Una
semana más tarde, cuando Celia regresó a casa después del oficio
religioso, se encontró con la desagradable sorpresa de que el
hombre destinado a ser su esposo estaba allí, en la casa, charlando
amigablemente con su padre. Nadie le había dicho que aquel domingo
era el día señalado, al fin y al cabo, para qué, si nadie iba
tener en cuenta su opinión.
Al
entrar en el comedor la muchacha observó que la mesa estaba puesta
como si fuera un día de fiesta, con el mantel de encaje que
había pertenecido a la abuela y la vajilla de porcelana fina que se
pasaba el resto del año guardada en el viejo aparador esperando el
momento solemne que mereciera su uso. Celia sintió pánico y quiso
subir corriendo a su alcoba, el único lugar dónde podría estar
sola, donde se sentiría segura, cobijada del dolor que le producía
la vil entrega de la que iba a ser objeto. Pero la voz firme de su
padre la retuvo.
-Celia,
ven aquí, hija. Tienes que conocer a alguien.
La
muchacha paró en seco sus pasos. Respiró hondo y comprendió que de
nada serviría retrasar lo inevitable. Su padre y Justo, de pié con
una copa en la mano, al lado del viejo aparador de caoba, fijaron su
mirada en ella. Se acercó lentamente, sintiendo que una náusea
luchaba por querer salir de su estómago.
-Celia,
este es Don Justo, nuestro principal proveedor de comestibles.
Salúdalo.
-Buenos
días, Don Justo – obedeció la chiquilla con un hilo de voz.
El
hombre le tomó la mano y se la besó, sin hacer comentario alguno.
-Como
sabes, hija, Don Justo está muy interesado en ti y nos ha pedido tu
mano. Tu madre y yo hemos accedido al matrimonio.
La
muchacha miró a Don Justo con ojos suplicantes, con la vana
esperanza de que él pudiera leer en ellos su desesperación, su
miedo, incluso su repugnancia, y eso le hiciera cambiar de
opinión, pero no fue así.
-Celia,
he hablado con tus padres porque quiero casarme contigo. Me pareces
una muchacha dulce, educada y bonita, además de trabajadora, todo lo
que yo necesito. Tengo una casa en la capital en la que viviremos y
que podrás gobernar a tu antojo. Por supuesto dispondrás de una ama
de llaves que te echará una mano en todas las tareas. Tengo dinero y
posición, los cuales, por supuesto, compartiré contigo. Te
relacionarás con la alta burguesía madrileña.
Ella
no contestó. Qué le importaba la alta burguesía madrileña si ni
siquiera sabía lo que era. Nada de lo que él pudiera ofrecerle le
interesaba en absoluto.
-Gracias
Justo – repuso su padre – eso es mucho más de lo que mi esposa
y yo esperábamos para nuestra hija. Aquí, en el pueblo, no habría
ninguna posibilidad de casarla con alguien como tú. Has sido una
bendición de Dios.
-Ella
sí que será una bendición para mí ¿verdad, Celia?
Se
acercó a la muchacha mirándola con aquellos ojos negros, fríos,
lujuriosos, desnudándola, atravesándola. Le acarició la cara y
ella, al contacto con la aspereza de aquella mano que le trasmitía
de todo menos cariño, retrocedió un paso atrás casi por inercia.
No soportaba aquella piel sobre su piel. Su padre la miró enfurecido
y ella lo hizo desafiante.
-Celia
está un poco nerviosa, es normal dadas las circunstancias. Te ruego,
Justo, que la disculpes – dijo.
-Por
supuesto, lo entiendo perfectamente. Ya tendrá tiempo de adaptarse a
su nueva vida.
-Hala,
vamos a comer – repuso la madre, entrando en el comedor con una
fuente de cordero asado.
Celia
pensó en el despilfarro inútil que estaban haciendo sus padres en
aquel almuerzo. Ellos no eran ricos, aunque no les había faltado
jamás un trozo de pan que llevarse a la boca. Sabían no obstante
que no corrían tiempos fáciles y que debían de ser comedidos. Sin
embargo aquel día en la mesa había cordero, y embutidos, y los más
deliciosos dulces. Un gran festín para celebrar su desdicha.
Apenas
probó bocado. Se entretuvo dando vueltas a la comida en el plato y
rogando a Dios para que aquel instante y todos los instantes que
había vivido desde el día de la verbena no fueran más que un sueño
del que de un momento a otro habría de despertarse. Escuchaba el
sonido de las palabras que salían de la boca de sus padres y de su
futuro esposo pero no sabía lo que decían, no le importaba, su
suerte estaba echada y su vida se estaba rompiendo en pedacitos de
frustración y de desencanto. Ya todo daba igual.
Aquella
tarde, cuando Don Justo finalmente se marchó de su casa y sus padres
se pusieron a preparar los víveres para tener todo a punto en el
colmado al día siguiente, Celia se escabulló y se dirigió a la
playa. Estaba anocheciendo, el verano comenzaba a llamar tímidamente
a la puerta pero todavía soplaba una ligera brisa que hacía
estremecer la piel y erizar el vello. La playa estaba desierta. Celia
se sentó sobre la arena, en su esquina de siempre, cerca de la roca
de La Paloma, llamada así por su extraña forma que asemejaba a tal
ave. Sobre aquella roca, muchas tardes de verano, Adolfo se dedicaba
a una de sus aficiones favoritas, la pesca, pero aquel atardecer no
estaba. Si hubiera estado tal vez Celia se hubiera atrevido a
saludarle y a pedirle que la llevara con él al fin del mundo para
escapar de las garras de su verdugo. En realidad no, nunca lo hubiera
hecho, no tenía las suficientes agallas para ello. Miró a lo lejos,
al otro extremo de la playa, dónde se asentaba la escuela y la
vivienda del maestro. Celia vio encenderse una luz. Tal vez fuera
Adolfo, que apostado en su lecho leía una de sus novelas antes de
que el sueño lo venciera, ignorante de que ella, al otro lado de la
playa, lloraba por un amor que nunca podría ser.
*
Tres
meses después, cuando el verano empezaba a despedirse y el frío del
otoño le iba ganando terreno por momentos, Justo y Celia contrajeron
matrimonio en la iglesia del pueblo. Durante todo aquel tiempo Celia
apenas había visto a su pretendiente más de dos o tres veces,
momentos en los que él se había limitado a mirarla con una media
sonrisa que la muchacha no acertaba a interpretar. Ni siquiera el día
de la petición de mano, cuando el hombre se presentó en su casa con
un precioso anillo de compromiso tan caro y ostentoso como falto de
interés para ella, se había dignado a conversar con ella,
limitándose a las consabidas charlas con su padre sobre temas que se
escapaban al entendimiento de la muchacha.
Tampoco
participó Celia con ilusión en los preparativos de su boda.
Simplemente se dejaba hacer, a sabiendas de que no tenía
escapatoria, entre la desesperación por la vida que le esperaba y
los sueños imposibles de que la boda proyectada fuera con el hijo
del señor maestro. Por eso, la mañana del día señalado, Celia se
levantó muy temprano y bajó hasta la playa. Sabía que Adolfo salía
temprano a pescar y tal vez lo encontrara allí, en la roca de la
Paloma, apostado con su caña, aguardando con paciencia a que los
peces picaran. Sabía que, como siempre, como nunca, no se atrevería
a decirle nada, simplemente quería verle, verle a solas por última
vez. Pero no hubo suerte, y Celia regreso a su hogar con la pena
ahogándola, oprimiéndole el pecho, conocedora de que el tiempo se
agotaba y que nada ni nadie podría salvarla de su destino.
A
la salida de la sencilla ceremonia todos los convecinos esperaban en
el atrio para ver a la novia. Entre ellos, Adolfo, escondido entre la
multitud. El muchacho daba vueltas con nerviosismo a la gorra que
sostenía entre sus manos mientras contemplaba a la muchachita que
hasta aquel instante había sido la dueña de su corazón y de su
alma. ¡Qué bella estaba, con aquel vestido de un blanco inmaculado!
¡Cómo le hubiera gustado ser él mismo el caballero que de su brazo
salía de la iglesia después de hacerla su esposa!. En un momento
dado sus miradas de cruzaron y con sus ojos ambos se dijeron adiós,
concluyendo definitivamente una historia de amor que nunca había
llegado a comenzar.
*
Adolfo
se sentía cobarde, a pesar de que un día fue recibido en el pueblo
aclamado como un héroe por su valentía. Tal vez mostrara arrojo en
el campo de batalla, no le quedaba más remedio, era eso o la muerte
segura, sin embargo hoy, aquel mismo día, había perdido a la mujer
que amaba por no atreverse a dar un paso, solo uno, el que le hiciera
ver su amor.
Se
había enterado de la futura boda de Celia unos días después de la
fiesta del pueblo. Aquella noche en que la había sacado a bailar y
la había sentido entre sus brazos había sido el hombre más feliz
del mundo. Casi ninguna chica accedía a bailar con él por su
cojera, pues debido a ello no era muy diestro en el arte del baile,
pero Celia sí, Celia se había echado en sus brazos y mientras lo
hacía él había creído notar, sentir, un no sé qué evocador en
los ojos de la chica. Puede que fueran solo imaginaciones suyas, la
ilusión de un amor que nacía por primera vez en su corazón virgen
que no esperaba ya nada de la vida a pesar de su juventud. Su pierna
maltrecha se encargaba de recordarle una y otra vez que poco podía
ofrecer a quien decidiera compartir su vida con él. Sin embargo
aquella noche en la verbena, los ojos vivarachos y alegres de la
chica consiguieron insuflar un poco de aliento a su vida gris y
anodina.
Aquel
día, mientras veía a la mujer de sus sueños salir del templo del
brazo de un hombre que no era él, se acabó definitivamente su
dicha.
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