Hilario Fuentes se presentó en
casa de Sebastiana con el fin de proponerle la compra de un local
perteneciente a la mujer, herencia de su padre, que hacía tiempo que
estaba en venta y que a él le vendría muy bien para ampliar sus
negocios. Le ofreció trescientas mil pesetas de las de hace muchos
años, aun sabiendo que el local, dada su estratégica situación,
gozaba de un valor muy superior. Ya estaba la mujer a punto de
aceptar cuando apareció Judas, que había estado escuchando detrás
de la puerta, y se atrevió, por primera vez en su vida, a exponer
los argumentos precisos y necesarios para convencer a su madre de que
el dinero que aquel hombre le ofrecía no era, ni muchos menos, el
que debía pagar si quería hacerse con el inmueble. Armado de
pizarra y tiza dibujó esquemas indibujables, pronunció palabras que
jamás se habían escuchado entre aquellas cuatro paredes, y
finalmente, terminada su disertación, Sebastiana se dio cuenta de
que no había entendido nada, Don Hilario casi que tampoco, pero tan
asombrado quedó ante el detallado discurso económico que el
muchacho acababa de exponer, que no sólo accedió a abonar el dinero
que se le pedía, que era exactamente el doble, sino que le ofreció
un puesto de trabajo. Necesitaba una persona que se encargara de los
asuntos contables y económicos de sus negocios y quién mejor que
Judas para hacerse cargo de ello. Sebastiana se apresuró a rechazar
la propuesta pero el muchacho, que ya había cumplido los veinte y
que empezaba a estar un poco harto de la vida monacal que llevaba,
accedió gustoso, dando comienzo a una etapa de su vida que nada iba
a tener que ver con su existencia anterior.
No fue fácil ni para la madre
ni para el hijo hacer frente a su nueva existencia. Sebastiana no
paraba de llorar desesperada, obsesionada por los múltiples peligros
a los que su hijo se exponía de forma voluntaria. Su mente retrasada
no podía entender aquella decisión que ella calificaba como absurda
y sumamente peligrosa. No cesaba de pensar que la descabellada
determinación de su pequeño en nada le beneficiaría a pesar de lo
que él pudiera decir. Todas la noches, cuando Judas regresaba del
trabajo, le tenía preparada una cena compuesta por lo más
exquisitos manjares, aquellos que más deleitaban el paladar del
muchacho, con el estúpido fin de convencerlo por el estómago.
Cuando su hijo engullía el último bocado ella comenzaba su retahíla
de ruegos estúpidos, acompañados de gimoteos lastimeros que tenían
el único efecto de crispar los nervios de su retoño.
Por su parte, Judas, a pesar de
creer firmemente que lo que hacía no era si no lo correcto y de no
dar crédito alguno a los lastimeros consejos de su madre, no podía
dejar de sentir cierta angustia al enfrentarse de repente a ese mundo
exterior en el que se había introducido sin llamar y que se mostraba
más vil y esquivo de lo que él había esperado. Aunque múltiples y
profundos conocimientos habían desarrollado su inteligencia hasta
límites insospechados, permitiéndole hacerse con un empleo que
muchos licenciados universitarios hubieran querido para si, no habían
tenido el poder de darle las fuerzas suficientes para enfrentarse a
la vida real tras tantos años de aislamiento obligado.
Su
exagerada timidez le impedía relacionarse con normalidad con sus
congéneres, los cuales, tras un primer intento de acercamiento,
terminaban por ignorarlo e incluso, en alguna ocasión, por
convertirlo en objeto de crueles burlas. Eso fue, ni más ni menos,
lo que le ocurrió en su lugar de trabajo. Fue recibido con
cordialidad por sus nuevos compañeros, que en un primer momento
hicieron lo imposible porque se sintiese cómodo e integrado. No
había día en que no lo invitaran a salir al café, ni momento de
asueto en que no se demandara su presencia en los grupillos que se
formaban con el inocente fin de hacer un poco más llevaderas las
tediosas horas de trabajo. Judas no acudía ni a uno ni a otros y no
porque sus compañeros no fueran de su agrado, sino porque tenía la
firme convicción de que aquellas invitaciones no eran más que fruto
de la cortesía y buena educación de los muchachos. Éstos, cuando
se percataron de su carácter débil y sin sustancia, cuando vieron
que no participaba en comentarios ni en inocentes corrillos, lo
fueron dejando de lado porque consideraron que ese era su deseo,
hasta que comenzaron a comportarse como si no existiera.
El
chico era presa de sentimientos contradictorios, por un lado le
hubiera gustado ser uno más y no sentir esas taquicardias
traicioneras que hacían galopar su corazón cada vez que alguien le
dirigía la palabra; por otro, y dado que a pesar de sus intentos no
conseguía comportarse con normalidad, casi prefería que lo dejaran
en paz. Se centró en su trabajo y se dedicó en cuerpo y alma a sus
complicadas operaciones contables, mostrando una inusual eficiencia
que despertó las alabanzas de sus jefes y más de una envidia entre
sus compañeros, aunque finalmente tan desagradable sentimiento se
tornó en hilaridad , cuando llegaron a la conclusión de que el
estúpido comportamiento del muchacho no era ni medio normal y que
debía ser consecuencia de algún trastorno mental provocado sabía
Dios por qué.
Fue así que Judas inició una
nueva vida que distaba mucho de ser la existencia apacible que él
esperaba. No terminaba de adaptarse a esa sensación de libertad que
lo envolvía cuando salía de casa por las mañanas y todo era por
culpa de su madre, que no cesaba de rogarle encarecidamente que
dejara su trabajo y regresara de nuevo bajo su protección. Al
muchacho le exasperaban en extremo aquellos ruegos acompañados de
lamentos que cada vez se hacían más insistentes y llegaban más
cargados de reproches, y comenzó a desarrollar contra su progenitora
un sentimiento parecido al odio que le hacía sentirse culpable. Era
tal su confusión que por momentos pensó que lo mejor era tirar la
toalla y ceder ante el chantaje emocional al que estaba siendo
sometido, mas cuando miraba en su derredor y observaba la vida en
apariencia apacible que llevaba la gente de a pie, se decía que no
podía ser, que él también tenía derecho a hacer lo que los demás
hacían, a enamorarse, a tener una familia, o simplemente a conocer
las mieles del amor carnal, del que jamás había tenido la
oportunidad de gozar. Pero los años pasaban y nada de esto era
posible.
Cierto día, en el bus, de
camino al trabajo, conoció a Fátima, una muchacha que tomaba la
misma línea de autobús igualmente de camino a su trabajo, bajándose
en la parada anterior a la de él y en la que nunca se había fijado.
Pero una mañana Fátima dio un traspiés al subir al bus y Judas,
ejerciendo de solícito caballero, evitó que la muchacha diera con
su cuerpo en el suelo al agarrarla por el brazo. Sus miradas se
cruzaron mientras de la boca de la chica salía un gracias apenas
audible y su cara se dibujaba con la más bella de las sonrisas. A
Judas le pareció la mujer más bonita que había visto en su vida,
le impresionaron sobremanera aquellos ojos negros tan cargados de
inocencia, su carita de ángel, sus ademanes finos y educados. Fátima
se convirtió en el guardián de sus sueños, en la protagonista
indiscutible de las historias románticas que su cabeza dibujaba en
la oscuridad de la noche, cuando acostado en su cama, los lloriqueos
de su madre, desde la habitación contigua, le impedían conciliar el
sueño.
Más a pesar de su enamoramiento
profundo hubo de pasar un tiempo hasta que el muchacho se atreviese
dar el fundamental paso de dirigirle la palabra. Imaginó cientos de
veces el momento preciso, rebuscó en su mente las palabras adecuadas
y sólo cuando estuvo seguro de que la chica no le rechazaría,
seguridad totalmente infundada, se decidió a dar el paso. Una mañana
se bajó en la misma parada que ella y haciendo acopio de fuerzas la
saludó y le contó lo mucho que le gustaba, así de corrido,
soltando las palabras memorizadas a fuerza de fantasearlas una y otra
vez. Fátima, que más de una vez se había percatado también de su
presencia, no pudo hacer menos que sonreír y ruborizándose como una
adolescente pillada en falta, le hizo saber amablemente que la hacía
muy feliz con semejante declaración de amor. Fue así que ambos
iniciaron una relación que, a pesar de la dicha inicial, vino a
sumar un nuevo problema a los que ya tenía Judas porque ¿cómo y en
qué momento le iba a decir a su madre que se había enamorado, que
ya no era ella la única mujer en su vida?
Una de las cosas que más
obsesionaba a Sebastiana era la posibilidad de que su hijo cayera en
las garras de una mala mujer, o mejor dicho, de una mujer, sin más,
pues a los ojos de aquella pobre desgraciada con la cabeza medio
estropeada no había hembra buena ni adecuada para hacer feliz a su
pequeño. Más de una vez Judas había tenido que aguantar sus
sermones, más de una vez le había escuchado por activa y por pasiva
advertirle que se guardara bien de caer en manos de una mala fémina,
que se aprovecharía de él y le sacaría hasta los hígados, que por
mucho que le dijeran y que él pudiera pensar, ninguna mujer era
decente y por supuesto ninguna le profesaría tan profundo y
desinteresado amor como el que ella le profesaba. Y para reforzar
tales afirmaciones categóricas, ilustraba sus estúpidos discursos
con artículos sacados de losperiódicos, o con noticias en las que
las protagonistas eran mujeres descarriadas y sin corazón, incluso,
en alguna ocasión, enseñó a su hijo libros que mostraban al mundo
la verdad sobre la vida de señoras que no eran tales, eran arpías,
en sus propias palabras, como Mata Hari o la Bella Otero.
Judas hacía caso omiso a
aquellas afirmaciones carentes de sentido y de lógica, aunque para
no soliviantar el ánimo de su progenitora, le decía a todo que sí
y le prometía que nunca jamás en su vida posaría sus ojos y sus
esperanzas de cariño en otra dama que no fuera ella misma. Pero las
cosas cambiaron cuando Fátima apareció en su vida y el muchacho
sintió por vez primera las mieles de amor. Al recordar las rotundas
advertencias de su madre, Judas supo que nada bueno podía depararle
el momento preciso en que Sebastiana supiese de la existencia de
Fátima e incapaz de enfrentarse a ello, fue retrasando el momento
hasta que el tiempo y la ilusión fueron distorsionando las palabras
de su progenitora. En su mente comenzó a formarse una idea que nada
tenía que ver con la realidad pero que a él se le antojaba como la
más lógica del mundo: la bondad de Fátima, su nobleza y por
supuesto su belleza, eran tan evidentes que nada podría argumentar
Sebastiana en contra de su relación cuando la tuviese ante ella. Por
eso un día, sin pensarlo demasiado, organizó una cena sorpresa para
su madre, durante la cual se llevaría a cabo el encuentro tantas
veces demorado.
Concertó el evento en un
conocido restaurante de la ciudad, famoso por sus deliciosas viandas,
y el día señalado decidió que pasaría por casa a buscar a su
madre a la salida del trabajo, llevando a Fátima consigo, pues
consideraba que era mucho mejor hacer las presentaciones pertinentes
en el hogar y después ya irían al restaurante a disfrutar de la
fastuosa cena que había encargado, consistente en ensaladilla rusa y
en unos huevos fritos con patadas y chorizos de Cantimpalo, su comida
preferida.
Fue una noche memorable, todo
hay que decirlo, y no precisamente por su final feliz, ni tan
siquiera por su principio, puesto que en cuanto Sebastiana pudo ver
que su hijo se presentaba en casa con una muchacha a la que llevaba
tomada de la mano, cogió el atizador de la chimenea y, sin mediar
palabra, comenzó a propinarle a la pobre chica tantos golpes y a
proferirle tantos insultos, que si no fuera por el propio Judas la
hubiera enviado directamente al hospital, aunque no pudo evitar unas
cuantas contusiones en la espalda y un ojo morado. La chica,
evidentemente, desapareció de la vida de Judas sin querer saber más
de él, a pesar de las insistentes peticiones de perdón por parte
del muchacho. Fátima cambió de trabajo y de domicilio y nunca más
volvieron a verse.
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