En los días siguientes apenas
dedicó un segundo de sus pensamientos a algo o a alguien que no
fuera la señorita del Registro, imaginando una y otra vez su
encuentro, ensayando ante el espejo las poses y los ademanes, las
palabras y las expresiones concretas y adecuadas para atraer la
atención de aquella guapísima mujer. Incluso cuando estaba en el
trabajo, enfrascado en sus cuentas y sus números, hablaba y
gesticulaba solo, ante la atónita mirada de sus compañeros que
pensaban que estaba chiflando definitivamente.
Unas semanas tardó en conseguir
la partida de nacimiento de su madre y cuando finalmente llegó a su
poder se dirigió de nuevo al Registro Civil. En aquella ocasión se
vistió con sus mejores galas con la honrosa intención de
impresionar a su enamorada, un traje gris de paño del año de la
pera, cuyos pantalones, ligeramente acampanados, le quedaban un poco
cortos, dejando al descubierto unos pulcros calcetines blancos, una
camisa azul con el cuello medio raído y una corbata rosa llena de
lamparones que intentó limpiar sin éxito, pero que aún así se
puso pues era la única que tenía. El resultado final, a su juicio,
fue sorprendente y no le faltaba razón, aunque mientras que para él
ello significaba estar tan guapo y elegante que semejaba un dandi,
para los demás mortales la sorpresa estribaba en que más bien les
parecía un payaso escapado de un circo, cuando menos.
De semejante guisa se presentó
en la oficina que, para su grata sorpresa, se encontraba vacía a
aquellas horas de la mañana. Entró emocionado en el recinto, con el
corazón latiéndole a cien por hora y el resto del cuerpo temblando
como una hoja de papel, y se dirigió a la mesa de su enamorada, que
aquel día no sólo estaba guapa sino arrebatadora, con su vestidito
de punto malva que se adaptaba como un guante a su cuerpo de caderas
anchas y pechos generosos.
Judas sintió una erección
involuntaria y se sentó deprisa, no fuera a ser que alguna de
aquellas señoritas se percatara de su pecado. Olga lo miraba sin
salir de su asombro. Tenían razón sus amigas cuando decían que el
muchacho era guapo, lo era sin duda, mas la indumentaria que vestía
lo hacía parecer un tanto.....idiota tal vez. Se observaron
mutuamente durante unos segundos sin decir nada y de repente la
muchacha recordó dónde y cuándo lo había visto. Hacía muchos
años, en la biblioteca municipal, leyendo como un poseso y sentado
al lado de una mujer que hacía punto, o bordaba, algo así. Recordar
a aquella pareja que durante semanas había sido el hazmerreir y la
atracción de la biblioteca le provocó una hilaridad difícil de
contener y murmurando una excusa apenas audible se retiró al baño,
donde pudo dar rienda suelta a las carcajadas que pugnaban por salir
de su garganta.
Cuando el ataque de risa remitió
por fin, Olga regresó de nuevo a su puesto dispuesta a comenzar su
conquista, ante la disimulada vigilancia de sus dos compañeras, que
estaban deseando descubrir cuál era el plan de su amiga. Y es que al
final aquellas dos arpías la habían convencido. Le decían que no
fuera tonta, que el chico era salado y que total, si lo que quería
era divertirse un poco, le daba lo mismo con él que con otro. Ella
al principio se negó, pero después de varios días de insistencia
que rayaba en la tortura, optó por decirle a sus compañeras que sí,
que intentaría ligarse al rubio con cara de ángel, más por
quitárselas de encima que por otra cosa. Así que en aquel preciso
instante Olga miró al chico y le sonrió, momento en el que Judas
sintió como una oleada de calor inundaba su rostro. Sabía que se
estaba poniendo colorado, como casi siempre ante situaciones como
aquella, y no pudo hacer más que bajar la cabeza para ocultar un
poco su azoramiento.
-Bueno, vamos a ver – comenzó
la funcionaria – usted venía, si no me equivoco, a corregir una
partida de defunción de su madre que tenía un error ¿no es así?
Asintió el muchacho asombrado
por el excelente trato de que estaba siendo objeto, en comparación
con la vez anterior que había estado allí, en la que casi lo
echaron con cajas destempladas.
-Pues ….sí – acertó a
decir –. Le han puesto mal la fecha de nacimiento.
-¿Y trae usted la partida de
nacimiento, como le dije? O mejor dicho, tú, porque no te voy a
tratar de usted siendo tan joven, apuesto a que no llegas a los
cuarenta.
De nuevo Judas se sorprendió
por la extrema simpatía que le mostraba su enamorada, y por primera
vez pensó que tal vez y sólo tal vez, no sería tan difícil
conquistarla, aunque en aquel momento no supiera cuál podría ser la
estrategia a seguir.
-Recién he cumplido los
cuarenta y tres – contestó con timidez – y sí, puedes tratarme
de tú.
-¡Estupendo! Pero que la
confianza sea mutua ¡eh! Si yo te trato a ti con familiaridad, tú
debes hacer lo mismo conmigo. Y ahora, déjame tu carnet de
identidad.
El muchacho sacó su cartera del
bolsillo interior de su chaqueta, busco su documento de identidad y
se lo entregó a Olga. Cuando ésta leyó el nombre a punto estuvo de
atacarla la risa floja de nuevo. Judas Fontán, pero ¿cómo podía
alguien llevar semejante nombre? ¿qué persona con una mente tan
perversa podría ponerle a su hijo un nombre con unas connotaciones
tan horribles? Decididamente Olga pensó que aquel hombre y su
familia tenían que ser muy especiales, por decirlo finamente, pues
más bien parecían una pandilla de descerebrados. No obstante el
nombrecito iba a dar juego. Cuando la mujer terminó de arreglar lo
que había llevado a Judas hasta ella, atacó por los derroteros que
más fáciles le parecieron para atraer la atención del chico.
-Bueno, esto ya está – le
dijo – en un mes o mes y medio lo tendrás todo listo y ya podrás
recoger partidas de defunción de tu madre con la fecha de nacimiento
correcta. Yo te avisaré. Pero antes de irte, y esperando que no te
parezca mal, te voy a decir algo. ¿No te gustaría cambiarte el
nombre?
De nuevo el asombro hizo acto de
presencia en nuestro protagonista. Estaba claro que aquella mañana
se había convertido en una fuente de sorpresas interminable. Parecía
como si la mujer le hubiese leído el pensamiento, de hecho, cuando
días atrás había acudido a aquella oficina por vez primera y había
leído el cartelito que coronaba la puerta de entrada, no había
pensado en otra cosa. Dicho cartel no era sino la referencia de las
actividades de la oficina: expedientes de matrimonio, rectificación
de errores, cambios de nombre......Cambios de nombre ¿acaso fuera
tan fácil adquirir una nueva identidad? Jamás lo hubiera pensado,
pero ahora que lo sabía, nada le gustaría más en el mundo que
borrar para siempre el maldito nombre que le había caído en gracia.
Por eso, que la señorita que tenía en frente se lo estuviera
poniendo en bandeja parecía un sueño a punto de cumplirse.
-Pues si he de decirle...
perdón, decirte, la verdad, no hay nada en el mundo que más desee
que librarme de este lastre. Mi madre, que era muy devota de San
Judas Tadeo, se empeñó en ponerme este nombre, a pesar de que mi
padre deseaba que continuara con la tradición iniciada por su
tatarabuelo y llevara el mismo nombre que todos ellos, Remigio, que
tampoco es demasiado bonito, a mi parecer, pero desde luego mejor que
Judas, casi me atrevería a decir que cualquiera. Aunque he de
confesarte algo que no sabe nadie, desde siempre, desde que era un
niño, siempre utilicé otro nombre, Jonás, que no es que sea muy
llamativo ni especial, pero por lo menos no es el nombre de un
traidor. Claro que los documentos oficiales no me quedó más remedio
que seguir llamándome Judas....pero en todo lo demás, Jonás fui y
seré. ¿Crees tú que me podría poner ese nombre?
Olga fue esta vez quien se
sorprendió gratamente ante la verborrea del muchacho. Estaba claro
que de tonto parecía no tener un pelo, muy al contrario, en su forma
de hablar y en su mirada limpia y directa se vislumbraba cierto deje
de la inteligencia que seguramente debía poseer.
-Por supuesto que si – le
contestó – si me traes alguna prueba de que utilizas ese nombre,
¿la tienes?
-Pues claro, las facturas de la
luz y el teléfono, y hasta la tarjeta de “El Corte Inglés”.
¿Servirían?
-Perfectamente, con una partida
de nacimiento y dos testigos y te lo arreglo en menos que canta un
gallo.
-Pues mañana mismo estoy aquí
con ello. No te entretengo más, que empieza a llegar gente.
Judas se levantó y se dispuso a
marchar bajo la mirada atónita de Olga, que no dejaba de asombrarse
ante el contraste entre el aspecto del muchacho y la educación de la
que hacía gala. Cuando éste estaba a punto de salir dio media
vuelta y se acercó a la mesa de la funcionaria.
-Has sido muy amable – le dijo
–. Muchas gracias por todo.
Y
se fue, dejando a Olga y a sus compañeras con la boca abierta.
-Parece un hombre normal –
dijo Juana por fin –, es increíble.
Judas salió del Registro Civil
con una sensación agridulce. Al entusiasmo por la conversación que
había tenido con su enamorada se unía el remordimiento de haberle
contado uno de los mayores embustes de su vida. Jamás había
utilizado el nombre de Jonás, es más, no sabía ni por qué había
mencionado aquel nombre, era el primero que se le había venido a la
mente y por supuesto no poseía ninguna prueba de su utilización. Le
sabía mal haberle mentido así a una señorita tan atenta por la que
además se bebía los vientos, pero no había podido evitarlo. Ahora
no le quedaría más remedio que inventarse las pruebas pertinentes
que le había dicho poseía para proceder a cambiar su horrendo
nombre. Por eso cuando llegó a su casa, ni corto ni perezoso,
comenzó la ardua tarea de falsificar dichas pruebas. Lo primero que
hizo fue hacerse con una vieja tarjeta de un supermercado que tenía
su madre y con unas tijeras borró el nombre de la susodicha. Después
escribió el de Jonás con un rotulador permanente de color blanco.
No le quedó del todo mal. Rebuscó por la casa y encontró otra
tarjeta que atestiguaba la presencia de su madre como socia en una
casa de té. No sabía si un caballero de su posición podía ser
socio de una casa de té, en realidad ni siquiera sabía qué leches
era una casa de ese tipo, pero era una prueba más a su favor. Lo
malo era que aquella tarjeta no tenía las letras pintadas, las tenía
troqueladas y cambiar el nombre de Sebastiana por el suyo no se
presentaba tarea fácil. Lo intentó de todas las maneras posibles.
Intentó borrar las letras con unas tijeras, con un cuchillo, incluso
con un alicate, pero al final lo tuvo que dejar por imposible.
Desesperado lo intentó por otras vías. Se escribió cartas a si
mismo, compró en un “Todo a cien” un bloc cutre de facturas y
rellenó unas cuantas a nombre de Jonás Fontán, como si hubiera
comprado una mesa y cuatro sillas, un frigorífico y un tocadiscos. Y
cuando por fin tuvo todo preparado recapacitó y lo tiró a la
basura. No podía seguir con aquel engaño. No se cambiaría el
nombre ni volvería por el Registro Civil a visitar a su enamorada,
no podía confesarle su engaño. Una vez más su vida se hundía en
la miseria y se convertía de nuevo en lo que en realidad no había
dejado nunca de ser: un soberana porquería.
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