Celia
recorría la ciudad con los ojos muy abiertos, muda del asombro ante
todo aquel mundo nuevo que se presentaba ante ella. Era la primera
vez que salía del pueblo y lo hacía nada menos que para visitar la
capital, visita que, muy a su pesar, sería definitiva, pues allí se
encontraba su nuevo hogar. A pesar de todo tenía que admitir que se
sentía impresionada por la grandeza de la urbe, los enormes
edificios, las calles, los coches.....tal vez no fuera tan malo vivir
en medio de todo aquel bullicio, tal vez la fascinación que sentía
por aquel mundo tan diferente al pueblo le ayudara a mitigar un poco
la angustia que la reconcomía por dentro ante la perspectiva de
tener que compartir su vida con un hombre al que no amaba.
Desde
que habían salido del pueblo don Justo no le había dirigido la
palabra, se limitaba a mirarla y a sonreír, como siempre. Celia no
acababa de descubrir lo que se escondía detrás de aquella sonrisa,
pero su mente todavía infantil se empeñaba en que algo siniestro
tenía que ser. A semejantes pensamientos daba vuelta su cabeza
cuando llegaron a su destino. El coche estacionó al lado de un gran
caserón, situado en una pintoresca plaza. Celia se fijó en la
taberna de la esquina, en la mercería y en la tienda de comestibles,
negocios sin duda, sobre todo éste último, que debería visitar con
frecuencia. La chica bajó del coche con su marido, el cual sacó del
maletero las dos maletas en las que ella guardaba todas sus
pertenencias, abrió la puerta de la casa y la invitó a pasar
delante de él. Unas oscuras pero cuidadas escaleras llevaban al piso
principal. Las subió despacio, recreándose en el sonido que
producía la madera al pisarla. Cuando llegaron al rellano Justo
franqueó la puerta y por fin entraron al hogar. En nada se parecía
a la humilde casa que había sido su morada en el pueblo. Allí todo
era lujo. Las paredes empapeladas, los muebles nuevos e
increíblemente brillantes , las hermosas cortinas de terciopelo
azul...
-¿Te
gusta? – preguntó el hombre.
Celia
asintió tímidamente.
-Pues
es tuya. Ven, te enseñaré nuestro dormitorio y el resto de la casa.
Así
lo hizo, le mostró estancia por estancia y le presentó a Esperanza,
la mujer que la ayudaría en todas las tareas del hogar. Esperanza
era una mujer de mediana edad que llevaba muchos años sirviendo a
Don Justo. Alta, fuerte y con un rostro poco agraciado, a Celia no le
gustaron su ceño fruncido, sus toscas maneras, su forma de dirigirse
a ella con brusquedad, casi despectivamente. "Ya cambiará",
pensó la muchacha.
Poco
después Esperanza les sirvió la cena, una sopa de pescado y una
tortilla de patata que Celia comió con apetito. Después, cansada
por el largo viaje y las emociones del día, se retiró a la alcoba.
Se puso su camisón nuevo, aquel su madre le había preparado con
otras cosas entre su humilde ajuar de mujer casada, y se metió en la
cama, dispuesta a dormir para reponer fuerzas con las que
afrontar su nueva vida, una vida de la que no conocía casi nada y
que la hacía sentirse inquieta y asustada.
Cuando
oyó a su marido entrar en la alcoba se acurrucó más entre las
mantas y cerró los ojos. Oyó los casi imperceptibles ruidos que él
hacía trajinando por la habitación, hasta que finalmente se metió
en la cama a su lado. Celia sintió el cuerpo del hombre muy cerca
del suyo, su respiración agitada, su mano que sin permiso ni pudor
se posó en su pecho. Ella se asustó, mas como su madre le había
dicho que esa noche debía dejar hacer a su marido, no osó decir
nada. La mano ruda del hombre bajó hacia sus piernas y le subió su
camisón. Buscó sus pechos debajo de la fina tela y continúo
sobándoselos mientras su respiración se hacía cada vez más
rápida. Justo apretó su cuerpo contra el de su joven esposa, la
cual notó algo extraño y desconocido en aquella piel repugnante que
se empeñaba en estar tan cerca de ella. El temor la inundó
totalmente y no pudo evitar echarse a llorar.
-No
llores, tonta – le dijo él – ¿Acaso no sabías nada de esto?
Celia
no contestó. Y no, no sabía nada, nadie la había preparado para lo
que había de ocurrir esa noche, y aunque alguna vez había escuchado
algún comentario a las mujeres del pueblo, jamás se había
imaginado que sería algo tan horrible.
-Pues
tendrás que acostumbrarte, porque esto va a pasar muchas veces –
le dijo su marido mientras luchaba por bajarle las bragas.
Cuando
consiguió quitárselas se echó encima de ella y la penetró sin
contemplaciones. Celia notó como una puñalada de dolor nacía en su
bajo vientre y rompía su cuerpo como una lanza. Soltó un grito que
él pareció no escuchar, a juzgar por sus movimientos ansiosos,
entrando y saliendo de ella una y otra vez. Parecía gustarle,
gustarle cada vez más, hasta que, al cabo de un rato, soltó un
gemido ronco y terminó. Volvió a su lado de la cama y en seguida se
escuchó su respiración lenta y acompasada. La chica se levantó de
la cama como pudo. Se fijó en las sábanas manchadas de sangre. Fue
al cuarto de baño y vomitó.
*
Su
piel de por sí blanca se tornó aún más pálida, opaca y
macilenta, su pelo perdió el brillo y su mirada se empañó de
tristeza. Sus días transcurrían iguales, uno tras otro, entre las
cuatro paredes de aquella casa que no terminaba de sentir como un
hogar. Apenas probaba alimento y nunca salía ni a tomar el aire. A
veces, para distraerse de tanto aburrimiento, se acercaba a la
ventana del salón y observaba la plaza. De tanto hacerlo ya casi
conocía a los vecinos. Identificaba al dueño de la joyería, a la
anciana que regentaba la mercería y a la chica que despachaba en el
ultramarinos, a los paisanos que todas las tardes entraban en la
tasca, seguramente a jugar a a las cartas o al dominó, a los niños
que cada tarde regresaban de la escuela y se recogían en sus
hogares.
En
casa nadie le prestaba demasiada atención y apenas tenía tareas en
las que entretenerse, pues Esperanza se encargaba de todo. Su marido
se marchaba temprano, volvía a la hora de comer y salía de nuevo
hasta la noche. A veces regresaba muy tarde, apestando a alcohol.
Esos días Celia respiraba aliviada, porque sabía que él se
quedaría dormido tan pronto se echara en la cama y no la
molestaría con aquellos juegos tan desagradables que a él parecían
encantarle.
Constantemente
se acordaba del pueblo y de su vida apacible, de sus padres, de
Adolfo, de aquellas tardes de verano con sus amigas, sentadas en la
plaza o bañándose en el pantano. Aquellos días felices que veía
tan lejanos y que no volverían jamás. Entonces lloraba de
impotencia, de rabia, de desesperación al ser consciente de que
vivía atrapada en un cárcel, en la cárcel de una existencia
anodina y triste.
Una
tarde, cansada de ver la vida pasar, se embutió en su negro abrigo
de lana y salió de la casa sin rumbo fijo. Caminó por las calles de
Madrid durante horas, maravillándose de todo lo que encontraba a su
paso, deleitándose en la contemplación de las más pequeñas
nimiedades, disfrutando de aquella libertad robada a las horas de
encierro.
El
color volvió a su tez y sus ojos recuperaron parte de su alegría Se
acostumbró a salir todas las tardes, hizo suyos los recovecos
más escondidos de la ciudad, y por fin se sintió bien, porque
esos momentos de soledad le hacían olvidarse de la triste realidad
que la esperaba en casa, donde la criada parecía ser la señora, y
su marido sólo se dirigía a ella para soliviantar su frágil
cuerpo por las noches.
Descubrió
el parque de El Retiro y allí comenzó a acudir casi todas las
tardes. Se sentaba cómodamente en un banco y simplemente miraba;
miraba las parejas de novios, miraba los niños jugar, miraba escenas
cotidianas de la vida que le hacían sentir su propia existencia.
Una
de aquellas tardes, al salir de casa rumbo a su paseo habitual, se
sintió enferma. Un sudor frío hizo mella en su cuerpo, a la vez que
una náusea pugnaba por brotar de su estómago. Un ligero mareo le
nubló la vista y hubo de apoyarse en la pared para no caer. La chica
del ultramarinos, que la vio desde su puesto, detrás del mostrador,
salió en su ayuda.
-¡Válgame
Dios, chiquilla! ¡Si estás más blanca que la cera! Pasa a la
tienda, ven conmigo. ¡Jesús querido, que te va a dar un desmayo!
Ayudó
a Celia a entrar en el humilde establecimiento, la acompañó a la
trastienda y la recostó en el destartalado catre que era su
cama todas las noches. Luego le ofreció un vaso de agua y la
acompañó hasta que la muchacha recuperó el color.
-¿Te
sientes mejor?
-
Gracias por tu ayuda. Sí, estoy mejor. No sé qué me habrá pasado,
de pronto me mareé y... no sé, me sentí muy mal.
-Te
veo pasar todas las tardes, no deberías andar sola. Eres la esposa
de Don Justo Arribas ¿verdad?
Celia
se incorporó en la cama y se sentó al borde de la misma. Miró un
minuto a la muchacha antes de contestar. Tenía unos enormes ojos de
color indefinido, entre verdes y azules, el pelo recogido en un
sobrio moño a la altura de la nuca y una cálida sonrisa.
Inmediatamente un cálida corriente de afecto se estableció entre
las dos.
-Sí,
soy la mujer de ese hombre – respondió con tristeza.
-Te
ves muy joven. ¿Cuántos años tienes?
-Diecisiete.
-Y
con diecisiete años ya estás casada con unos de los hombres más
poderosos de todo Madrid.
Celia
no dijo nada. Desvió la mirada hacia la entrada de la tienda, que se
veía de refilón y pensó que le importaba más bien poco estar
casada con un hombre importante. Hubiera preferido estar casada con
el hijo del maestro, aunque fuera un hombre anónimo, casi
insignificante. Para ella hubiera sido el mejor marido del mundo.
Elena,
que así se llamaba la chica del ultramarinos, le acarició el
cabello con ternura
-Me
llamo Elena, ¿y tú?
-Celia.
-¿Te
encuentras ya mejor? ¿No estarás embarazada?
-¿Embarazada?
No....no sé.
A
Elena no se le pasó por alto el aire inocente de la chica. Estaba
segura que el malnacido de su marido le había robado la inocencia
-Creo
que lo mejor que puedes hacer es irte a casa y descansar. Mañana,
si quieres, vienes por la tarde hasta aquí, cierro la tienda un
momento y te acompaño al médico. ¿Vale?
-No
es necesario que te tomes tantas molestias. Seguramente no será más
que una indisposición sin mayor importancia y mañana ya estaré
bien.
-Será
lo más probable, pero de todas formas creo que debería verte un
médico. Tengo un amigo que es doctor, y de los buenos, él te
echará un vistazo y si no es nada... pues mejor.
Celia
se levantó del catre, dispuesta a marcharse.
-Esta
bien – dijo – mañana a la tarde vendré hasta aquí. Gracias por
todo Elena, eres muy amable
Elena
la acompañó hasta la salida y se quedó en el quicio de la puerta
hasta que la vio entrar en su casa. Luego se recogió de nuevo en la
tienda. Mientras colocaba la escasa mercancía que le habían traído,
sus pensamientos volaron a Don Justo. No entendía de qué manera
había conseguido casarse con aquella criatura. Seguro que con malas
artes, como conseguía todo. Nadie que supiera su historia podía
desear estar a su lado, ni siquiera gozar de su amistad. Pero Elena
lo conocía bien y sabía que podía ser muy sutil cuando era
necesario. Era un embaucador nato.
Don
Justo había sido un gerifalte del régimen convertido ahora en
confidente de la policía y levantador de calumnias contra todo aquel
que no le resultaba agradable. En la guerra había luchado en el
bando nacional. De él se contaban cosas terribles. Famoso por su
crueldad y por su falta de compasión con los prisioneros, cuentan
que cierto día, cuando las tropas franquistas consiguieron
finalmente tomar Madrid, Don Justo y su cuadrilla entraron por
sorpresa en la casa de un general republicano con el que mantenía
una enemistad manifiesta desde hacía años, incluso antes de
comenzar la guerra. Hicieron prisioneros al general, a su mujer y a
sus tres hijos, cuyas edades no superaban los diez años. Cuando ya
se disponían a abandonar la casa, escucharon el llanto de un niño.
Era el hijo pequeño de la familia que apenas tenía unos meses de
vida. Don Justo, haciendo gala de una crueldad fuera de lo común,
sacó al pequeño de su cuna y agarrándolo por las piernas lo
sacudió contra la pared hasta que la muerte hizo cesar su llanto. La
propia Elena había escuchado la historia de boca del verdugo. Le
gustaba jactarse de su hazaña, sobre todo cuando el alcohol hacía
mella en él y por su boca salían sin parar relatos sobre las
auténticas barbaridades que había llevado a cabo durante la
contienda.
Ella
misma sufría en sus carnes la maldad del hombre desde que le había
propuesto relaciones a las que se negó rotundamente tantas veces
cuantas él se las propuso. Furioso ante tanta negativa, una noche
entró en la tienda e intentó forzarla. Quiso la divina providencia
que se olvidara la puerta de la entrada abierta y que, al pasar el
sereno y hacérsele extraño, el hombre entrara en el colmado
llamando a gritos a Elena. Ese gesto espantó al agresor, que salió
huyendo por la puerta trasera sin poder conseguir su libidinoso
propósito. Furioso por no haber podido disfrutar del cuerpo de la
bella muchacha, la castigó dejando de proveerle el género para la
venta. Además se ocupó de calumniarla y difamarla entre sus
compañeros de gremio; que si era una roja, que si había calentado
las camas de los hombres de medio Madrid....mentiras y más mentiras
que consiguieron sembrar la desconfianza, haciendo que casi nadie
quisiera ser su proveedor y los pocos que se habían atrevido a hacer
caso omiso a la habladurías de don Justo, no habían conseguido otra
cosa que despertar su ira y verse amenazados en sus propias carnes.
Elena
sobrevivía a duras penas y desde hacía un tiempo no le había
quedado más remedio que recurrir al negocio del estraperlo, el cual
llevaba con extrema discreción, pues si aquel malvado llegaba a
enterarse podía ser su fin
Por
todo ello, por la crueldad extrema de la que hacía gala don Justo,
no le cabía en la cabeza semejante matrimonio. La esposa se veía
frágil, tímida e inocente y Elena estaba segura de que no se había
casado por voluntad propia. Como casi siempre que se topaba con un
ser desvalido, se impuso la obligación moral de ayudarla.
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