempo que había dejado de mostrar el más mínimo interés por el
sexo.
Así fueron pasando
los años, demasiado rápido para unas cosas, demasiado lentos para
otras, pero siempre inexorables y firmes, convirtiendo en rutinarias
desde las más bellas ilusiones hasta los más simples gestos, como
las miradas que Susana echaba en el espejo del baño todas las
mañanas mientras se preparaba para afrontar un día más, un día
cualquiera, un momento cualquiera que pasaría sin pena ni gloria a
engrosar la abultada lista de los momentos perdidos, de los días
perdidos, de una vida perdida.
Aquella mañana
húmeda y gris, después de tomar su taza de café negro, Susana
regresó al cuarto de baño y se miró de nuevo al espejo, pero esta
vez sin rutina, sin indiferencia y lo que vio no fue lo que el espejo
reflejó, sino lo que guardaba dentro de sí sin darse cuenta, una
mujer con ganas de vivir, de recuperar el tiempo perdido.
Empezó a tejer son
sutileza unas alas con las que echar a volar, discretamente y en
silencio. Fraguó la huida sin que nadie se diera cuenta, tan poca
era la atención que le prestaban. En la peluquería arreglaron su
pelo, en el salón de belleza devolvieron la tersura a su piel, en la
tienda de la esquina se compró ropa bonita y su ilusión y su empeño
devolvieron el azul intenso a sus ojos desvaídos. Y el espejo, todas
las mañanas, le devolvía generoso la imagen real en la que se
estaba convirtiendo, la imagen que siempre deseó ver y que siempre
le fue negada.
El día en que se
atrevió a disfrazar su cobardía de coraje se levantó temprano,
metió unas pocas pertenecías en una maleta, se tomó su café de
todas las mañanas y por unos instantes se sentó en el sofá de la
sala y se dedicó a recordar. Por su mente pasaron retazos de su vida
como si de una
sucesión de fotogramas
se tratara. “Dicen que esto es lo que ocurre cuando uno se ve cerca
de la muerte” pensó, y no le faltaba razón, porque si bien ella
no se iba morir, sí que iba a dejar atrás aquello por lo que hasta
entonces había vivido y que tan pocas satisfacciones le había
reportado. El amor de su marido, su odio, su indiferencia; el cariño
de sus hijos, su desapego, su indiferencia; sus propias ilusiones, su
indiferencia…..sus ganas de volar.
Recorrió la estancia
con la mirada antes de levantarse. Cuando lo hizo tomó papel y lápiz
y garabateó unas letras: “Me voy, no intentéis buscarme, no
pienso volver”. Depositó la nota encima de la mesa de la cocina y
sin sentir el más mínimo atisbo de nostalgia ni remordimiento tomó
su maleta y salió de la casa. Cuando escuchó el ruido sordo de la
puerta al cerrarse sonrió y respiró aliviada por primera vez en
mucho tiempo. Había terminado de tejer sus alas y con la seguridad
que le daba la satisfacción de estar a punto de conseguir sus
anhelos hizo lo que siempre había deseado hacer: volar
domingo, 22 de marzo de 2015
HISTORIAS DE UN VECINDARIO
Os dejo aquí un capítulo de una de mis novelas publicadas. Espero que os divierta. Si alguien estuviera interesado en hacerse con ella me puede enviar un privado por facebook.
Alonso Ardavín salió de la tienda de Olvita absolutamente
satisfecho por el trabajo realizado. En el fondo sabía, dados los
antecedentes que obraban en su poder, que no le sería demasiado
difícil desenmascarar a aquella impostora. Tenía pruebas
suficientes para empaquetarla bien empaquetada, pero había querido
comprobar con sus propios ojos hasta dónde llegaba el descaro de
aquella mujer, sobre todo desde la última denuncia que había
presentado en el Colegio de Médicos un tal Arnulfo Pasolini y que él
mismo había recogido. Ahora únicamente se tenía que entrevistar
con dos de las afectadas, elegidas por el director del Colegio
considerando la gravedad de los hechos: Cornelia Argüelles, que era,
a la postre, la dueña del salón de baile, barra americana y única
pensión que había en el pueblo y en la que él mismo se hospedaba,
y una tal Antoñita García, apodada Pasión al parecer por los
muchos varones a los que había calentado la cama a lo largo de su
vida, detalle éste que no le interesaba en absoluto, pero que
alguien se había molestado en incluir en el resumen de las muchas
denuncias interpuestas.
Esa misma noche, cuando bajó a cenar un frugal refrigerio
consistente en un poco de tocino frito, un par de huevos con dos
chorizos y un plato de patatas fritas suficientes para reventar el
estómago de un cavador, Alonso aprovechó para solicitar una
entrevista con la dueña del negocio, a lo que la camarera, una negra
entrada en años y en carnes, le contestó que tenía que consultar
la agenda de su ama para ver si estaba libre de ocupaciones esa noche
y tenía a bien recibirle. Esperó Alonso el regreso de la sirvienta
dando buena cuenta de la suculenta cena y cuando a punto estaba de
tragar el último bocado, apareció de nuevo la negra haciéndole
saber que Doña Cornelia estaría encantada de recibirle en el
saloncito azul, donde compartirían un delicioso café traído
directamente de Colombia.
El saloncito en cuestión no era más que una habitación oscura y
sin ventilación cuyas paredes aparecían forradas de una consistente
tela azul llena de lamparones. Por mobiliario una vieja mesa baja,
dos o tres estanterías medio vacías y dos butacas orejeras a las
que hacía falta un buen tapizado. En una de ellas estaba sentada una
mujer de edad indefinida cuyo rostro evidenciaba todavía la belleza
de la que seguramente gozara si no fuera por el hundimiento de sus
labios. Sonrió al caballero y de esa manera mostró su dentadura
hueca que le daba un aspecto extraño.
-Siéntese por favor – le dijo amablemente – he dado orden a la
mucama para que nos sirva el café en breves instantes. Tengo
entendido que se aloja en mi pensión y que desea hablar conmigo,
pues usted dirá en qué puedo servirle.
Alonso se sentó en el sillón orejero que quedaba justo en frente al
que ocupaba la mujer y no se anduvo con muchos rodeos. Aquel cuarto
azul lo agobiaba y deseaba terminar la conversación que lo había
llevado allí cuanto antes.
-¿Conoce usted a Olivita Torres?
-Si viene de parte de ella ya puede usted largarse. Estoy harta de
sus monsergas – contestó Doña Cornelia con evidentes signos de
inquietud, incluso de ira mal contenida.
-No por Dios, nada de eso. Soy representante del Colegio de Médicos
y estoy investigando las atrocidades de esa mujer. La negligencia que
cometió con usted es una de las más graves y simplemente quería
que me relatara lo que considere conveniente sobre su caso. Me gusta
tener información de primera mano.
En ese preciso instante la criada entró con la bandeja de café y la
depositó en la mesita.
-Gracias Marciana, puedes retirarte, yo misma sirvo el café. A veces
pienso que la culpa la tuve yo por acudir a ella – comenzó a decir
Doña Cornelia mientras derramaba el humeante café en las tacillas
de porcelana china – pero en los momentos de desesperación....ya
sabe usted, podemos llegar a actuar de la manera más ilógica. Hacía
unos días que sufría de dolor de muelas que iba calmando con
aspirinas, pero la noche del viernes al sábado aquel dolor lacerante
se volvió insoportable. Ni si quiera las aspirinas tomadas de dos en
dos conseguían hacerlo desaparecer. Mi dentista estaba de viaje y yo
necesitaba sacarme aquella muela como fuera. No se me ocurrió mejor
cosa que buscar ayuda en Olivita. Debí de volverme a mi casa cuando
me dijo que me quitaba la muela de mil amores, pero que tenía que
pedir instrumental a Luisíñolo pues ella no tenía. Luisíñolo es
el herrero que vive dos casas más abajo y que se dedica
fundamentalmente a herrar burros y caballos. Ella regresó de la
herrería con unas tenazas de considerables dimensiones y se puso
manos a la obra. Ni siquiera me preguntó cuál era la muela
afectada, me hizo abrir la boca y me la arrancó así en vivo, sin
anestesia ni nada. No se imagina usted el dolor que sentí, la sangre
salía a borbotones y en seguida de mi cuenta de mi error. Pero lo
peor fue cuando al llegar a mi casa me percaté de que no me había
quitado la muela que me dolía sino la de al lado. Imagínese. Pasé
el fin de semana más horrible de mi vida. Cuando el lunes acudí a
mi dentista tenía una infección de caballo provocada por las
bacterias que contenían las tenazas con las que aquella desgraciada
me quitó la muela. Como consecuencia de la misma he perdido la
mayoría de mis piezas dentales y he tenido que aumentar el negocio
para poder pagarme una buena dentadura postiza, pues todo lo que
tenía ahorrado se me fue con esta historia. Créame usted que una
mujer de mi posición en la vida hubiera regentado una barra
americana si no fuera por una necesidad grave. En cuanto consiga el
dinero que me hace falta la cierro.
-La entiendo perfectamente. ¿Y no ha pensado en reclamarle daños y
perjuicios?
-Para qué. He interpuesto un montón de denuncias contra ella, pero
la muy ladina tiene buenos contactos en los juzgados y siempre sale
de rositas. Lo único que quiero es volver a ser la de antes y
olvidarme de este horrible episodio para siempre. Me ha trastocado la
vida. ¿Usted se cree que me gusta tener la casa como la tengo? Los
muebles medio desvencijados, las paredes con este papel lleno de
mierda....que va, pero ahora mismo no puedo hacer otra cosa más que
ahorrar para tener mi sonrisa de antes.
-Créame que lo siento. En fin, ya me ha dicho usted suficiente y le
estoy muy agradecido. No debe ser agradable recordar esos horribles
episodios de su vida.
-Claro que no, pero si sirve para darle a esa vieja zorra su
merecido.... en fin, yo también me voy a retirar a mis aposentos.
Por cierto ¿le ha gustado el café?
-Realmente delicioso.
*
Entretanto, Olivita consultaba con afán su enciclopedia médica,
aquella que le había comprado a plazos a un vendedor que había
aparecido un buen día por su tienda y esta vez se sorprendió de lo
pronto que llegó a un diagnóstico. La madre de Don Alonso padecía
candidiasis intertriginosa, una enfermedad cutánea que se
caracterizaba entre otras cosas, a las que por supuesto no dio
importancia, por las pústulas purulentas y el prurito, síntoma este
último que a aquellas alturas nuestra versada en medicina no había
conseguido averiguar lo que era. La dolencia podía ser consecuencia
de falta de higiene, obesidad o diabetes. Se inclinó por eso último,
pues le parecía poco probable que la madre de un señor tan educado
y elegante fuera puerca o gorda. No encontró explicación alguna al
hecho de que las lesiones se agravaran con la niebla o la tormenta,
pues precisamente en la enciclopedia se señalaba que tal
agravamiento iba ligado a la estación seca, pero de nuevo obvió ese
pequeño detalle que a su juicio no llevaba a ninguna parte. Se
concentró entonces en buscar solución a la enfermedad y
efectivamente dio con ella: loción a base de detergente o gel tópico
formulado con sulfuro de selenio. No sabía qué era el sulfuro de
selenio ni falta que le hacía, pero detergente y gel...de eso había
a raudales en su tienda. Echó una cucharadita de detergente barato
de lavadora en un botecillo de cristal y lo mezcló con gel de baño
del peor que vendía en la tienda. Completó la mezcla con unas
gotitas de aceite de ricino y un chorrito de agua. Luego guardó el
frasco en la nevera, convencida de que Don Alonso iba a quedar
gratamente sorprendido de su eficiencia.
*
Alonso Ardavín pospuso la visita que tenía pensado hacerle a
Antoñita Pasión hasta el último día. Había llegado a sus oídos
que la mujer era un poco lela y que a pesar de todo lo ocurrido entre
ambas conservaba una muy buena relación con Olivita Torres. Siendo
así, no quería que Antoñita pusiera sobre aviso a la otra de su
visita ni de sus verdaderas intenciones, por lo que se presentó en
casa de la esposa de Piero el mismo día que había quedado en
regresar a la tienda de Olivita a buscar los resultados del examen
médico a distancia que aquélla se había comprometido a realizar a
su madre.
Llamó a la puerta con tres golpes suaves, pero firmes, y al poco le
abrió la puerta una mujer pequeña, entrada en carnes, pero hermosa,
con los ojos más bellos y dulces que hubiera visto en su vida.
-Buenos días, disculpe ¿vive aquí Antoñita.... eh...Antoñita?
-no recordaba Alonso un apellido tan simple como García, en parte
porque se le venía a la mente el apodo de “Pasión”, en parte
porque la visión de aquella mujer lo dejó un tanto desconcertado.
-¿Antoñita García, más conocida como Antoñita Pasión? Esa soy
yo misma. - respondió la mujer.
El desconcierto inicial del hombre aumentó unos cuantos puntos.
Nunca se hubiera imaginado que la mujer que buscaba fuera poseedora
de semejante belleza.
-Si, esa es la mujer que busco. Eh..... verá, necesitaba hablar con
usted unos minutos.
Antoñita dudó unos segundos. No sabía muy bien el motivo, pero
desde que le había abierto la puerta a aquel hombre sentía un
cosquilleo en salva sea la parte, como cuando estaba soltera y se
dedicaba a dar cariño a los mozos en el pajar de la parte de atrás
del salón de baile. No podía ser, era una mujer casada y le debía
fidelidad a su esposo. Si dejaba entrar en su casa al caballero que
tenía delante era probable que no pudiera hacer otra cosa que dar
rienda suelta a sus instintos.
-¿Hablar de qué? -preguntó – no está mi marido y no sé si será
correcto dejar pasar a un hombre a mi casa.
El
decoro del que hacía gala la buena mujer despertó todavía más el
incipiente interés que Alonso comenzaba a sentir y fue por ello que
no le quedó más remedio que insistir para que lo dejara entrar en
la casa y mantener una conversación con ella que, sin lugar ha
dudas, resultaría muy interesante.
-No se preocupe – le dijo – no traigo malas intenciones, sólo
deseo hablar de Olivita, la tendera. Soy delegado del Colegio de
Médicos, me han encargado una investigación por ciertos hechos nada
agradables y pienso que usted tiene algo que contarme.
Antoñita miró al hombre durante unos segundos, recelosa y tímida,
mas enseguida pensó que aquella era la mejor ocasión para limpiar
la reputación de la buena de Olivita, que siempre se había portado
tan bien con su familia y a la que ahora atacaban por todos los
flancos por culpa del metiche de su cuñado. Franqueó la entrada a
Alonso y lo hizo pasar a la salita, donde sus tres hijos pequeños,
milagrosamente, se entretenían en dibujar unos bellos paisajes en
papeles de periódico pasados de fecha.
-Niños, salid a jugar al patio, que hace muy buen tiempo. Yo tengo
que hablar con este señor.
Obedecieron los pequeños sin rechistar, mas mientras los dos mayores
se dedicaban a dar patadas a un balón, Catarino pegó la oreja a la
puerta de la sala, muerto de la curiosidad por la conversación que
su madre iba a mantener con aquel desconocido.
-Dígame usted, ¿qué quiere que le cuente? Pero siéntese,
siéntese, no se quede de pie, disculpe mi torpeza.
Se
acomodó Alonso en el sofá marrón, al lado de Antoñita, y
comenzaron la conversación.
-Tengo entendido que la tal Olivita le ha prestado servicios médicos
en más de una ocasión.
-Si...bueno....ella sabe mucho de esas cosas, de hecho creo que la
mayoría de los niños del pueblo nacieron gracias a ella. Es partera
¿sabe usted? Y además es muy estudiosa y con el tiempo aprendió no
sólo a traer niños al mundo sino otras cosas relacionadas con la
medicina. No puedo decir nada en contra de ella, a mi familia siempre
la trató muy bien.
-Pues a mí me han dicho lo contrario. Según mis informes cuando
usted dio a luz a su quinto hijo estuvo a punto de morir por la
absurda pasividad de esa mujer, que por cobrar una importante
cantidad de dinero, no fue capaz de admitir que el niño venía mal y
que era necesario llamar al médico. Por otra parte también tengo
conocimiento de que hace bien poco ejerció de psicóloga para su
hijo con nulos resultados, cobrándoles, igualmente, más de la
cuenta.
-¿Quién le ha contado eso? Mi cuñado ¿verdad? Él no la puede
ver, por eso dice esas cosas sobre ella.
-¿Insinúa usted que lo que su cuñado me ha contado es mentira?
-Bueno, lo del parto fue un descuido y lo del niño..... hacía
preguntas muy raras y después de las sesiones con Olivita dejó de
hacerlas.
-Quiero hablar con el niño, si es usted tan amable.
-No creo que sea necesario, el niño....
-Olivita es una vieja puta - manifestó a voz en grito Catarino a la
vez que abría de pronto la puerta de la salita – y a mi hermano
sólo le mandaba dibujar, y le hacía preguntas sobre mis padres, que
dónde guardaban el dinero y cosas así. Mi tío Arnulfo dice que es
una vieja puta.
-Me parece que tengo ya las cosas bastante claras -dijo Alonso
levantándose después de escuchar al pequeño – a esa mujer se le
va a caer el pelo. Buenas tardes, señora, un placer charlar con
usted.
-¡Espere! No se vaya. ¿Qué puedo hacer para evitar todo esto? -
rogó Antoñita.
-¿Qué quiere decir?
-No quiero que perjudiquen a Olivita. Puede que tenga sus fallos
pero....tengo miedo de que tome represalias contra nosotros si le
ocurre algo. Estoy dispuesta a hacer lo que sea a cambio de que no
salga perjudicada de todo este lío.
De
pronto Alonso vio en aquel ofrecimiento la posibilidad de saciar sus
ansias de mujer, de aquella mujer que, sin saber por qué, le
zarandeaba los sentidos.
-¿Qué estaría dispuesta hacer? -preguntó con su voz más
sugerente.
-Le dejo elegir -contestó Antoñita a la vez que obsequiaba al
hombre con una sensual caída de párpados.
Y
eligió, vaya si eligió.
jueves, 19 de marzo de 2015
DÍAS DE ENSUEÑO
Mamá se murió una soleada tarde marzo, cuando la incipiente
primavera comenzaba a hacer brotar de nuevo la vida. Sus últimos
meses habían transcurrido a mi lado, pues cuando la atacó la
enfermedad y no se pudo valer por sí misma, no me quedó más
remedio que llevarla conmigo para poder atenderla como era debido. Y
digo que no me quedó más remedio porque mi madre y yo nunca nos
llevamos bien. Recién cumplidos los veinte años, harta de nuestros
continuos enfrentamientos, hice las maletas y me marché bien lejos,
a la capital, donde el bullicio y las prisas me permitieran olvidar
el pueblo y toda mi existencia anterior, incluida a ella, a mi propia
madre. Siempre fui consciente, sin embargo, de que una de las causas
de mi inquina hacia ella fue el resentimiento que me horadó el
corazón por no permitir que me despidiera de mi padre.
Aquel verano, el verano de mis doce años, fue el último que pasé
con papá. Y fue especial, tan especial que no pasó un día de mi
vida sin que asomara a mi mente el recuerdo de aquellas semanas. Mi
padre nunca fue muy cariñoso. Era un hombre rudo, tosco, un hombre
de campo que llegaba por las noches a casa oliendo a tierra y a
hierba seca, cansado del trabajo y sin muchas ganas de cuentos.
Cenaba lo que mamá le ponía en la mesa y se sentaba un rato a ver
la tele, aunque la mayoría de las veces acababa durmiéndose en el
sofá y cuando despertaba se marchaba a la cama refunfuñando. Así
era su vida un día tras otro.
Un día de aquel verano, papá me preguntó si quería acompañarle a
pescar al río. Él iba con frecuencia, pero jamás me había
invitado, así que, gratamente sorprendida y sin saber a ciencia
cierta si sería muy de mi agrado el tema de la pesca, le dije que
sí. Me enseñó a poner el cebo en el anzuelo, a lanzar el hilo de
seda que surcaba el aire con un silbido tenue que me recordó al
viento, a desprender de la caña las truchas que se agitaban
inútilmente en un vano intento por esquivar la muerte, y cuando
regresamos a casa, al anochecer, juntos cocinamos nuestros tesoros
robados al río. Aquella noche, en la oscuridad de mi cuarto,
observando en el techo las extrañas formas que reflejaba la luz de
la luna, fui consciente por primera vez de que papá, a pesar de su
carácter huraño, me quería. Y yo, a mi vez, le amé mucho más de
lo que ya le había amado hasta entonces.
Aquella sensación de amor paternal se fue haciendo más intensa
durante las semanas siguientes. Mi padre no desaprovechaba instante
alguno para estar conmigo, incluso robando momentos a sus duros
quehaceres en el campo. Juntos cazamos grillos, compramos golosinas
en la tienda de la señora Martina, me llevó a la era montada en la
carretilla e incluso un domingo fuimos al cine, en la ciudad. Fueron
los días más felices de mi vida.
A principios del mes de septiembre, como todos los veranos, me fui a
pasar unos días a casa de mis tíos, que vivían en un pueblo de la
costa, a disfrutar un poco de la playa y de los últimos rayos del
sol. Antes de subir al tren, mi padre me abrazó con fuerza y después
de darme un sonoro beso en la mejilla me dijo:
-Te quiero, lagartija, no lo olvides nunca.
Fue la primera vez y la última que me declaró su cariño. Cuando
regresé de mis vacaciones papá no estaba en casa, ni en el campo,
ni siquiera estaba ya en la vida. Papá se había muerto de un
infarto fulminante. Cuando escuché a mi madre darme la noticia solté
un grito desgarrador y llorando desconsoladamente le reproché el no
haberme avisado. Me dijo que no quería hacerme sufrir, como si no
fuera sufrimiento regresar al hogar y enterarme de que mi padre
estaba bajo tierra y que jamás podría disfrutar de nuevo de su
compañía. La odié por ello y ese odio me acompañó toda mi vida.
Hoy sé que de manera injusta.
Con la muerte de mi madre, el arreglo de papeleos me llevó a
regresar al pueblo a buscar una partida de defunción de mi padre,
mas para mi sorpresa, en el registro civil me comunicaron que allí
no constaba defunción alguna a nombre de Constantino González.
Supuse que tenía que ser un error así que, una vez en nuestra casa
de antaño, me puse a revolver todo papel que encontré a ver si, de
casualidad, mamá había guardado algo relacionado con el deceso, por
lo menos una esquela, pero mi búsqueda no dio fruto alguno. Durante
unos días le di vueltas una y otra vez al problema que se me
presentaba hasta que algo en mi interior me dijo que tal vez mi padre
no se hubiese muerto, al fin y al cabo yo jamás había visto el
cadáver.
Supe que la única que podía disipar mis dudas era mi tía Virtudes,
la que vivía en la costa y a ella acudí dispuesta a descubrir lo
que fuera, incluso una verdad cuya cada vez más tangible posibilidad
me daba miedo. No hizo falta insistir mucho para que mi tía
hablara. Hacía ya tantos años que había ocurrido todo que ya no
tenía sentido guardar el secreto.
-Es verdad, tu padre no murió, se enamoró de otra mujer y os
abandonó a tu madre y a ti. Aquellas semanas que vivió intensamente
a tu lado, de las que tú tanto hablas todavía y mantienes vívidas
en tu memoria, sólo fueron el preludio de su despedida silenciosa.
Él ya le había dicho a tu madre que se iba, que se iba muy lejos
con aquella mujer y que no volvería jamás. Le rogó que le
permitiera pasar contigo aquellos días y ella, haciendo un esfuerzo
sobrehumano, accedió, al fin y al cabo tú también eras su hija,
aunque desde luego él no se merecía tal deferencia. Luego, cuando
finalmente se marchó, tu madre nos hizo prometer a todos que jamás
te contaríamos la verdad. Sabía que le querías ciegamente, y que
seguramente, a la larga, te dolería menos su muerte que sentirte
abandonada. Él vive en Francia y allí tiene otra familia.
Salí de aquella casa con el corazón oprimido por la angustia. En
apenas unos segundos mis ojos se habían abierto a una realidad
cruel. Los días de ensueño al lado de mi padre habían sido sólo
una quimera absurda, una ilusión ciega que me había llevado a
despreciar a quien con mucho esfuerzo había conseguido lanzarme a la
vida. Pero ya era tarde para pedir perdón. Seguirá siendo tarde
para siempre.
martes, 17 de marzo de 2015
SILENCIOSA DESPEDIDA
EL
La
vi hacer las maletas a través de la ventana de su habitación,
escondido yo entre las azaleas que adornan su jardín, como si fuera
un cazador esperando su presa. No lo pude evitar, me sentía, me
siento, demasiado atraído por ella como para estar cerca y no
prestarle atención
La
noche anterior habíamos acudido a una cena familiar y la ignoré
deliberadamente, ni una mirada, ni una sonrisa, apenas dos palabras
cuando nos retiramos. Permaneció sentada en su esquina, mirando con
expresión ausente a aquellos que la rodeaban y se divertían, en
medio de una algarabía que parecía no ir con ella. Ardía yo en
deseos de ir a su lado, de sacarla a bailar, de rodear con mis brazos
su cuerpo para que me trasmitiera aquella calidez que parecía emanar
de su piel canela y llamarme con desesperado frenesí. Tal vez por
ello fue que tuve que ignorarla. Temía que al prestarle la más
mínima atención, mis gestos me delataran y todos se dieran cuenta
del deseo que me consume cuando estamos cerca.
Todo comenzó unos días atrás, o tal vez unos meses atrás, quizás
incluso en el momento exacto en que nos conocimos, el cual se pierde
en mi memoria amontonado entre los recuerdos de la infancia. La vi
apoyada en la columna del porche, al fresco de la noche, sola. Los
niños dormían y el marido se había tenido que marchar por motivos
de trabajo. Me acerqué a ella y cuando me vio me sonrió. Me invitó
a un café o a una cerveza que rechacé. No debía entretenerme
mucho, mi mujer me esperaba en casa, pero aquella oportunidad no
podía perderla.....estaba sola.
En mitad de una conversación trivial, aprovechando un silencio, me
acerqué a ella y rodeando su cintura con mis brazos la atraje hacia
mi y me atreví a besarla. No opuso resistencia, al contrario, sus
labios se entreabrieron y dejaron que mi lengua explorara su boca,
agitando su respiración. Cuando nos separamos me sonrió y me miró
con ojos pícaros. No dijo nada, yo tampoco. Volví a besarla y
deslicé mi mano a través de la fina tela de la camiseta que vestía,
acariciando sus pechos y arrancándole un leve gemido. El sonido de
mi móvil rompió el hechizo. Mi mujer se preocupaba por mi tardanza.
-Vete – me dijo – te está esperando impaciente.
Me hubiera gustado suplicarle, rogarle que me dejara dormir a su lado
esa noche, pero sólo fui capa de sugerirle que me acompañara hasta
el coche. Lo hizo y al lado del portal volvimos a besarnos. Luego me
fui y ella me acompañó ocupando todo mi cerebro, todo mi corazón,
cada centímetro de mi piel que se erizaba con sólo imaginarla.
Esta tarde la dejé marchar sin siquiera despedirme. La vi meter las
maletas en el coche y emprender el viaje al lado de sus hijos, al
encuentro con su marido, con otra vida en la que yo no pinto nada. Sé
que volverá pronto, sé que volveré a besarla y me corresponderá y
también sé que probablemente no ocurrirá nada más entre nosotros.
Somos demasiado cobardes o tal vez demasiado cuerdos y yo no puedo
hacer otra cosa que desearla en silencio, así, de la misma manera
que la he dejado marchar.
ELLA.
Le he visto como me observaba entre las azaleas, pero he fingido no
darme cuenta de su presencia. Tengo la cabeza hecha un lío, sumida
en una lucha encarnizada entre la pasión que me provoca su sola
presencia y la lógica aplastante de nuestras vidas. Me digo una y
otra vez que nada es posible entre nosotros. Lo conozco desde que
era un niño y casi un niño sigue siendo a mis ojos de mujer madura.
No puedo permitir que se derrumben su matrimonio ni el mío, y sin
embargo sacude mis sentidos en una atracción de deseos inconfesables
No sé por qué no me sorprendieron sus besos de aquella noche. No
puedo decir que los esperara, pero tampoco me parecieron extraños.
Me gustó sentir sus labios sobre los míos, su lengua que se abría
paso en mi boca, el batir de las alas de las mariposas en mi
estómago.... Me gustó darme cuenta de que todavía soy capaz de
levantar pasiones, de hacer tejer sueños prohibidos en la mente de
aquél que no debe soñar conmigo. La inconsciencia del momento casi
me lleva a pedirle que ocupara el hueco vacío que aquella noche
habría en mi cama, pero pudo más el miedo a que aceptara que la
ilusión de un encuentro furtivo a la luz de una luna descarada que
se adivinaba cómplice de nuestra locura.
Hace unos días, durante una cena familiar, me ignoró por completo.
Ni una vez sentí sus ojos sobre mí, ni una palabra susurrada a
escondidas... Confieso que me sentí un poco desilusionada, me
hubiera gustado disfrutar de nuevo de un encuentro clandestino, pero
es demasiado peligroso. No quiero imaginar el revuelo que se podría
armar en la familia si se descubriera que hay algo entre nosotros.
Yo, la madre y esposa amantísima y él, el hermano pequeño de mi
marido, recién casado y aparentemente feliz. Acaso la felicidad en
estos casos no deja de ser la apariencia necesaria que esconde el
submundo real en el que casi todos viven pero nadie conoce... qué sé
yo. Creo que, pensándolo bien, lo nuestro es simplemente
consecuencia inevitable de la conjunción de dos factores, la desidia
que acompaña la rutina y la curiosidad que provoca lo nuevo.
Sé
que esta tarde me vio partir sin atreverse a despedirse de mi. No
importa. Dentro de nada volveré y él seguirá estando ahí. Desearé
estar a su lado, provocaré su caricia furtiva, sus besos a
escondidas y no ocurrirá nada más, aunque él lo desee, aunque lo
desee yo, continuaremos siendo demasiado cobardes o demasiado cuerdos
y no nos quedará otra opción que seguir deseándonos en silencio,
así, de la misa manera que hoy me ha dejado marchar.
lunes, 16 de marzo de 2015
VIAJE SIN FINAL
Tengo la seguridad de que
todo va a cambiar, pero con este ruido no consigo oír ni mis
pensamientos. Llevo dos horas parada en esta autopista y tan sólo
consigo pensar en los ojos azules del conductor, al que espero volver
a ver pronto cuando por fin pueda bajarme de este maldito trasto. El
bus comienza a moverse un poco, pero lo hace tan lentamente que me
pone nerviosa, muy nerviosa, aunque no hay motivo para ello, no tengo
prisa en llegar a mi destino, nadie me espera, ni siquiera sé con
seguridad cuál es mi destino, puede que me apee al final del
trayecto, o que decida quedarme en la primera parada. El caso es
escapar del infierno en que se ha convertido mi vida, ya no soporto
más sus golpes, sus desplantes, sus miserias. Necesito cambiar,
olvidar, sentir que valgo mucho más de lo que él me dice y no he
visto más salida que alejarme
El ruido de la
música se me hace insoportable por momentos. Me levanto y le pido al
conductor que baje un poco el volumen, me mira un segundo y me dejo
envolver de nuevo en la absurda ilusión que me provoca el azul de
sus ojos, pero él lo ignora y sin mediar palabra hace lo que le
pido. Es guapo, realmente guapo y su cara me suena, sé que lo he
visto en algún lugar pero no consigo recordar dónde, tampoco
importa demasiado, en realidad nada importa salvo escapar.
El bus sigue
avanzando lentamente, miro el reloj y me doy cuenta de que ya
deberíamos haber llegado al final del viaje y sin embargo todavía
no ha hecho la primera parada. Esto es desesperante. No consigo
apartar de mi mente la posibilidad de que mi marido me persiga y me
de alcance si este trasto continúa parado mucho tiempo más.
Por fin rebasamos el
obstáculo que impedía nuestra marcha, un accidente brutal. Los
bomberos están intentando rescatar a alguien del interior de unos
coches. Vuelvo la cabeza hacia el otro lado, ya me es suficiente con
soportar mi propia tragedia, pero las luces de las ambulancias
parecen decirme que no, que no puedo evadirme de la realidad, que
está ahí fuera, tan cerca que sólo me separa de ella el fino
cristal de la ventanilla. Son muy puñeteras las luces de las
ambulancias, también las sirenas, ambas desgraciadas y asiduas
compañeras en estos últimos meses, compañeras mías y compañeras
también de los golpes que desfiguraban mi rostro y ajaban mi menudo
cuerpo.
Recorremos unos
cuantos kilómetros a velocidad normal. De pronto el autobús se
desvía a la derecha, entramos en una pequeña ciudad y aparca en una
gris y lúgubre estación.
-Haremos una
parada de media hora – dice el conductor a voz en grito –si
quieren pueden aprovechar para comer algo, ir a los baños o estirar
las piernas.
La gente
comienza a levantarse y a bajar del bus. Yo me mantengo acomodada en
mi asiento hasta que queda vacío. Dudo qué hacer pero finalmente
opto por bajarme también e ir a la cafetería a tomar algo caliente.
Es una estancia oscura y sucia que invita más bien poco a permanecer
allí mucho tiempo, pero no hay otra cosa. Me siento en un rincón
apartado, pero de pronto me doy cuenta de que el conductor está
sentado en la barra, revolviendo con parsimonia y un café y me
acerco a él.
-Hola – le digo
–¿Por casualidad no serás de Cuenca? Es que me parece haberte
visto por la ciudad, haciendo fotos, como si fueras reportero o algo
así.
El muchacho me
mira como si fuera estúpida y me responde igualmente como si se
estuviera dirigiendo a una estúpida:
-¿Te crees que
si fuera reportero iba a estar conduciendo un bus?
-Bueno... ya. En
realidad lo de ser reportero ha sido una apreciación mía, bien
podía ser que sólo estuvieras haciendo fotos por afición.
-Pues no, no era
yo, la fotografía no está entre mis hobbies.
Parece que no
tiene muchas ganas de hablar así que me vuelvo a mi esquina, me tomo
mi café mientras observo sus movimientos y cuando termino me vuelvo
al bus.
Es de noche y hace
frío. Me acurruco en mi asiento y me tapo con mi cazadora forrada de
borreguillo. Cierro los ojos e intento dormirme pero no lo consigo.
Entonces entra el conductor y se dirige a mi asiento, se sienta a mi
lado y me habla.
-Oye tía siento
haberte contestado como lo hice en la cafetería. Hoy no es un buen
día.
Me mira mientras me
habla y pienso una vez más que es muy guapo y que no estaría mal
acostarse con él. A lo mejor es tierno, cariñoso y puede incluso
que ponga empeño en que el asunto nos guste a los dos.
-No te preocupes –
le contesto mientras intento apartar de mi cabeza tan perversos
pensamientos- Yo tampoco estoy en mi mejor momento.
-Vivo en
Cuenca, si quieres, cuando vuelvas, podemos quedar un día y tomarnos
un café.
-No voy a
volver a Cuenca nunca más – le digo – mi marido me maltrata y
tengo que escapar lejos, lo más lejos posible, dónde él no pueda
encontrarme nunca. Pero sí que me gustaría verte de nuevo, y me
gustaría también hacer el amor contigo y sentir unas manos que me
acarician... hace tanto tiempo que no las siento....
La puerta de la
habitación se abrió de repente y Celia escondió debajo de la mesa
el papel con la historia que estaba escribiendo, pero cuando vio que
era él, sonrió y se lo tendió.
-Hola Celia ¿cómo
estás? ¿Escribiendo otra vez? Muy bien, así me gusta. Escribes muy
bien, me encantan tus cuentos. ¿Sabes que los tengo todos guardados
en una carpeta?
Celia no
contestaba, nunca lo hacía, simplemente esbozaba una tímida sonrisa
y se ponía a escribir de nuevo, mientras su marido, sabedor de sus
males y de sus secretos, le acariciaba el pelo y con gesto cansino se
sentaba a su lado y leía aquel relato que era siempre el mismo.
Luego lo doblaba con cuidado y lo guardaba en su carpeta azul,
mientras recordaba una vez más el tiempo en el que la vida les
sonreía y Celia y él eran una pareja feliz.
Aquella noche,
hacía ya muchos años, Celia había tomado un autobús para visitar
a una amiga que necesitaba su ayuda, una mujer a la que su marido
maltrataba y estaba en el hospital víctima de una brutal paliza,
pero nunca llegó a su destino, un fatal accidente se cruzó en su
camino y dejó su vida pendiente de un hilo. Cuando volvió en sí
una parte de su mente se había quedado en algún lugar desconocido e
inaccesible y jamás regresó. Desde entonces su limitada existencia
consistía en pasar las horas delante de su escritorio escribiendo
siempre la misma historia, increíblemente lúcida, increíblemente
real, pero fruto de su imaginación enferma.
Jonás se inclinó
y besó a su mujer en la mejilla. Ella cesó por un instante en su
incansable labor escritora y le miró. Se quedó, una vez más,
prendada de aquellos ojos azules y pensó, una vez más, que había
tenido mucha suerte. El conductor del autobús se había quedado a su
lado.
domingo, 15 de marzo de 2015
EL OTRO AMOR
-¿Me alcanzas un vaso de agua, por favor?
Mara abandonó por unos segundos su bordado, se levantó, se dirigió
a la cocina y al poco rato regresó al salón con el vaso de agua que
le había pedido su marido. Se lo acercó con una sonrisa y,
sentándose de nuevo en el mullido sofá de piel marrón, continuó
con su labor, mientras él se entretenía pintando un cuadro que
probablemente no terminaría nunca y la televisión mostraba imágenes
y emitía sonidos a los que ni uno ni otro prestaban atención. No
era más que una forma de paliar los incómodos silencios que se
asentaban entre ambos cuando estaban juntos, pero solos, casi todas
las tardes de casi todos lo días de su vida.
Mara era consciente de que el amor habían abandonado su casa y su
lecho hacía ya mucho tiempo, lo fue desde el instante en que supo
que ya era hora e cambiar de vida y decidió marcharse con la maleta
vacía, sin llevarse ni siquiera los recuerdos de una etapa que, a
pesar de todo, tuvo sus buenos momentos. Pero entonces llegó aquel
accidente inesperado y todo cambió, todo tuvo que cambiar, no hubo
más remedio. Rafa, el amor de su vida, aquél por el que había
renunciado a tanto y por quién lo había dado todo, aquel a quién
quería pero había dejado de amar asediada por la rutina y el
desencanto, aquel al que estaba a punto de decir adiós, se había
quedado, de pronto, atado a una silla de ruedas y a unos dolores que
sólo a veces daban tregua. Ya no podía dejarlo, no podía marcharse
y echarlo de su vida como si tal cosa, no podía. Se resignó a vivir
una vida que no le pertenecía, a sonreír cuando deseaba llorar, a
mirar un futuro que no existía, se resignó a morir un poquito cada
día al lado de un hombre al que no amaba, pero que la necesitaba, y
eso era lo único que importaba. Daba igual si ya no había besos, si
su cuerpo ya no vibraba con unas caricias que antaño lo despertaban
al tiempo que el sol se colaba por la ventana, daba lo mismo si el
mundo de los sentidos había dejado de existir; él precisaba de sus
cuidados y su compañía, y eso estaba por encima de todo.
Mara no puede precisar en qué momento de su ingrata existencia llegó
el otro amor trayendo de nuevo ilusión a su vida. Conocía a Luca
desde hacía tiempo. Era el muchacho que se ocupaba del mantenimiento
del sistema informático de la tienda en la que trabajaba. Pasaba por
allí al menos una vez por semana, y cuando la veía la saludaba, le
sonreía, la miraba con aquellos ojos negros y profundos y le decía
dos o tres cumplidos, “hoy te has cortado el pelo”, “te queda
muy bien ese vestido” “qué guapa estás esta mañana”,
arrastrando las palabras con aquel leve acento italiano que a Mara
tanto le gustaba escuchar. Siempre había pensado que los italianos
hablaban música y Luca no era diferente.
Un día la invitó a tomar un café y Mara aceptó. Fue un encuentro
extraño. La muchacha, tímida de por si, no sabía qué decir, y se
limitaba a escuchar lo que Luca le contaba sobre su Italia natal,
sobre los campos verdes de la Toscana, aquel lugar que se dibujaba
tranquilo y casi enigmático en la imaginación de la mujer. Mara a
veces preguntaba, Luca siempre respondía y sonreía, y aquella
sonrisa de dientes blanquísimos iluminaba sin intención las tristes
horas que la chica pasaba trabajando en aquella tienda gris y
anodina.
Después de aquel café vino otro, y otro, y otro más, y muchos más,
y un día Mara se vio haciendo confidencias ante quien se estaba
convirtiendo en un amigo necesario. Y las confesiones de una vida
insatisfecha se hicieron mutuas. Luca no era feliz con su mujer y
soportaba las cenizas de una unión que agonizaba porque no quería
perderse la infancia de su hija. Mara no era feliz, y soportaba el
abandono de un matrimonio fenecido porque nunca sería capaz de
echar más dolor sobre el dolor de alguien a quien una día había
amado tanto. Ninguno de los dos se cuestionaba si valía la pena el
sacrificio porque no era cuestionable. Su vida tenía que ser así,
no había más. Se conformaban con los minutos que pasaban juntos un
día a la semana, descubriéndose, destapándose y, de regreso a
casa, soñando el uno con el otro en un baile de ilusiones, de
anhelos, de esperanzas.
Mara se enamoró de Luca y Luca se enamoró de Mara. Ninguno de los
dos lo pudo evitar, porque nadie manda en los sentimientos y éstos a
menudo brotan en el momento menos adecuado. Y en el mismo instante en
que ese amor surgió, ambos renunciaron a él y guardaron el secreto
en su corazón cansado.
Todavía siguen reuniéndose una vez a la semana para tomarse un
café. Se hablan, se sonríen y a veces se dicen cosas que les da
miedo decir, “te echo de menos”, “quedemos para cenar un día”,
“¿a dónde me llevarás?” “a un hotel”, y ambos ríen a
carcajadas, como dos chiquillos, sabiendo que aquellas palabras que
se dicen juegan a no ser la verdad que son, el deseo que son, la
realidad que nunca llegarán a ser. O tal vez sí...
sábado, 14 de marzo de 2015
HOTEL VILLA PARAÍSO
Hacía tiempo que no venía por la ciudad, y sin embargo esta tarde,
cuando de nuevo entré en el pequeño hotel, fue como sentirme de
nuevo en mi casa. Lo descubrí un día por casualidad. Me gustó su
fachada caleada en un blanco inmaculado, sus ventanas perfectamente
cuadriculadas arropadas por graciosas cortinas de encaje, su
pintoresco nombre grabado discretamente en una placa metálica
colocada sobre la puerta de entrada, su ambiente cálido y
acogedor... y sobre todo me gusta Sebastián, uno de sus
recepcionistas, un morenazo joven, mucho más joven que yo, con unos
enormes ojos negros y un cuerpo que se adivina de escándalo debajo
del elegante y sobrio traje oscuro que viste como uniforme. Todo un
placer para la VISTA.
Me alegró encontrarlo detrás del mostrador de recepción y después
de actuar con la mayor discreción del mundo, casi como si nunca nos
hubiéramos visto, nos sonreímos imperceptiblemente mientras yo
comenzaba a subir las escaleras que me conducirían a mi habitación.
Una vez allí no me entretuve ni en deshacer mi pequeña maleta.
Estaba cansada y me tiré en la cama con la intención de echar una
pequeña siesta antes de bajar a cenar. Pero entonces comenzó la
fiesta.
Los sonidos procedían de la habitación de al lado. Se ESCUCHABAN
claramente, tanto que casi parecía que la pared que nos separaba era
de papel. Aquella mujer se deshacía en suspiros y pedía más con
voz casi desgarradora. Mis intenciones de descansar se disiparon por
arte de magia. Era mucho más interesante lo que ocurría en aquel
cuarto que, junto con mi imaginación calenturienta, estaban
despertando mis bajos instintos sin que yo pudiera, ni quisiera,
hacer nada por aplacarlos. Me vi retozando en aquella cama con
Sebastián, sintiendo el TACTO de sus dedos recorriendo cada
centímetro de mi piel, su boca de labios gruesos y lascivos
SABOREANDO el fruto jugoso de mi intimidad. Ya una vez había estado
a punto de ocurrir, durante mi última estancia en el hotel, cuando
el muchacho me subió la cena al cuarto y paseó su mirada por mi
cuerpo recién salido de la ducha, envuelto en una suave toalla de
algodón blanco. Supe que sólo sería necesario un mínimo gesto por
mi parte para que tanto uno como otro nos decidiéramos a dar rienda
suelta a la pasión contenida. Pero en el último instante, no sé
bien por qué, me contuve y me comporté como una buena chica.
Después de arrepentí. Es tan aburrido ser siempre buena....
Así que esta tarde me dije que de buena nada. En esta vida hay que
disfrutar los momentos que se presentan de la forma en que se
presenten, y si a mí se me ponía en bandeja echar un polvo,
disculpen la expresión, con un treintañero guapísimo con un cuerpo
más que sugerente... pues qué quieren que les diga, que no me dio
la gana de desperdiciar la ocasión.
Tomé el teléfono y llamé a recepción. A pesar de que sólo había
escuchado su voz en tres o cuatro ocasiones, la reconocí en seguida.
Le pedí que me subiera a la habitación una jarra de agua con mucho
hielo y no pasaron ni tres minutos cuando sonaron unos golpecitos
suaves en la puerta. Cuando la abrí allí estaba él, sosteniendo la
jarra de agua y mirándome con aquellos ojos negros como el carbón.
Le hice pasar y no le di tiempo a nada. Le saqué la jarra de las
manos y de inmediato le abracé y le besé en el cuello. OLER su
perfume con esencia a madera acabó de excitarme y de un empujón lo
tiré en la cama. La expresión de sorpresa en su cara le duró
apenas unos segundos, luego se relajó y se dejó hacer... como a mí
me gusta.
No voy a entrar en detalles, no creo que sea necesario, únicamente
decir que nuestra sesión sexual se prolongo hasta bien entrada la
noche y fue plenamente satisfactoria, yo diría incluso que
agotadora. Convertimos este cuarto de hotel en lo que su nombre
indica, un paraíso, sexual, por supuesto. Ahora voy llamar a mi
marido para decirle que he llegado bien y desearle buenas noches y
después debo descansar. Mañana tengo trabajo.
Por cierto, no me he presentado, me llamo Virtudes González, soy
teóloga y mañana doy una conferencia en el Paraninfo de la
Universidad sobre la castidad de las santas mujeres durante la Edad
Media. Ya sé lo que están pensando pero qué le vamos a hacer. Yo
soy así, todo pasión. Y la vida, no lo duden, está plagada de
contradicciones.
miércoles, 11 de marzo de 2015
DE VIAJE CON MARÍA
La señora Enedina
estaba encantada con sus nuevos vecinos. Era una pareja de
jovencitos, recién casados, o eso era lo que ella pensaba, un poco
descuidados en el vestir y tal vez en el aseo personal, pues subir
detrás de ellos en el ascensor a veces era una verdadera tortura,
pero atentos y agradables al trato.
La chica, Marta,
según le había contado a la señora Enedina, era una forofa de la
repostería. Le gustaba preparar toda clase de dulces y bizcochos,
que después vendía por las casas para sacarse una pelillas extra,
pues su sueldo como empleada de un supermercado no daba para muchas
estridencias.
-Hay que pagar la
hipoteca y las facturas – solía decir cuando sacaban a relucir el
tema – y si no hay dinero es la HECATOMBE completa, y como la
repostería se me da bien... ya verá doña Enedina, un día de estos
le voy a hacer un bizcocho de naranja que está para chuparse los
dedos.
Así fue que una
tarde, la joven cumplió su promesa y se presentó en casa de la
buena mujer con el susodicho pastel, que tenía una pinta bárbara.
-Déjelo enfriar –
le dijo a la vieja – que lo acabo de sacar del horno y caliente le
puede sentar mal.
Pero Enedina era muy
golosa y tal y como posó el bizcocho en la mesa de la cocina se
comió el primer trozo, y el segundo y el tercero también y así fue
cayendo el dulce entero, acompañado de una copita de anís peleón,
del que compraba en la tienda de la señora Marcela, que era una
usurera de cuidado y donde tenía que vender un litro vendía tres
cuartos, pero eso ahora carece de importancia para la historia que
nos ocupa. El caso es que la señora Enedina se zampó el bizcocho y
se bebió un cuartillo de anís y se sintió muy bien, mejor que lo
que se había sentido nunca.
Estaba esperando a
su nieto Andrés, que iría a su casa directamente al salir del
colegio, y más tarde pasaría a buscarlo su madre, a la postre nuera
de Enedina, con la que no se llevaba demasiado bien porque desde que
se había casado con su hijo éste había perdido muchos kilos, señal
inequívoca de que no lo alimentaba como era debido.
Cuando el pequeño
Andrés llamó al timbre su abuela acudió a abrirle la puerta presa
de una euforia inexplicable y lo recibió entre risas estúpidas,
conminándole a entrar y a ponerse a hacer los deberes en la mesa del
salón mientras ella veía el programa de variedades que echaban en
la tele. En aquel preciso instante estaban entrevistando a un
político acusado de PEDERASTA, palabra que la vieja no entendió
pero que le hizo mucha gracia.
-Andresito –
preguntó a su nieto muerta de risa - ¿tú sabes lo que significa
pederasta?
El niño la miró
con ojos asustados y sin contestar se sentó a la mesa de la cocina a
hacer sus tareas.
-¿Y ADLÁTERE?
¿sabes lo que significa? La he leído en el periódico esta mañana,
hablando de un político y sus secuaces. Yo creo que se refería a
que el hombre era un ladrón de cuidado. ¿Tú qué opinas Andresito?
-No sé. Tengo que
hacer los deberes.
-Tienes razón,
ponte a hacer tus tareas que yo voy a ver un poco la tele y hacer
macramé, que últimamente me relaja mucho.
La señora Enedina
se sentó delante del aparato de televisión, mas su mente estaba
distraída en un serie de pensamientos cada cual más absurdos que a
ella le parecían lógica pura y que le producían una sensación de
bienestar desconocida.
“Yo creo que mi
joven vecina debería tener un hijo pronto. Tengo que decírselo en
cuanto la vea, los hijos es mejor tenerlos cuando se es joven. Claro
que, bien pensado, la muchacha no tiene apenas tetas, no sé como va
a alimentar a la criatura así que voy a tener que actuar yo de
NODRIZA, que para eso tengo unos buenos cántaros, como decía mi
difunto Eustaquio” Y ante semejante absurdo pensamiento se echó a
reír a carcajadas de forma tal que asustó a su nieto, el cual
comenzaba a pensar, no sin razón, que a su abuela le faltaba un
tornillo.
“Y otra cosa que
tengo que hacer sin falta es comentarle a la enfermera del centro de
salud este color morado que tengo en el pie izquierdo, supongo que
será de las varices, pero no vaya a ser que me entre la GANGRENA y
me quede sin pié, que había de dar gusto verme coja, apoyada en una
muleta, y lo peor es que no podría bailar la conga el sábado en el
centro de mayores. Con las ganas que le tengo a Don Francisco, con
ese bailaba yo la conga y alguna otra cosa más.”
-Andresito ¿conoces
a Don Francisco, hijo? - preguntó a su nieto sin ton ni son
El niño levantó
la cabeza de sus tareas y la sacudió en sentido negativo.
-Pues está muy
curioso ¿sabes? Incluso puede que me case con él, así será tu
abuelo ¿no te hace ilusión?
Andrés, que era un
niño, pero que no tenía un pelo de tonto, comenzó a preocuparse
seriamente por la salud mental de su abuela. No era normal que una
mujer como ella, siempre seria y comedida, incluso a veces demasiado,
se comportara con la ligereza con la que lo estaba haciendo.
Andresito se preguntaba que INFAUSTO motivo tendría para hacer lo
que hacía, igual hasta había una explicación lógica, pero por si
acaso decidió avisar a su madre. Aprovechó el momento en el que su
abuela fue a su cuarto, a buscar la foto de Don Francisco que estaba
empeñada en enseñarle y llamó a su mamá por teléfono.
-Mamá, por favor,
ven pronto que la abuela está muy rara.
Así fue que Laura,
la mamá de Andrés, a la postre nuera de la señora Enedina,
suspendió la importante reunión de trabajo en la que estaba inmersa
y se presentó rauda en casa de su suegra, pudiendo así comprobar
con sus propios ojos que la preocupación de su hijo no era sin
fundamento. Su suegra la recibió entre besos y abrazos exagerados,
como si hubiesen pasado años desde la última vez que se habían
visto, aunque habían estado juntas el día anterior.
-¿Enedina está
usted bien?
-Siiii, creo que
jamás he estado mejor en mi vida. Mira, mira la foto de Don
Francisco. Este sábado he quedado con él para echar unos bailes. Es
muy guapo ¿verdad? Es posible que acabemos casándonos y todo....
Definitivamente
aquella mujer no estaba en sus cabales. Antes de tomar decisión
alguna Laura pensó que sería mejor preguntarle a Marta, la nueva
vecina, si había notado algo extraño en su suegra. Sabía que ambas
mujeres se llevaban muy bien así que tal vez la muchacha pudiera
darle alguna pista. Y se la dio, vaya que si. En cuanto abrió la
puerta y vio a Laura en el umbral la hizo pasar y ni siquiera hizo
falta que abriera la boca.
-Supongo que vienes
a preguntarme por tu suegra. Lo siento tía, yo he tenido la culpa de
todo. Verás, esta tarde he hecho dos bizcochos y le regalé uno a
ella, pero le di el equivocado, en el nuestro había puesto un poco
de maría, está noche vienen unos amigos y queríamos sorprenderlos.
No somos drogadictos eh, no vayas a pensar cosas raras, pero de vez
en cuando... no te imaginas lo bien que se pasa.
-Claro que me lo
imagino. Mi suegra está desvariando y riendo como una estúpida, sin
contar como los efectos que pueda tener en su salud, es una mujer
mayor.
Laura estaba muy
enfadada y en aquellos momentos le hubiera gustado estrangular con
sus propias manos a la muchachita menuda y de apariencia dulce que
tenía en frente.
-No te enfades
mujer, si colocarse con un poco de maría de vez en cuando no es
perjudicial, al contrario, estoy segura de que a tu suegra se le ha
pasado el dolor del reuma. He hecho otro bizcocho ¿quieres probar?
Por un segundo Laura
estuvo a punto de materializar su deseo de asesinar a aquella
impresentable, pero se lo pensó mejor, mucho mejor. Había tenido un
día horrible, habían anulado unos pedidos y su jefe le había
echado una bronca monumental culpándola a ella, para colmo le había
llegado el borrador de Hacienda y tenía que pagar mil doscientos
euros por eso de que había tenido dos pagadores, ni que semejante
circunstancia la convirtiera en millonaria. Pensándolo bien, a lo
mejor el bizcocho le ayudaba a olvidar.
-Venga, dame la
prueba.
domingo, 8 de marzo de 2015
BUSCANDO MI LUGAR
La mayoría de la
gente se piensa que los personajes de los cuadros somos seres inertes
que no sienten ni padecen. Nada más lejos de la realidad. Desde el
mismo momento en que el pincel comienza a embadurnar el lienzo, el
pintor no sólo crea una figura, también le insufla un alma, ese
ente de origen incomprensible del que el género humano se cree único
propietario. Y nosotros, las figuras pictóricas, les dejamos que se
lo crean por no armar un escándalo. En realidad no sería muy
agradable encontrarse con el toro del Guernica pastando por ahí, con
lo feo y deforme que es, o a alguno de los bufones de Velázquez
dándose un garbeo por la Puerta del Sol, por poner algún lugar de
ejemplo, o al fusilado del dos de mayo con su cara de susto tomándose
un café por las Ramblas. Somos conscientes de nuestras limitaciones,
así que la mayoría de nosotros optamos por estarnos quietecitos por
toda la eternidad en el lugar que la azarosa mano del pintor nos ha
asignado
Pero de vez en
cuando surge algún alma inquieta, y esa ha sido la mía. Me pintó
un muchacho holandés de nombre impronunciable, conocido por todos
como El Bosco, y me colocó en un prado verde, de la mano de Dios el
creador y al lado de un Adán con cara de bobo, rodeada de animales
exóticos, y cerca de un gato comiéndose un ratón cuya visión de
daba bastante repelús. Mi propio aspecto nunca me hizo demasiada
gracia, pues me pintó una melena larga hasta los pies que en verano
me daba un calor exagerado, sin contar con que mi rostro no era
precisamente bonito. Para colmo de males estaba desnuda, y la mayoría
de los personajes del cuadro también, algunos en actitudes bastante
obscenas, incluso había un hombre al que le salía del culo un
precioso ramillete de flores, que ya me dirán ustedes a qué viene
semejante escenita. Y no digamos ya la última parte del cuadro, que
al parecer refleja los infiernos, allí proliferan los objetos
introducidos por los traseros de los caballeros que da gusto, y
aquella especie de pajarraco tragándose un hombre... en fin, que
todo lo que me rodeaba me era bastante desagradable. Lo único que me
fascinaba era el magnífico lago en el cual muchos de mis compañeros
se refrescaban y se lo pasaban en grande, algo que a mi siempre me
fue negado, pues mi sitio, como madre de la humanidad, era estar
allí, en el medio del prado, al lado de Dios y de mi Adán con cara
de tonto.
Lo cierto es que me
armé de paciencia y resignación y así me mantuve muchos años,
soportando las miradas de admiración de la gente que pasaba por el
museo y hacía ociosos comentarios resaltando la belleza y
magnificencia de la obra de arte que tenía ante si, con lo que yo no
estaba nada de acuerdo. Además en el fondo siempre creí que
aquellas manifestaciones eran falsan, que aquel conjunto de
incongruencias no podía gustarle a nadie.
Un día mi paciencia
llegó a su fin. Llevaba una temporada acariciando la idea de
buscarme otro cuadro en el que habitar, y lo decidí finalmente una
tarde en la que un mocoso de no más de cinco años le dijo a su
madre: “Mira, mamá, esa señora de la melena larga, qué fea es”
Y su madre observándome con detenimiento repuso: “Si, hijo, es
horrible”. Me ofendió tanto que, como el pequeño no quitaba los
ojos de mi, no pude evitar echarle la lengua, gesto ante el cual
abrió mucho los ojos y corrió a los brazos de su madre llorando a
lágrima viva porque la señora del cuadro le había echado la
lengua. No debía hacerlo, lo sé, pero estaba tan harta que no me
pude resistir.
Lo cierto es que
aquella misma noche mi alma salió del delicioso jardín en en que
había reposado durante varios siglos en busca de alguna otra pintura
en la que me sintiera como yo quería, tranquila, sin visiones
maquiavélicas ni sobresaltos extraños. Lo primero que se me ocurrió
fue hacerme dueña de la Mona Lisa, dentro de ella iba a encontrar el
sosiego que buscaba, aunque sospeché que iba a estar ocupada, como
así fue. En cuanto me planté en el Louvre, delante de tan magna
obra, la muy ladina amplió su enigmática sonrisa y me largó con
viento fresco. “De aquí no me echa nadie, monina”, me dijo, “por
nada del mundo dejo yo de ser la más admirada”. Así que me tuve
que largar con el rabo entre las piernas.
Ya que estaba allí
me di una vuelta por el museo pero ninguno de los cuadros que estaban
libres me pareció idóneo para pasar el resto de mis días. “La
libertad guiando al pueblo” estaba libre, pero no me extraña,
tanta guerra, tanta batalla, y encima enseñando las tetas...
descartada; también me pasé por “La Virgen de las Rocas”, la
primera gran pintura de Leonardo da Vinci y estuve un rato
contemplándola, pensando si hacerme con semejante personaje, pero me
lo pensé mejor; está rodeada de niños, y los niños acaban siempre
dando jaleo, ya lo dice el refrán, quien con niños se acuesta meado
se levanta.
Me volví al Museo
del Prado, y me di un garbeo rápido por las salas. La Maja vestida,
pues la desnuda, ni pensarlo, me parecía muy aburrida. Pasarme el
resto de mis días recostada en un sillón no iba conmigo. Las
Meninas ni soñarlo. Si estando en el Jardín de las delicias me
habían tachado de fea, aquí no quiero ni pensar lo que dirían de
mí, fea y encima deforme. Las Tres Gracias de Rubens parecían estar
pasándoselo muy bien jugando a la rueda como tres estúpidas, y
encima estaban desnudas y les sobraban unos kilos... descartadas.
Decidí marcharme
al museo Reina Sofía, pero una vez allí enseguida me di cuenta de
que dentro de aquellos extraños cuadros no iba a estar a gusto. Ya
casi me iba a dar por vencida y a regresar al Jardín asqueroso del
que había salido, cuando escuché un siseo que parecía llamarme.
Miré a mi alrededor y no vi a nadie, hasta que escuché la voz alta
y clara.
-Soy yo, la que está
asomada a la ventana, de espaldas, como comprenderás no me puedo dar
la vuelta.
Me fijé entonces en
el cuadro que estaba a mi derecha. Era una muchacha asomada a una
ventana, mirando el mar, con un trasero sugerente y una melena morena
recogida de forma descuidada. Me gustaron los tonos azules del
entorno y sobre todo, me encantaron el mar y el cielo que la chica
contemplaba. Cuando vio que había conseguido captar mi atención
siguió hablando.
-¿No estarás
buscando un cuadro en el que meterte, por un casual? - me preguntó.
-Pues si, chica –
le contesté, previendo que la conversación se presentaba
interesante – llevo cinco siglos en el Jardín de las Delicias y ya
estoy un poco harta. Tendrá mucho colorido y mucha variedad de
personajes, no digo que no, pero es un antro de perdición
subrealista que ya me tiene un poco hastiada. Necesito asentarme en
un lugar relajado y tranquilo.
-¡Ay madre! No me
digas que vienes del Jardín ese, llevó tanto tiempo soñando con
formar parte de toda esa pandilla de personajes depravados... porque
entre tantos que sois supongo que de vez en cuando os cambiaréis de
personaje.
-Ni lo sé ni me
importa, pero supongo que si.
-Oye y ¿qué te
parece si me cambias? Tú te quedas en este cuadro y yo me voy al
tuyo. Tengo ganas de darle algo de marcha al cuerpo. Ver el mar y el
cielo de Cadaqués está muy bien, pero en su justa medida.
No me lo pensé ni
un instante. Le di las instrucciones necesarias para llegar a mi
cuadro sin complicaciones y aquí me quedé yo, frente a esta venta,
contemplando un paisaje precioso y siendo elogiada por la mayoría de
la gente. No les quiero ni contar la de caballeros que se quedan
enamorados de mi trasero.
viernes, 6 de marzo de 2015
SÁBADO DE CARNAVAL
SÁBADO DE CARNAVAL
Rosa miraba con
nostalgia el paisaje que se extendía al otro lado de la ventana. Era
temprano y el rocío vestía la hierba de las praderas con miles de
diamantes a los que el sol arrancaba fulgurantes destellos. Se
auguraba un día soleado, el día perfecto para la fiesta, la que
ella también iba a disfrutar, aunque hubiera de hacerlo a
escondidas.
Era sábado de
carnaval. Aquella noche en el pueblo se volvería a celebrar el
“antroido” como muchos años atrás, volverían las máscaras,
las gentes anónimas que jugaban entre ellas a acertar quién era
quién. Rosa recordaba los sábados de carnaval de antes de la
guerra, cuando las calles se llenaban de algarabía, de felicidad, de
sueños... luego la contienda había terminado con todo, también con
la alegría. Decían que habían prohibido el carnaval, que aquello
de andar con las caras tapadas era cosa indecente, que sólo a las
mentes enfermas de pecado les podría atraer semejante atrocidad...
Pero el tiempo había ido transcurriendo y los vetos se habían ido
relajando. Algunos incluso decían que el carnaval nunca se había
ido del todo, que las gentes se las arreglaban para celebrarlo a
escondidas, incluso en los claros del bosque, a la orilla del río,
lejos de miradas censuradoras e indiscretas.
Aquel año, el señor
alcalde había dado permiso para celebrar una pequeña fiesta de
carnaval, con la única condición de que nadie fuera con la cara
tapada del todo. Rosa estaba entusiasmada, pues sabía que allí
estaría Marcos, el hijo del molinero, aquél que había conocido el
día que había acompañado al pueblo a Maruxiña, la hija de los
jornaleros que trabajan las tierras del pazo y que ayudaba a su madre
en las tareas de la casa. Maruxiña había llevado una saca de maíz
a moler y allí estaba Marcos, vaciando los sacos de cereal para que
el molino hiciera su tarea, con aquellos ojos verdes y aquella
sonrisa de fábula que secuestraron el corazón virgen de Rosa. Desde
aquel día no habían dejado de verse a escondidas. Rosa era muy
joven, sólo tenía quince años, y además pertenecía a la nobleza
del pueblo. Era la hija de los señores del pazo, y ellos nunca
permitirían, nunca, que su pequeña se desposara con un simple
molinero. Pero no era momento de pensar en dificultades. Ya se
solventarían cuando llegara el momento.
Rosa tenía
prohibido acudir a la fiesta de carnaval. Su madre le había dicho
que por nada del mundo le permitiría mezclarse entre aquellas gentes
simples y zafias que jamás podrían estar a su altura, y menos en
una fiesta de disfraces, indecente dónde las haya. Ni siquiera sabía
cómo el señor alcalde se había atrevido a permitir semejante
atrocidad.
Ante tal situación,
Rosa acudió a pedir ayuda a Maruxiña, mas para su sorpresa la
muchacha no se mostró presta a ayudarla, sino todo lo contrario.
-¿Ir el sábado a
los carnavales del pueblo? Ni hablar,conmigo no cuentes Rosiña, y
más vale que te vayas sacando esa idea de la cabeza.
Maruxa se persignó
después de la negativa e hizo un gesto extraño con los ojos mirando
al cielo, como si pidiera disculpas a Dios por pensar siquiera en la
posibilidad de disfrutar de las diversiones del antroido. Idéntica
reacción tuvo en las tres o cuatro ocasiones en que Rosa intentó
convencerla de tal cosa. Entonces la muchacha se decidió a
sonsacarla.
-Pero vamos a ver,
Maruxiña, ¿cuántas veces me has ayudado para que pudiera
encontrarme con Marcos? ¿Por qué ahora no?
-La noche de sábado
de carnaval no debes salir de casa. Hazme caso, Rosiña. Yo te ayudo
cualquier otro día, pero ese no.
-¿Y por qué?
-Pues porque no.
-Esa no es una
razón.
-Pues tendrá que
serlo
Se disponía Maruxa
a retomar sus quehaceres, pero Rosa la tomó por el brazo con
brusquedad y la obligó a encararse con ella.
-De eso nada – le
dijo – me vas a explicar cuál es el motivo por el que no quieres
acompañarme a la fiesta. Y ahora mismo, si no quieres que le diga a
mi madre que no lavas bien las verduras de la comida.
-¡Eso no es
verdad! - protestó la otra.
-Lo sé. ¿Pero a
quién te piensas que va a creer?
Maruxa no replicó
y se rindió a la evidencia. Tomó a su amiga de la manó y la llevó
hacia el banco de piedra situado bajo al rosaleda, en el jardín.
Luego suspiró, como si quisiera tomar fuerzas antes de hablar.
-Es una noche
maldita, la noche del sábado de carnaval es una noche endemoniada,
perversa, maligna... ellos salen a la búsqueda de las almas y no
dudarán en hacer lo que sea para encontrarlas, hasta matar.
Maruxa hablaba con
la mirada nublada por el miedo, mientras Rosa estaba a punto de
echarse a reír ante lo que consideraba ingenuidad de su amiga.
-Pero Maruxa, ¿qué
tonterías estás diciendo? ¿No ves que esos sólo son cuentos de
viejas?
-No, Rosiña, yo
tengo unos años más que tú y todavía lo recuerdo. El primer
crimen, y el segundo, y el tercero... y como comenzaron a relacionar
las muertes con la noche del sábado de antroido. Siempre era gente
joven, hombres o mujeres, daba lo mismo, siempre aparecían muertos
en el bosque, con un enorme boquete en el pecho a través del que les
habían extraído el corazón, y la cruz de Santiago marcada a fuego
en el cuello. Así murió Iria, la hija de Raimundo el cartero,
Senén, el hijo de la señora María, la que vivía al lado del
lavadero, y Pedro, y Jesusa, y no sé cuántos más.
-¿Y no cogieron
al asesino? ¿Quién era?
-Ni lo cogieron ni
lo han de coger nunca. Es el demonio, Rosiña, es el mismo diablo que
viene a este mundo a castigar a los que se atreven a unirse a esta
fiesta maldita. Por eso no te voy a ayudar a escapar, y por supuesto
ni se te ocurra hacerlo tú sola.
Maruxa volvió a sus
tareas dando la conversación por zanjada. Rosa no dio ninguna
importancia a las tonterías que le había contado. No eran más que
leyendas estúpidas que circulaban por todos los pueblos. Así que
decidió que el sábado se las apañaría para bajar sola al pueblo.
No iba a quedar sin ver a Marcos por nada del mundo.
Y el día por fin
había llegado, pero las horas pasaban lentas, mucho más lentas que
los demás días, y Rosa no tenía calma. Andaba por la casa de un
lado a otro sin sentido, sin saber qué hacer, sintiendo una
desasosiego extraño. Por primera vez pensaba en las tonterías que
le había contado Maruxiña con cierta preocupación, aunque suponía
que no era más que miedo por tener que cruzar la zona boscosa que
separaba su casa del pueblo en plena noche. Así que luchó por
apartarlas de su mente y cuando por fin dieron las nueve dijo que se
retiraba a su cuarto aduciendo dolor de cabeza, se vistió con
ropajes antiguos y medio harapientos que había encontrado en el
desván y puso rumbo al pueblo. Cruzó el bosque deprisa y en menos
de quince minutos ya estaba en la plaza. Allí reinaba la algarabía.
Los muchachos bailaban al son de la música de una banda de segunda,
pero daba lo mismo, el caso era divertirse. Rosa buscó con la mirada
a Marcos y pronto lo distinguió. Se acercó a él con premura y lo
saludó con entusiasmo.
-Hola, Marcos.
Él la miró
extrañado, como si hubiera visto un fantasma.
-¿Qué haces tú
aquí? ¿Has venido sola? ¡Estás loca! ¿No sabes lo que ocurre en
el bosque todas las noches de sábado de carnaval?
-¿Tú también?
Igual que Maruxiña... no decís más que tonterías.
-No son tonterías
Rosa. Es la verdad. No sé qué te ha contado Maruxiña pero esta
noche está maldita y todo aquel que pise el bosque tiene que saber
que le ronda la muerte. Es la maldición.
Rosa miró de hito
en hito la chico. Jamás había creído en brujas, diablos, meigas y
cosas por el estilo, pero al parecer estaba equivocada y las
conexiones del pueblo con el inframundo existían y eran peligrosas.
-Pero... no puede
ser verdad.
Marcos tomó de la
mano a la muchacha y la llevó hacía un lugar apartado. Luego le
contó la terrible historia que todo el pueblo guardaba dentro de sí.
-Hace mucho tiempo
habitaba en el bosque una meiga llamada Águeda que se jactaba de que
con sus pócimas conseguía cumplir los deseos de la gente. A ella
acudió una muchacha llamada Iria, que estaba enamorada de Roi, el
herrero, el cual no le hacía demasiado caso. Iria deseaba que el
joven se fijara en ella, pero por más pócimas y hechizos que le
recetaba la meiga, éstos no producían el efecto deseado. Entonces
Águeda, temerosa de que su buena fama se fuera al traste por aquel
fracaso, decidió dar un paso más y conectar con las fuerzas del
mal, las cuales se prestaron a ayudarla pero con un horrible pacto de
por medio. Accederían a los deseos de la muchacha y Roi se
enamoraría perdidamente de ella, pero el siguiente sábado de
carnaval Águeda les tenía que ofrecer como sacrificio el corazón
de una joven virgen que no se prestara a los desmadres del antroido.
La meiga accedió, pero desgraciadamente murió de unas fiebres antes
de poder cumplir el trato. Los demonios estuvieron tranquilos
durante unos años, pero de pronto comenzaron a cobrarse lo que se
les debía. El hechizo sólo llegará a su fin cuando una joven
virgen se entregue voluntariamente a ellos.
Rosa estaba lívida y
comenzaba a sentir frío y miedo. Aquella historia desconocida le
ponía los pelos de punta.
-Pero... ¿por qué
sabéis todo eso? Lo del pacto...atribuir al demonio las muertes...
-Águeda se lo
confesó al señor cura unas horas antes de su muerte. Él lo sabe. Y
ahora vámonos Rosa, yo te acompañaré a tu casa. Enciérrate allí
y no salgas hasta mañana.
Marcos acompañó a
Rosa de vuelta a su hogar. Cuando se despidieron, en la puerta de la
casa, Rosa lo abrazó con fuerza.
-Ahora tienes que
regresar sólo al pueblo y cruzar el bosque. ¿No será mejor que te
quedes aquí? Puedes dormir en el cobertizo.
-No te preocupes,
no me pasará nada, tengo que regresar al pueblo, he de vigilar a los
muchachos para que nadie se acerque al bosque.
Marcos emprendió
el viaje de vuelta dejando a Rosa con el corazón encogido. La chica
se retiró a su cuarto con negros presagios revoloteando por su
mente. Poco antes de la media noche escuchó el grito profundo y
horrible que anunciaba la muerte. Supo que Marcos había caído en
manos del diablo. Al día siguiente lo encontraron en un claro del
bosque, sin corazón y con la marca de rigor en la cuello.
Rosa lloró su
muerte con desconsuelo. Se sentía culpable de la misma. Si no se
hubiera empeñado en acudir a la fiesta de disfraces aquella noche...
Entonces se le ocurrió la mejor forma de expiar su culpa. Un año
después, la noche de sábado de carnaval, Rosa salió de su casa, se
adentró en el bosque y se sentó en un tronco. Sólo era cuestión
de esperar y todo habría terminado.
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